Dom 02.11.2014
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ESTRELLA DISTANTE

CINE Después de haberse consagrado como el director que volvió a recrear los orígenes de Batman no sin aires de delirio megalómano, Christopher Nolan se puso al hombro un proyecto de proporciones celestiales: Interestelar, una épica espacial que se lanza esta semana en todo el mundo y que narra las tribulaciones de un grupo de astronautas en busca de un lugar en el cielo para llevar lo que quede de la humanidad en el futuro.

› Por Mariano Kairuz

Las épicas espaciales suelen ser de algún modo películas religiosas. Tiene sentido que así sea, que miren hacia las estrellas en busca de explicaciones; del origen o el final de las cosas. La Tierra vista desde el espacio es la imagen que lo pone en perspectiva todo; todos los miserables problemas que saturan nuestro planeta, e incluso los más rigurosos conocimientos científicos: allá donde la comprobación fáctica no ha podido llegar, empiezan las especulaciones, y en eso, la ciencia se parece un poco a la fe. Incluso Alien, el octavo pasajero, que es una de las mejores películas sobre el afuera sideral, y a la vez una de lo más terrenal, eventualmente tuvo su Prometeo, suerte de precuela que se pregunta quién nos puso en este planeta, quién estuvo antes que nosotros. Debe ser por esto también que las grandes películas sobre el espacio empiezan técnicas y factuales y rumbean inexorablemente hacia cierto lirismo abstracto. Siempre hubo algo de eso en Solaris; y más recientemente en Contacto, de Carl Sagan. Pero el caso más obvio, el paradigma, es la inoxidable 2001, odisea del espacio, estrenada en 1969 pero tanto más moderna que todas las que le siguieron. El 2001 de Kubrick y Clarke es la película que fascina a todo el mundo, que ha subyugado a generaciones enteras, pero que hasta sus fans reconocen no haber entendido nunca del todo. Lo reconocen porque está bien que no todo se entienda: el misterio es parte de la religión.

Cuando un par de años atrás se anunció que la nueva película del ya no tan niño-maravilla Christopher Nolan sería una odisea espacial, parecía obvio que el tipo que se propuso convertir a Batman en el superhéroe más realista, sucio y político y alegórico de la historia y que invistió a la aventura más bien delirante de El origen de una gravedad y unas pretensiones metafísicas desproporcionadas, iba a apuntar esta vez al infinito y más allá, a nada menos que hacer su propio 2001. Que si quienes lo precedieron buscaron algunas grandes respuestas en el cielo, él iba sencillamente a encontrar a Dios.

Bueno, Interestelar llega finalmente a los cines de casi todo el mundo la semana que viene, con una expectativa construida minuciosa y costosamente por Warner-Paramount-Legendary (las tres compañías que se repartieron sus 165 millones de dólares de presupuesto), destinada a ser el estreno-evento de fin de año, la película enorme y oscarizable que todos-tienen-que-ver, y las primeras críticas estadounidenses ya la alzan –con alguna que otra objeción menor– como una de las obras maestras que habrá de dejar el 2014. Pero lo que es bastante evidente para quienes vienen siguiendo la filmografía de su autor es que en ella Nolan repite la operación que hizo de él uno de los personajes más requeridos de la industria; eso de convertir el tipo de materiales en los que en otras épocas se embarraba la clase B más desvergonzada, en algo más, algo más grande, más ambicioso (y pretencioso). En este caso, en una ópera de alcances desmesurados, que se propone como el choque perfecto entre varios mundos –el conocimiento técnico, la reflexión filosófica y moral, y la emoción más profundamente humana–, repleta de imágenes elegantes y ansias de trascendencia. Pero eso es la forma; el argumento es otra cosa: y separando la paja del trigo es fácil discernir el corazón más sencillo, más simpático y aventurero de la película, su espíritu, digamos, más Julio Verne que Clarke-Kubrick.

Reducida a su mínima expresión, la premisa es tan básica como irresistible: en un futuro cercano y apocalíptico, un cuarteto de astronautas emprende un viaje en busca de un planeta al cual mudar a la humanidad para empezar de nuevo. Después de todo, el guión es de Jonathan Nolan -hermano y colaborador habitual de Chris– pero su primer boceto lo escribió por encargo, unos años atrás, para que lo dirigiera Steven Spielberg, quien luego se bajó del proyecto.

Interestelar expone su discurso “político” en unas pocas escenas iniciales. En este futuro próximo pero indeterminado, la contaminación ambiental –producto, se dice, de una cultura donde todos “quieren tenerlo todo”– termina por cambiar la composición del aire y reventar las cosechas: a la gran hambruna mundial, le seguirá la asfixia masiva. La civilización ha vuelto a una etapa agrícola, abandonado el desarrollo tecnológico, al punto que en las escuelas se enseña que las misiones Apolo fueron falsas, meras puestas en escena. La NASA ha sido desmontada por el gobierno, tras negarse a bombardear a grandes poblaciones de muertos de hambre a los que ya no se va a poder alimentar. Sin embargo, nos enteramos bien pronto, una reducida comunidad de científicos espaciales resiste y ha decidido que la única esperanza para la humanidad es encontrarle casa nueva. El héroe habrá de salir, como corresponde a este nuevo mundo, de una familia de granjeros. Pero el que interpreta Matthew McConaughey con su acento indisimuladamente texano no es cualquier granjero, sino uno de los mejores ex pilotos del mundo, que ahora se dedica, porque no le queda otra, a la economía de supervivencia. El único, le dicen en la NASA clandestina, capaz de llevar a cabo la misión. Y lo que hace posible la misión es un descubrimiento relativamente reciente: un wormhole, un “agujero de gusano”, subproducto teórico de la teoría de la relatividad; un pliegue en el espacio-tiempo que permitiría tomar atajos para realizar viajes interestelares que de otro modo serían imposibles en el tiempo de una vida humana. Cómo la película va transformando su premisa tecnofantasiosa inicial en la posterior experiencia filosófica, moral y extrasensorial (y en un discurso sobre el amor que todo lo puede) es algo que no vamos a contar acá, para no arruinársela a nadie.

Y en todo caso puede adelantarse que la verosimilitud de las ideas que se proponen a medida que avanza el viaje depende un poco del tono narrativo: las cosas más ridículas se han dicho en La guerra de las galaxias y Viaje a las estrellas, y ambas, en general muy divertidas sagas, han arrastrado legiones de fans. Ahora bien, otra cosa es cuando las especulaciones más lejanas se sirven en plan cientificista y con toda seriedad. A este respecto mucho se ha promocionado la estrecha colaboración entre los Nolan y el físico y divulgador estrella Kip Thorne –amigo del fallecido Carl Sagan y Stephen Hawking, entre otras celebridades científicas–, quien habría ayudado a los expertos en efectos de la película a diseñar un wormhole y un agujero negro lo más realistas posibles, de acuerdo con las teorías más actuales y sólidas disponibles en relación con estos dos objetos que aún no se ha probado que no pertenezcan al orden de la fantasía. Hay, entre los elementos más de-sembozadamente trash de la historia, unos robots nada antropomórficos que probablemente se sumen a la gloriosa dinastía de acompañantes cibernéticos para astronautas a la que pertenecen los traicioneros HAL de 2001 y Ian Holm en Alien, o R2D2 y su émulo berreta en el Buck Rogers de los ‘80.

Interestelar es un viaje de tres horas con algunas turbulencias: hay ingenio pero también mensajes machacosos; gravedad e ínfulas y grandilocuencia, pero también algunas imágenes de verdad asombrosas (¡La ola gigante! ¡Gargantúa!). Como la más prosaica clase B, exige el clásico suspension of disbelief: suspender la incredulidad, y entregarse al relato. Como las épicas espaciales sobre las que busca modelarse, reclama algo de paciencia. Y como casi todo el cine contemporáneo –esa cosa que ha sido decretada muerta ya tantas veces–, sólo pide un poco de fe.

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