› Por Claudio Zeiger
No puedo dejar de asociar la fascinación que ejercen sobre mí (y sobre muchos más que yo, creo) los programas de preguntas y respuestas al hambre de saber de los chicos crecidos en la pobreza material (“estrechez”, se decía en tiempos más pudorosos), a esa necesidad de las clases plebeyas –término que prefiero a la expresión “clases medias bajas”– de consolarse, saber mediante, de las carencias de la vida económica y social, las pobrezas del mundo real. Con la dignidad educativa de la escuela pública y de los personajes freaks, apasionados por un tema obsesionante (la mitología griega, por citar el Ejemplo más excelso) se alimentaron Justa del saber, Odol Pregunta, y otros programas que siguieron. A pesar de la sofisticación que imperó en las versiones más recientes en las que el saber ocupa cada vez menos lugar frente a la timba televisiva, llegando a picos de cinismo que algunos televidentes recordarán, aún se pueden reconocer los fantasmas de esos otrora grandes sostenes del ser argentino que nos siguen rondando: la educación pública, la clase media, la pobreza digna (¡tres empanadas!), la cultura general.
Víctima yo también de entelequias que sólo llevan a los extravíos de la razón entre libros y bibliotecas, aun despreciando ese tesoro de la juventud llamado cultura general o enciclopedismo, bicho intelectualoso de la calle Corrientes mal que me pese, no puedo dejar de caer hipnotizado frente a la nueva andanada de propuestas donde pase lo que pase, se lo retuerza como se lo retuerza, un participante debe contestar solito con su alma, quién acompaña a Jim Carrey en Tonto y Retonto, a qué edad murió Perón, cuál de estos países permaneció neutral durante la Primera Guerra Mundial o cuál de estos animales no pertenece a la familia de los camélidos. Como corresponde a mi perfil de humanista inútil, me llevo mucho mejor con el arco Historia/ Política/ Arte/ Literatura que con el de Geografía/ Ciencias naturales y exactas y he de confesar que jamás podría contestar una pregunta que implique saber de ángulos, triángulos e hipotenusas. En el rubro “Entretenimiento”, todos podemos navegar y alegar que no hay por qué saber de “eso” (salvo, quizás, en cine, fuente de un saber y una nueva ignorancia que parece que te deja desnudo en público). Y para empezar a ir al grano: como no podía ser de otro modo, de las ofertas de hoy día mi morbo de huerfanito que lee con la linterna bajo la manta, cae rendido una vez más a los pies de Gerardo y sus 8 escalones. Sublime. Una escenografía de boliche entre suntuoso y clandestino en el que los participantes siempre parecen inseguros de por dónde pisan, como el que no le emboca bien al comienzo de la pista de baile; la mortificante escena de retroceder frente a la mesa examinadora; las vidas que como muñequitos amarillos y quijotescos se van cayendo; el clima helado sedoso que es marca Sofovich, la mirada brillosa y el humor zumbón pero amable de Guido Kaczka, la altiva campechanía de Iván de Pineda... Todo contribuye a que me quede pegado a Los 8 Escalones. Ni qué hablar de las idas y vueltas acerca de si existen arreglos entre La Producción y los conductores y también el hecho de que no haya tanta plata en juego, que acentúa esa especie de clima flotante, de algo un poco barroco e irreal. ¡Y la rapidez con la que se despacha a los participantes! Pero hay algo que aun dentro de la fascinación me asombra –casi me aterra– mucho más, como un duro diamante de hipnosis entre los pliegues de la fascinación: el target de los participantes. No puedo dejar de recordar lo del principio. Siempre me parecieron los programas del saber el bastión de la cultura general de la clase media pa’ bajo, etcétera, etcétera. En cambio, en Los 8 Escalones la cuestión aspiracional y ascendente se juega en otros términos. Abogados y arquitectos cancheros de doble apellido, estudiantes de universidades privadas, chicas divinas y rudos muchachos rugbiers que revientan las costuras de sus trajes, un intercambio jocundo entre familias bien que se reúnen a jugar al estanciero un sábado a la noche. Exagero, por supuesto, idealizo aquel pasado y me encarnizo con el aquí y ahora, pero ¡cómo ha cambiado la Argentina de los radicales y la cultura media! Me tienen perplejo.
No es raro entonces que en Los 8 Escalones a los participantes les vaya mucho mejor con el rubro Ciencia y Geografía que con las novelas, la historia y la política y que el único que luce un poco plebeyo en medio de la fiesta sea Guido Kaczka, el muchacho que recrea siempre el espíritu de Feliz Domingo, porque al fin y al cabo lleva en su alma a un estudiante secundario que quiere pegarla con el viaje de egresados para conocer Bariló más que Cariló.
Pero, nobleza obliga, hay que decirlo: el programa es hoy por hoy el mejor en su género, divulga muchos saberes y hace que no nos sintamos tan raros coincidiendo en tantas cosas con Gerardo Sofovich.
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