Después de un comienzo liviano y divertido, con su segundo disco, Re, hace exactamente veinte años Café Tacvba se convirtió en la banda emblemática del rock latino que le disputaría el podio continental a Soda Stereo y de lo “alterlatino” en general, no sólo un producto para el consumo sino una magnífica muestra de sincretismo y cultura mestiza, de raíz y diversidad rítmica. De la mano de Gustavo Santaolalla, el gran productor y artífice de grupos como Caifanes, Maldita Vecindad y el propio Café Tacvba, la banda del movedizo y metamorfoseado Rubén Albarrán Ortega, los hermanos Rangel Arroyo –Joselo y Enrique– y Emmanuel –Meme– del Real Díaz paseó la iconografía de calaveras y diablitos por todo el continente. Ahora, a veinte años de Re, y en vísperas de su llegada a la Argentina para tocar el 19 de noviembre en el Gran Rex, Radar reconstruye la historia de unas veinte canciones que posicionaron al rock latino en el mundo, el viejo y el nuevo.
› Por Mariano del Mazo
“Loco, no sabés lo que tengo entre manos. Es lo mejor que hice en mi vida.” La frase es textual y se la dijo hace veinte años Gustavo Santaolalla al prestigioso periodista Enrique Lopetegui, el decano del rock latino que desde Los Angeles fue el cronista de Indias de otro descubrimiento de América. Nadie lo contradijo, pero Lopetegui conocía el paño y tenía claro que para el habitual grado de excitación propio de Santaolalla todo era, siempre, para él, “lo mejor que hacía en la vida”. Después de tanta música, kilometraje y premios y millones, en octubre de 2014 Gustavo Santaolalla sostiene la frase. Sigue pensando lo mismo, y más: “Es la mejor banda con la que trabajé”.
La salida de Re, el segundo disco de Café Tacvba, provocó una conmoción regional. Ahora, que vuelven a Buenos Aires en el marco de una gira celebratoria en la que recrean en orden los temas del álbum, resulta revelador poner en foco esas veinte canciones brillantes, frescas, tradicionales, rupturistas, paródicas, testimoniales, políticas, cínicas e irónicas. El resultado de la exhumación está más cerca del futuro que de la nostalgia.
Nadie podía esperar tanto de un grupo que había debutado con un buen disco y ventas en 1992 y que venía de lastimarse los nudillos de golpear puertas de las compañías discográficas. Los acusaban de ser livianos y raros: no tenían batería, usaban melódica y la traza del cuarteto no colaboraba. El cantante era una especie de duende-Mefisto, en las antípodas del glamour del rock and roll; el guitarrista ostentaba un rostro de intelectual nerd, cero guitar hero; el bajista, su hermano, podría haber integrado –y pasar inadvertido– la vecindad de El Chavo del 8; el tecladista parecía escondido en su flacura, en esa languidez melancólica de solitario. Rubén Isaac Albarrán Ortega, José Alfredo Rangel Arroyo (a) Joselo, Enrique Rangel Arroyo y Emmanuel del Real Díaz (a) Meme asomaban al circo del rock así, estrafalarios, antihéroes, pero con un bagaje musical y cultural de un peso específico indescifrable. Condensaban los últimos gritos de las metrópolis de los Estados Unidos y Gran Bretaña y los incorporaban a su fascinación por las civilizaciones prehispánicas –esa trama de leyendas que hacen de México un sitio único en su espiritualidad y su densidad– y por las glorias de su patria como José Alfredo Jiménez y Chavela Vargas.
Partieron de esa mixtura y la profundizaron. Las canciones salían, naturales. Eran el cruce de cuatro caminos y en sus cabezas cabía todo. Querían ser The Smiths, Kraftwerk, Vicente Fernández y Leo Dan. La representación del cambalache se expresaba en un multiinstrumentismo radical: iban de la flauta dulce, la jarana y la melódica a la guitarra eléctrica más distorsionada, el contrabajo y el sintetizador, mucho sintetizador. Todavía no se decidían a ser una banda “de vivo” o “de estudio”. El tiempo demostraría que se movían bien en los dos ámbitos: minuciosos y cerebrales en el estudio, sanguíneos en el escenario. Estaban a punto de dar un zarpazo genial, y no lo sabían.
“Café Tacvba era considerado un grupo de desmadre, chistoso, con canciones para el slam (como se le llamaba en ese entonces al divertido baile con golpes). Aunque teníamos una tranquilita –la canción bolero-balada “María”– nadie nos consideraba serios”, recuerda el guitarrista Joselo Rangel, el intelectual, desde una de sus columnas del periódico Excélsior, compiladas recientemente en el libro Crocknicas de un tacvbo (Gourmet Musical). Es que en el inicio de aquella década los sellos buscaban productos netamente comerciales, o bien bandas para desarrollar de acuerdo con las tendencias que bajaban del Primer Mundo, como el grunge de Seattle o el trip hop de Bristol o, desde un pulso más político, la licuadora rítmica que desplegaba Mano Negra desde Francia y España hacia al Sur. Soda Stereo, la banda que en la segunda mitad de los 80 había inoculado en México un linaje de pop y rock en español de calidad, se desmarcaba con Dynamo como quien cede la corona continental de la popularidad.
En la vieja competencia que existe entre el DF y Buenos Aires como ejes del tránsito de las vanguardias, esa disputa a ver qué ciudad se eleva como La Gran Capital de Hispanoamérica, México mostró una dinámica certera en los 90. Procesó las influencias de aquí y de allá y se hizo cargo del liderazgo musical que ayer nomás había pertenecido al rock argentino con Soda, Zas, GIT, Enanitos Verdes. Los Fabulosos Cadillacs daban pelea, pero en México ya empezaban a regir las manos mágicas de Santaolalla.
Asentado en Los Angeles, como productor estuvo detrás de la Santísima Trinidad mexicana: Caifanes, Maldita Vecindad & Café Tacvba. Fueron los trabajos con esas tres bandas los que lo catapultaron como un actor excluyente en el desarrollo del rock alterlatino. Al poco tiempo esa intervención que combinaba calidad y eficacia la trasladaría a la Argentina, en el reciclaje de bandas como Divididos, Bersuit y otras. “Yo también empezaba a despegar. Hasta ese momento sólo había producido mis propios discos y los de León Gieco. Fue un momento muy especial en México, porque el rock había estado prohibido desde fines de los 60 y había mucha actividad clandestina. A mediados de los 80 empezaron a tallar TV Azteca y Televisa y hubo una apertura total. Produje a Caifanes y Maldita Vecindad, y nos fue bárbaro... Maldita Vecindad llegó a vender un millón de discos. A Café Tacvba los escuché por primera vez en 1988, en un recital en una feria del libro en pésimas condiciones. Un sonido horrible, todo mal. Pero me di cuenta de que eran unos músicos de la hostia. Yo no tenía Surco, ni nada. Para el primer disco nos pusimos a recorrer sellos, y no nos daban bola. Me acuerdo de que ensayaban en una habitación de la casa de los padres de Joselo y Enrique. Al final conseguimos a Warner. Hicimos el primer disco, y anduvo bien: vendió 550.000 copias”, dice por teléfono Santaolalla, además de productor, fan número uno de Café Tacvba: vio en ellos la consumación del camino tal vez inconcluso de Arco Iris, la banda que formó de adolescente a fines de los 60 y que indagó las posibilidades de la música de raíz mezclada con el rock.
El álbum se llamó sin más Café Tacvba y tenía algunas canciones destacables, pero ninguna preanunciaba el nivel de lo que venía. Lo que la mayoría de las bandas demora al menos dos o tres discos –esto es, encontrar un lenguaje, un carácter–, los Café Tacvba lo resolvieron en el segundo peldaño. Como es habitual en su estricto método de trabajo, Santaolalla les pidió una buena cantidad de canciones para depurar y elegir. El rigor tuvo respuesta automática: al poco tiempo los cuatro se apersonaron en la sala de ensayo con diez canciones, una mejor que la otra. No había manera de descartar. El argentino redobló la apuesta y pidió más: compusieron otras diez canciones, impresionantes. “Me volaron la cabeza –sigue Santaolalla–. Ahí estaba todo. Se adelantaron a su época y no se parecían a nadie. Esas veinte canciones fueron un mapa de lo que iban a desarrollar a lo largo de su carrera: el concepto, la variedad, el eclecticismo, la permeabilidad... Yo no hice nada. Apenas les di confianza, traté de que potenciaran sus temperamentos y nada más. Sí me acuerdo de que les regalé Pet Sounds, de los Beach Boys, que no lo conocían.”
Con Re ya grabado, mezclado y a días de ser distribuido en toda América, el productor organizó una escucha en su casa de Los Angeles. En el living había un sillón negro, grande, y de frente en perfecto estéreo el equipo de música. Algunos estaban sentados en el sillón, otros en el piso. Santaolalla puso play y todos hicieron silencio: su mujer Alejandra Palacios, el productor asociado Aníbal Kerpel y su esposa Dale, el cantor de tangos Lucio Arce, el ex Arco Iris Guillermo Bordarampé, Gustavo Garzón –el director del clip de “María”– y los cuatro Café Tacvba que, totalmente pasados de tequila, trataban de concentrarse en la ceremonia que supone una audición colectiva. La escena la recrea Lopetegui, testigo de ese instante entre tenso y definitivo, de dados arrojados en el paño. “Fue un momento sublime”, evoca.
Lo primero que se escuchó fue el rasguido de una guitarrita típica de Veracruz llamada jarana que preludió un tema extrañísimo, “El aparato”, una suerte de son jarocho sobre el misterioso contacto extraterrestre de un hombre llamado Pablo. La temática convoca a la metáfora obvia que refuerza el dibujo del arte interno, en el que se ve a un campesino que toca el cuatro y observa cómo se acerca un plato volador: el disco Re, ese “aparato”, era un OVNI que aterrizaba en el rock latino para dejar una marca de fuego que, todavía, despide tremenda energía.
Se han editado discos excelentes en América latina en los últimos veinte años. Pero Re se destaca como un artefacto rockero único. ¿De dónde viene ese poder, esa vibración mística que todavía se siente al escuchar las canciones, una detrás de la otra, durante los 60 minutos que dura el disco? Cuando se trata de explicar por qué Re es un disco fundamental se cae siempre en el subrayado de su variedad rítmica. Es una verdad incuestionable ese abanico exuberante, ecléctico, localista y a su vez universal. Pero lo extraordinario tiene que ver más con la unidad medular de la música popular, la canción. Son 19 canciones de una factura exquisita, estupendamente realizadas e interpretadas. Queda afuera “El borrego”, que es un punk rock industrial a la manera de Ministry que opera más como un gesto que como una canción: sonoramente tiene tal nivel de agresividad que se vuelve intolerable, y la letra es precisamente una apología sarcástica de la diversidad o más bien de la promiscuidad ideológica, que hasta incluye al peronismo. Es un tema político, que nos quiere decir: también podemos sonar así, somos lo que queremos ser. “Soy anarquista, soy neonazista, soy skinhead y soy ecologista / Soy peronista, soy terrorista, capitalista y también soy pacifista / Soy activista, sindicalista, soy agresivo, y muy alternativo./ Soy deportista, del rotarac, politeísta y también soy buen cristiano”, dice “El borrego”. Se ha dicho, repetido, con pereza y hasta el hartazgo, que Re es el “Album Blanco latinoamericano”. Más allá de la variedad estilística, ¿qué tiene que ver el álbum doble de un grupo de millonarios que venía de ser defraudado por el gurú Maharashi y que compuso un obra genial con sus miembros totalmente distanciados, con Re, que tenía la organicidad de una banda en ascenso y lanzada a velocidad, cuyo principal hallazgo fue la utilización de la música de raíz? Poco y nada. Pero siguiendo esa línea forzada, cediendo a la tentación de considerarlos los Beatles aztecas, “El borrego” sería “Revolución Nº 9”, el tema que todo beatlemaníaco cabal y no esnob pasaba de largo por insoportable.
Re es un álbum cargado de significados, siempre levemente corridos, oblicuos, con una incorrección que se disuelve en la corrección del mensaje general de la banda, que no deja de ser de un progresismo ácido que arrumba a Calle 13 a la condición de una propaladora astuta de jingles. “La ingrata” –el corte de difusión– tiene el carácter de los grupos norteños tipo Los Tigres del Norte –oriundos de una región tan caliente como Sinaloa– que han derivado en un fenómeno con connotaciones extramusicales y al borde de la legalidad como el narcocorrido. Se puede hacer una analogía con la cumbia villera argentina; incluso Pablo Lescano incursionó en ese mercado, recomendado por futbolistas argentinos que jugaban en la liga mexicana. “La ingrata” tararea el guión de la violencia de género: el hombre que se siente víctima del desamor (“no te olvides que si quiero pues sí puedo hacerte daño, solo falta que yo quiera lastimarte y humillarte”). Veinte años pasaron y el escrache tiene vigencia en el país con los femicidios más cinematográficos del mundo, los de Ciudad Juárez. En el clip, Rubén Albarrán se desliza con una cuchilla de carnicero entre cadáveres de pollo. En el librito del CD ésta es la única letra tipeada con horrendas faltas de ortografía, y la acompaña una ilustración con reminiscencias de comic en la que un hombre de traje agarra de los pelos a una mujer y le da un cachetazo. No apto para literales: ése es el modo de denunciar de Café Tacvba.
Entre una bossa nova deforme y ecologista como “Trópico de Cáncer” y el samba pregón “La negrita” que, a través de una vendedora callejera de pescado, baja línea sobre los beneficios de quedarse en el terruño (“porque es muy fácil de pensar que hay que viajar para triunfar / que aquí no hay oportunidad, que en otro lado sí la habrá /el que experiencia ya adquirió nunca se pudo olvidar/ que su cadera al caminar lleva el ritmo de la mar (...)”, el mensaje de Re es ampliamente anticapitalista. Eran años de políticas neoliberales que asolaban con el discurso del pensamiento único post caída del Muro, y los Café Tacvba molestaban y resistían al ritmo de fanfarria de las bandas típicas de Sinaloa en “El fin de la infancia”: “Si nos quieren conquistar, tendrán que quemarnos vivos / Si nos quieren ver bailar, a ritmo de cinco siglos, / al cantar esta canción tengo algo que contarles: / que desde ahora quiero ser dueño de mis pasos de baile (...). ¿Seremos capaces de bailar por nuestra cuenta?”. El título está tomado de una novela del inglés Arthur C. Clarke y la escribió Joselo: “Una vez fuimos al Norte, y vimos eso que en México se le llama ‘música de banda’, que se caracteriza por tener muchos vientos y que en los últimos años se ha ido acelerando, más que nada porque en esa zona hay mucha cocaína. Entonces el baile es muy raro, muy frenético. Yo pensé: ‘Esto es vanguardia’. Y muestra que no tienes que irte a Nueva York ni a Berlín a buscar ideas, que en tu propio país hay cosas que no se conocen en ningún otro lugar del mundo, y están buenísimas”, dice Rangel.
El baile como una manera de la autodeterminación, el baile como pogo punk y liberación, el baile como teatro de las relaciones humanas (“El baile y el salón”), la cita posmoderna al bolero de “Madrugal” y “Esa noche” con el influjo de Chavela Vargas, la mexicanidad del mambo de “El puñal y el corazón” (otra vez, el amor y la virulencia... ¿la sorda pelea entre la parodia y la naturalización del estereotipo patético del macho mexicano?), el romance de los padres de Albarrán en los años 50 descripto en “El Tlatoani del barrio”... Temáticas fuertes en canciones gigantes; voces que armonizan sobre un folklore que no aparece en estado de pureza sino atacado por sonidos electrónicos, procesados y programados; crescendos beatles. La alienación urbana de cocaína y reflexión de “24 horas” pasa a ser un lamento claustrofóbico en “El metro”. Es la historia de un tipo encerrado desde hace meses en el subte, otra alegoría de la vida en las ciudades. El personaje es un Crusoe bajo tierra que siente que va a olvidar el rostro de su amada: “Como pastillas, paletones, chocolates, chicles y salvavidas/ tengo ya 6 juegos de agujas, 8 cuters y encendedores (de sobra)/ creo que me ha crecido ya el pelo con la barba y las arrugas/ no sé cuándo es de día y de noche/ no sé si llevo 100 años (aquí dentro)/ Y cuando en las noches pienso yo en ti/ sé que tú te acuerdas de mí/ pero aquí atrapado en este vagón/ no sé si volveré a salir/ Y hay veces que te empiezo a extrañar y me dan ganas de llorar/ pues tu cara no puedo recordar/ y no sé si te volveré a besar”.
Del funk de “El ciclón” al ritmo llanero de “Las flores”, el disco se va oscureciendo hacia el final como si siguiera las líneas narrativas de un guión improbable. El epílogo es de una belleza insondable, crepuscular: el track número veinte, “El balcón”. Con un volumen premeditadamente bajo y un anacrónico sabor jazzy, de orquesta de los años 30, es una obra de una síntesis narrativa excepcional, a la altura del mejor Chico Buarque: “Tú y yo en el balcón/ que asoma en los plantíos de plátano/ Los patrones han muerto y tú sigues trapeando el piso de ajedrez”.
El disco salió el 20 de julio de 1994 y fue instantáneamente denostado en México y adorado en Chile y la Argentina. En sintonía con lo que trasmite “El fin de la infancia”, en su provincianismo el mexicano no creyó a primera instancia que una obra así pudiera haber salido de una banda que hasta hacía poco estaba tocando en sucuchos de la Ciudad Satélite. En la Argentina, por otra parte, la escena estaba siendo invadida por la aridez del rock barrial, en las grietas que dejaban vacantes los Redonditos de Ricota, y muchos vieron en los Tacvba un mix de música genuina y sofisticada. Rápidamente la banda fue adoptada por la prensa especializada.
Joselo Rangel: “Recuerdo que en las reseñas de Re nos criticaban que ya no éramos tan divertidos como antes. Nunca olvidaré un texto de Xavier Velasco, en donde explicaba que si movía la patita al ritmo de la música que escuchaba, significaba que ésta era buena. Como su pie no se movió al son de las nuevas canciones de Tacvba, nos dio la calificación más baja. Nos fue muy mal con las reseñas con los periodistas mexicanos de la época, incluso con los fans acérrimos, quienes tampoco estaban tan contentos con el disco de 20 rolas que nosotros considerábamos una obra maestra”.
Enrique Lopetegui: “Re tiene muchos ángulos, muchos matices y veinte canciones espectaculares. No hay estilo que no hayan tocado. Pero lo bueno del disco no es la cantidad de estilos sino la convicción e ingenio con que los encararon”.
Gustavo Santaolalla: “No tienen nada que envidarles a Radiohead... Y la comparación con los Beatles tiene que ver: pueden hacer cualquier género, pero siempre siguen sonando a ellos mismos. Tienen algo muy power con la identidad. Y son muy diferentes entre ellos. Rubén es multidimensional, un tipo increíble, con una conexión muy fuerte con la raíz mexicana; Meme es angelical, y tiene un tremendo vuelo progresivo; Joselo es superliterario, siempre está tranquilo y leyendo un libro; Quique es un niño, todo ternura. Todos juntos se sacan chispas”.
Llegar al cenit tan pronto a veces se puede volver una maldición. ¿Qué hacer luego de un disco como Re? Café Tacvba salió de esa encrucijada con un disco de covers, Avalancha de éxitos, que al prestigio le sumó masividad con versiones personalísimas de temas como “Ojalá que llueva café”, de Juan Luis Guerra y “Cómo te extraño”, de Leo Dan. El disco era caprichoso y los mostraba desde otra óptica, más parecida a lo que viene haciendo Albarrán con Hoppo, la banda paralela en la que versiona a clásicos de la obra de Mercedes Sosa, Violeta Parra, Daniel Viglietti y otros. Con Avalancha de éxitos se cansaron de vender y de girar, pero también se cansaron de ellos mismos: el próximo paso sería desconcertante y también una muestra del pulso artístico que los moviliza aún hoy. Editaron a fin de siglo un álbum doble, Revés/ Yo soy, otro gesto abismal: un disco instrumental y otro –por presión de la compañía– de canciones. No vendieron nada y se quedaron sin sello.
Re estuvo lejos de cristalizarlos en una estética. Fue en todo caso la presentación en sociedad de muchas de las sendas que tomarían con mayor o menos suerte, pero con un nivel de compromiso artístico total. Café Tacvba es una banda de mutantes que va de la tradición a la vanguardia por caminos nunca rectos. Como Rubén Albarrán cambia de nombres (de hecho en Re firmaba como Cosme), cambian sus ondas con compulsión. Se atomizan, se juegan en proyectos solistas simultáneos, se pelean, vuelven a la banda como si fuera la casita de los viejos. “Re fue puro gozo, pura creatividad. Estábamos muy alegres –dice Albarrán–. Queríamos expresar lo que sentíamos ser en ese momento y veíamos en ese entorno. Se llama así por el prefijo ‘re’, que da una idea de concepto circular. Fue algo muy bonito. Ahora lo vemos a la distancia y sigue siendo grato. Nos encanta que la gente lo quiera tanto, lo abrace, lo tenga como un disco de culto. Personalmente yo veo a Re como un buen retrato de nosotros y de la sociedad en que vivíamos en ese momento. Pero no nos quedamos. Hemos seguido avanzando en el disfrute de la música. Nuestra relación se ha hecho más profunda y más fuerte.”
Emmanuel del Real va por ahí: “Nos fue muy mal al principio, nadie entendía el concepto. Hace veinte años, claro, teníamos otra visión y no hubiésemos imaginado que se convertiría en lo que es ahora. Para nosotros cada tema tenía y tiene un propósito. Mentiría si no reconociera que me gustaría que cada disco tuviera la repercusión que tuvo, que gustara y sea reconocido. Pero eso no depende de nosotros”.
Cuando decidieron salir de gira para la doble celebración –25 años de banda, 20 años de Re– empezaron con algunas pocas fechas. Cada vez son más. Están rastrillando Estados Unidos y Sudamérica. Este fin de semana celebraban el Día de los Muertos en Los Angeles. Hacen las veinte canciones de Re en orden, y después tocan como bises cuatro o cinco hits de otros álbumes, como “Eres”, “Cómo te extraño”, “Dejate caer” y “Chilanga banda”. Albarrán cambia de vestuario en todos los temas y los testigos dicen que el concierto es una masa de un par de horas huracanadas de música.
La revista Rolling Stone eligió a Re como el mejor disco de rock latino de todos los tiempos, David Byrne le regaló el CD a medio mundo en Nueva York y Jorge Gutiérrez, el director de El libro de la vida –producido por Guillermo del Toro, todavía en cartel–, le suplicó a Santaolalla –a cargo de la banda de sonido– que no dejara de incluir algo de Re en la película. “Ese álbum es el soundtrack de mi vida”, le dijo.
Así fue. Entre los espectros olvidados y los espectros recordados de esa mexicanísima película que da vueltas alrededor de los festejos en la eternidad del Día de los Muertos suena “El aparato”, el tema que abre Re. Los fantasmas bailan esa música que parece de otro mundo. Todos bailan en El libro de la vida: las señoras, los mariachis, los sicarios, los toreros, seguramente la esclava que con los patrones muertos sigue trapeando el piso de ajedrez. Fuera de las miserias del mercado, en el limbo imaginario donde sólo existe la más exquisita y original canción popular, se seguirá escuchando una y otra vez Re. Ese concepto circular.
Como parte de su gira que celebra los 25 años de existencia de la banda y los 20 de la salida del disco Re, Café Tacvba se presentará el miércoles 19 de noviembre en el Teatro Gran Rex.
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