A pesar de que muchas personas se enteraron de su existencia cuando vieron que el K-Pop era uno de los ritmos elegidos en Bailando por un sueño, una considerable cantidad de adolescentes y jóvenes asisten en los últimos tiempos a cuanto concierto se anuncia con bandas de pop coreano, una mezcla de rock, pop y hip hop, con coreografías tan livianas y amables como rigurosamente ejecutadas. Detrás de un fenómeno estetizante y light, hay bastante más: una política de Estado, la manera en que Corea del Sur encara su lugar en Asia y su relación con los Estados Unidos y en los últimos años América latina, y un enorme negocio que tiene un dilatado costado empresarial y escuelas donde se forman centenares de cantantes y bailarines bajo una disciplina que también ha sido cuestionada por excesiva. Radar reconstruye la historia de un fenómeno de tecnología cultural propio de la era digital y de las redes sociales que llegó a la Argentina seguramente para quedarse.
› Por Mara Laporte
“El K-Pop y el papa Francisco están muy vinculados, porque a través del papa argentino Corea pudo acercarse más a la Argentina y los argentinos conocer mejor a los coreanos.” El sorprendente silogismo con el que Han Byung-kil, el entonces embajador de Corea, inauguraba hace un par de meses el 5º Festival Latinoamericano de K-Pop en Buenos Aires –pocos días antes de la visita de Bergoglio a Corea del Sur– daba cuenta de los niveles por los que circula el fenómeno. De alguna manera, el K-Pop es cuestión de Estado. La ecuación resulta bastante más sencilla de lo que parece: Bergoglio, desde su época en la Vicaría de Flores, tiene una fuerte vinculación con la comunidad coreana, establecida hace décadas en el barrio; el gobierno de Corea apuesta a la industria cultural como parte fundamental de su política de Estado, y el punto crucial de esta política es la difusión hacia el exterior de productos culturales producidos en Corea. Entre ellos, en un lugar privilegiado, el K-Pop.
Despejada la incógnita, queda preguntarse: ¿qué es exactamente el K-Pop? “No es un género musical”, aclara la gente de XiahPop, probablemente la página web en español más completa dedicada a las novedades de la cultura popular asiática, sostenida por un grupo de jóvenes seguidores de todo lo referido a esta cultura. “K-Pop significa Korean Pop y abarca varios géneros musicales como rock, pop, hip hop y r&b, entre otros. La mayoría de los sonidos del K-Pop tiene una clara influencia del pop estadounidense y del J-Pop o pop japonés.” Y esto tiene su lógica: por un lado, Corea mantiene desde hace décadas estrechas relaciones, económicas y políticas, con los Estados Unidos; por otro lado, Japón es la potencia asiática que más marcó culturalmente a sus vecinos de continente. Así, sumando su propia impronta a esta doble influencia de origen, surgieron el K-Pop y sus numerosas figuras. Porque en el cielo del K-Pop hay lugar para miles de estrellas: solistas, bandas de hip hop, baladistas, superbandas de chicos o chicas –incluso bandas mixtas– al mejor estilo boys (& girls) bands, cuyo número de integrantes, en ocasiones fluctuante, se cuenta por docenas. Como Super Junior, una de las bandas más populares del K-Pop, que convoca multitudes allá donde se presente y que en su desembarco en Buenos Aires el año pasado atiborró de fans el Luna Park. O las Girls Generation, ocho guapísimas señoritas encaramadas en interminables tacos que irrumpieron con fuerza en el mercado estadounidense, al punto de acabar presentándose en el show del mismísimo David Letterman. O los veteranos y carismáticos TVXQ! (entiéndase por veteranía dentro del K-Pop haber comenzado la carrera en el año 2003 y continuar hoy vigentes), quinteto devenido dúo superventas que lleva vendidos más de 13 millones de discos “físicos” sólo en Corea y Japón. O la glamorosa Ailee –la Beyoncé coreana–, los popularísimos Beast, los Infinite –probablemente la mejor banda de baile coreana del momento.., Big Bang, 2NE1, UKiss, EXO, Sistar, B.A.P. y Shinee, que arrasaron también en Buenos Aires. Todos ellos y otros tantos son los K-Pop Idols, un conglomerado de estrellas adolescentes o apenas veinteañeros que, enfundados en estilismos cuidadísimos que van desde el street style al cuero más rocker, ponen cuerpo y alma a una industria que mueve millones. Y con sus canciones y coreografías tan pegadizas como espectaculares poco tienen que envidiar, al menos desde su producción estética, a las grandes estrellas del pop anglosajón.
Toda una constelación de ídolos que no surge por generación espontánea sino como parte de la Ola Coreana o Hallyu, neologismo acuñado por la prensa china a mediados de los ’90 que hace referencia a la irrupción y progresiva popularidad de los productos culturales coreanos –tecnología y redes sociales mediante– tanto a nivel regional como mundial. En principio, a partir de los K-Dramas o telenovelas, y luego, alrededor de todo lo producido en aquel país, desde la tecnología digital, la moda, el cine, la cocina y la cosmética hasta, por supuesto, el K-Pop. Veinte años en los que “la marca Corea” (vale aclarar que cuando hablamos de Corea nos estamos refiriendo a Corea del Sur, ya que la realidad de su hermana del Norte es bien distinta) pasó de ser un proyecto de gobierno a una realidad contante y sonante de alcance global, producto de una decidida y sostenida política de autodeterminación y reafirmación cultural a lo largo de la historia.
Empecemos por el K-Pop y su historia. Corría 1992 cuando Corea fue sorprendida por el trío Seo Taiji & Boys, el primero en experimentar con un estilo de música nunca antes escuchado en el país: una mezcla de tecno y hip hop. El éxito de la banda fue impresionante, al extremo de considerarse a Seo Taiji, su líder, como el verdadero padre de la Hallyu. Pero sería otro de los integrantes de la banda quien, ya disuelto el trío, daría el puntapié inicial a la creación de un fenómeno artístico-empresarial probablemente único en el mundo. Porque mientras Seo Taiji se lanzaba con éxito a su carrera solista, su compañero Yang Hyeon-seok ya había olfateado el negocio y fundaba YG Entertainment, la primera megafábrica generadora de artistas del país. Corea recibía de manera espectacular el nuevo género y, asegurada la demanda, había que generar la oferta. Poco después, en efecto dominó, Lee Soo Man y Park Ji-Young, otros dos espabilados cantantes de pop, fundarían, respectivamente, SM y JYP Entertain-ment. Así surgían, a mediados de los ’90, los tres gigantes de la industria cultural coreana, verdaderas usinas generadoras, formadoras y patrocinadoras de talentos. Y así es como el K-Pop se creó a sí mismo.
Pero esta política de autoinvención no es nueva tratándose de Corea. Porque si en pocas décadas el país se ha sabido erigir en la capital cultural de Asia, no es sólo por la lógica nacional del “pali pali” (expresión popular de autoarenga que significa “rápido, rápido” y que tiene que ver con cierto rasgo de la idiosincrasia coreana tendiente a optimizar la relación tiempo/ eficacia), sino también porque estamos hablando de una civilización milenaria con una turbulenta historia de ocupaciones y dominaciones, destinada a desmarcarse y reconstruir su identidad a fuerza de ingenio y políticas de Estado.
Yi Chongyul, agregado cultural de la Embajada de Corea y director del Centro Cultural Coreano (C. C. C.) en América latina, cuya sede estratégica se encuentra en Buenos Aires, nos recibe con cordialidad asiática y nos explica: “Nosotros tenemos nuestra historia, una historia cultural de más de 5000 años. En las décadas del 50 y 60, Corea fue uno de los tres países más pobres del mundo, y si ahora se encuentra entre las mayores potencias mundiales es gracias a su política cultural. Porque para estrechar lazos entre países primero hay que promover un movimiento de difusión de la cultura. Y sí, ahora el K-Pop también nos ayuda en las relaciones internacionales”.
Desde el Departamento de Prensa del Centro, Gabriel Passarello y Yumi Yi completan la idea: “A partir del conflicto bélico con Corea del Norte, que dejó dos millones de muertos y acabó con el país totalmente destruido, hay una intención de legitimar cierta identidad desde la cultura, desmarcándose de alguna manera de la política armamentista del Norte”. Y yendo más atrás en la historia, aportan un dato que en sí mismo valdría para explicar de qué manera esta idea de crearse a sí mismo forma parte del gen de la identidad coreana: “Hace más de 600 años Corea se plantó con una política cultural de las más ambiciosas: crear un alfabeto propio –hasta ese momento la población hablaba una variedad del chino– que le permitiera alfabetizar a la población y delinear su identidad nacional a partir de la lengua. Porque el coreano, a diferencia de lo que ocurre con el resto de los idiomas del mundo, es una lengua que fue creada desde el Estado”. Corría 1446, reinaba Sejong el Grande y los eruditos de la academia creaban, bajo su patrocinio, el hangeul o alfabeto coreano. Inventar una lengua: probablemente, la más impresionante de una serie de políticas culturales de Estado que se irían sucediendo en el tiempo y continúan hasta nuestros días.
Hoy, esa lengua creada hace siglos se mantiene en las letras del K-Pop, que confía tanto en sí mismo que parece no necesitar de traducciones. Porque, exceptuando algunos coros en inglés, el K-Pop, según nos explica Yumi Yi, “no se esfuerza en hablar otras lenguas sino que empuja así, en coreano”. Y así es como la sede porteña del C. C. C., una entidad activa que no descansa en la programación permanente de eventos y proyectos culturales, se llena cada año de jóvenes fanáticos del K-Pop, ávidos por estudiar la lengua. “Es una cuestión de sinergia –define su director–: la cultura también puede ser un puente para acercar pueblos.”
Pero, diría Cortázar, un puente no se sostiene de un solo lado y, del otro lado de las políticas estatales, asoman los contundentes números de un negocio millonario. Según datos aportados por el C. C. C., en 2012, el producto de la industria cultural coreana ascendió a unos 87.900 millones de dólares. De este total, 4800 corresponden a exportaciones, de las cuales un 9 por ciento, aproximadamente 450 millones, representa la exportación del K-Pop. Y sólo en la primera mitad del 2013, YG, SM y JYP, los tres monstruos discográficos, amasaron US$ 156 millones. Gracias a sus Idols y de la mano de una estrategia de entrenamiento vertical y sistemático que lleva la idea de autoformación al extremo. Como afirma Passarello, “en Corea, la cultura del trabajo, el esfuerzo y la disciplina no deja exentos a estos artistas”. YG, SM y JYP realizan periódicamente multitudinarias audiciones de candidatos y someten luego a los elegidos a un estricto régimen de formación de dos años que incluye clases de canto, baile, actuación y una rutina diaria de ensayos a jornada completa. “Un alumno pasa por el régimen durante al menos dos años antes de ser elegido para el debut como artista del K-Pop. Se les enseña disciplina y el cuidado de su oficio. Cada vez que salen al escenario, cada vez que interpreten una canción, tiene que ser perfecta”, cuentan desde YG Entertainment. La fama cuesta, y cumplir con el imperativo K-Pop de la belleza perfecta, el rostro angelical y la coreografía impecable y sin sudor amerita el sacrificio. Y es que la dureza del sistema no amedrenta a los candidatos: todos quieren ser Idols. SM, que precisamente debió afrontar algunas demandas de sus pupilos debido a su política extrema de entrenamiento, continúa recibiendo cada año unas 300.000 solicitudes de aspirantes de diferentes países del mundo. De ellos, sólo unos cientos llegarán a estrellas. Y como nada queda librado al azar en el mundo del K- Pop, el circuito de producción continúa en la composición de las canciones: SM tiene a su disposición unos 400 compositores repartidos por el mundo que generan unas 3000 canciones al año, de las que saldrán los futuros hits destinados a enloquecer al fandom (léase: conjunto de fans) internacional. Y en la lógica de esta particular dinámica, entre la liturgia de los seguidores, un momento importante se vive cada vez que alguna de las grandes factorías se dispone a presentar una nueva banda o solista. La expectativa crece, se viraliza, se anuncia la presentación con bombos y platillos y cuando, finalmente, se devela la incógnita y se produce el lanzamiento, el éxito está casi asegurado: los fans anteceden a la estrella. Porque Idol no se nace, se hace. Y es así como en el K-Pop, en lugar de descubrirse un artista, se lo crea.
Sobre disciplina y dureza también saben de este lado del planeta: “El K- Pop nos inspira y provoca que el nivel de dificultad de nuestras coreografías sea mucho más creativo y elevado. A todos los chicos por allá se nos ha pegado el K-Pop de una manera muy emocionante, estamos muy metidos en el cuento. Pero trabajamos duro, muy duro para llegar a esto”. Quien habla es Cristian Blanco Montoya, un talentoso y simpatiquísimo colombiano de 18 años que, al frente de su grupo de baile StronGer, se convirtió en ganador del último Concurso K-Pop Latinoamérica, organizado –cómo no– por el Centro Cultural Coreano de Buenos Aires con el auspicio de la Embajada de Corea. Ese “por allá” se refiere a su ciudad natal, Medellín, donde desde su hiperactiva adolescencia dirige una escuela de baile a la que acuden cientos de chicos y chicas entusiasmados por aprender los pasos del K-Pop. Jóvenes de barrios obreros castigados por el narcotráfico que encuentran en el baile una alternativa al cordón de la vereda: “El K-Pop, y la danza en general, es una oportunidad que la vida le da a uno. En mi grupo (StronGer vino a Buenos Aires con ocho integrantes, pero son en realidad alrededor de ochenta) hay chicos que han salido de las esquinas o de malos pasos y desde que se acercaron a este baile empezaron a amar la danza, se esfuerzan por aprender, por ser alguien en la vida. Esto llena mucho, y lo digo por experiencia”.
¿Y cómo es que un fenómeno surgido y construido en Corea atraviesa el mundo para acabar impactando tan fuerte en la juventud colombiana? “En Colombia hay muchísimos grupos de K-Pop, que siguen a sus cantantes y bandas preferidas. Las redes sociales han servido mucho: se comparten videos, imágenes de conciertos, coreografías y todo lo que nos va acercando a Corea. Con las redes, el K-Pop se difunde por el mundo.” Un ejemplo de ello es el éxito alcanzado en esta última convocatoria del concurso de K-Pop Latinoamérica: más de 300 grupos y solistas de todo el continente se inscribieron para participar. De ellos, unos trece finalistas –provenientes de Costa Rica, Brasil, Perú, Colombia, México, Ecuador y Argentina– con sus canciones, coreografías y llamativos estilismos animaron un show de dos horas que rebasó el Konex de fans. Y otro ejemplo, sorpresivo y reciente, que da cuenta de hasta dónde ha llegado el fenómeno, es la inclusión del K-Pop en la actual edición del “Bailando” de Showmatch.
Sucede que mucho más que un estilo musical, el pop coreano es la evidencia, en la era de la tecnología digital, de una cultura que nunca se quebró. De una cultura que, como el junco, se mostró flexible cada vez que la historia intentó doblegarla, y en lugar de rendirse –a una dominación japonesa que llegó a dejarla sin apellidos, a una cultura china que parecía destinada a eclipsarla, a unas leyes de mercado que la relegaban– Corea del Sur hizo de la fusión de culturas su estrategia de supervivencia.
Con una de las fronteras más militarizadas del mundo, obligada a respetar ese paralelo 38 que la separa de esa otra Corea que mantiene al planeta en vilo bajo amenaza de guerra nuclear permanente, Corea del Sur se acerca al mundo en una nueva apuesta, lúdica casi, de música pop y cultura de consumo adolescente. El viento en contra mutó en Hallyu y, de la mano de un K-Pop vuelto fenómeno cultural, social y empresarial extendió su cultura al mundo, comenzó a calar hondo en Latinoamérica y, avivado por un incombustible entusiasmo juvenil, parece haber llegado para quedarse.
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