Dom 21.12.2014
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EL QUE SABE MÁS POR ZORRO

PERSONAJES Tocó con Soda Stereo, con Charly García, con los Ratones Paranoicos y además es un infaltable en cualquier situación rockera contemporánea, porque todos lo tienen por amigo o al menos lo quieren como invitado. Y, además, es empresario gastronómico y la comida lo obsesiona casi tanto como el rock. Es natural, entonces, que Fabián Quintiero haya puesto por escrito su carrera, experiencias y amistades en I’m Zorry: The Gourmet Rock Tour, un libro que mezcla a Diego Maradona en el Soul Café con la rehabilitación de Charly García y el recuerdo de Gustavo Cerati y Pappo, además de recomendar recetas y restaurantes.

› Por Sergio Marchi

Charly García montaba una férrea guardia en el lobby del hotel de Miami donde él y su banda se hospedaban. Pocos minutos atrás, terminaba una dura jornada de grabación en los estudios de MTV en Miami en donde, después de un parto bastante difícil, concluyó exitosamente su experiencia “Unplugged”, en 1995. Fueron diez horas extenuantes. “Hubo mucha tensión”, reconoce su tecladista de entonces, Fabián Quintiero. “Era algo más que un simple show. El problema surgió cuando terminamos y Charly se emperró en que saliéramos todos a pasear en su limusina por Miami.” Quintiero quería distenderse, comer una buena hamburguesa y disfrutar de las palmeras y el ambiente del lugar. Pero Charly estaba decidido a abortar ese deseo, que interpretó como un golpe de Estado, y se instaló en el lobby del hotel para capturar uno a uno a sus músicos y someterlos a ese paseo infernal. Aquí es cuando Quintiero entra en su habitación y se transforma en... El Zorro. No precisamente aquel de Disney que defiende a rajatabla su trademark (como bien se lo hicieron saber a Quintiero), sino en aquel animal astuto “que acecha y calcula”, como escribió Charly en la bendición que le impartió por escrito a I’m Zorry, el flamante libro de Quintiero. Junto con Fernando Samalea, baterista de García por aquel tiempo, que ha sido su compañero histórico de correrías (su propio Bernardo), protagonizó un escape de película por la ventana del hotel burlando al bicolor. “Saltamos como dos canguros –se ríe hoy, Quintiero–, pero ahí se separó la banda. Todo tiene un final.”

Fue Daniel Melingo el que le puso involuntariamente el apodo a Fabián: Zorrito, por un abrigo con piel sintética de animal no identificado que lucía en los tiempos en que tocaba con Andrés Calamaro, allá por los ‘80. Tuvo otro, una distinción que se antepuso a su apellido calabrés: Von. Ese copyright le pertenece a Miguel Zavaleta, factótum de Suéter, donde Quintiero comenzó su impresionante carrera que lo llevó a participar también en Soda Stereo, la banda de Charly García, y los Ratones Paranoicos, más allá de ser invitado y amigo de todo el mundo. Todas esas historias confluyen en I’m Zorry: The Gourmet Rock Tour, un pesado volumen, físicamente hablando, que funciona en modo polivalente como anecdotario rockero, recetario light (no en calorías), guía gourmet mundial con recomendaciones en varios continentes, y testimonio de historias que involucran a futbolistas y famosos. “Contá todo”, le dio vía libre Charly García en su “bendición escrita”, pero el Zorro sabe más por Zorro que por rockero, y se detiene en el borde de la indiscreción. Cualquier lector avezado completará la línea de puntos.

“El libro comenzó –dice Fabián– con el chiste del ‘I’m Zorry’, que pegó de entrada y que iba a funcionar bien como título. Me puse a escribir en la compu y un día comencé a darme cuenta de que tenía mucha data por todo lo que había vivido. Comencé con Suéter, Soda y después Charly, que era un capitulazo. Luego siguieron diez años con los Ratones Paranoicos. Pero cuando estaba queriendo terminar el libro volví a caer en el entorno íntimo de Charly cuando lo internaron, y más allá de lo que se pueda decir y todo lo que se pudo ver, había que hacerlo volver a tocar, había que sacarlo de la clínica de rehabilitación y armar algo para que él siguiera en el camino. ¿Qué otra cosa iba a hacer? No fue fácil, porque él no estaba bien cuando salió. Palito se lo llevó a su quinta y le dio esa oportunidad a Charly. Quizá la gente no entiende lo importante que fue eso; Palito le hizo la gamba, lo bancó, y no sé si nosotros hubiéramos tenido la capacidad económica y emocional de poder hacerlo.”

Cuando Charly estuvo mínimamente recuperado, comenzó el trabajo más puntual de Fabián, como tecladista, sostén afectivo y musical. “Hicimos mucho con Charly, desde aquel primer show en Luján hasta llegar al show del Teatro Colón, pasando por el de Vélez Sarsfield.” En su libro, Fabián cuenta con buena memoria aquel concierto de regreso en el estadio de Liniers, cómo Juanse se atribuyó haber detenido un diluvio... por unos minutos, y como temió por su vida, ya que la lluvia torrencial pareció empecinarse con los teclados del Zorro, que los cubrió con bolsas de residuos para consorcios. “¿Qué es esto? –le dijo en vivo– ¿Los indios ranqueles?”, se burló García, ante el vano intento de Fabián por proteger sus instrumentos, que se fueron apagando uno a uno.

“Llegamos a tocar 25 shows en el 2012 con Charly. Así que yo me siento también contento de haber sido parte y de haber colaborado con él y con su reinserción en el espectáculo. Ahora, después del Colón, sentí que había terminado un ciclo, que terminaba una etapa. Y de hecho es así: dejamos de tocar. Charly está haciendo su película, se murió el Negro García López, que fue un golpe directo al corazón de la familia Garciesca... Y yo ahora estoy a la espera.” ¿Cálculo y acecho? No parece, pero sí hay un fin de ciclo para ese núcleo de gente.

IL BUON MANGIARE

El libro de Fabián (Von) Quintiero se lee bien y rápido, y contrariando su espíritu gourmet, va a los bifes directo, con una mínima entrada en la que cuenta brevemente su infancia y sus primeros palotes musicales. Hay una historia conmovedora que es la del padre de Fabián, don Silvio, que vino de Italia como tantos inmigrantes, con una mano atrás y otra adelante, y que es conocido por la feligresía rockera por sus dotes gastronómicas. “Yo en el libro hago un chiste: ¡cómo te vas a poner en la fila de Buenos Aires en el puerto de Génova! ¡Tendrías que haberte puesto en la que decía Nueva York!” A lo que su padre invariablemente responde: “¡No hay país como la Argentina!”. “Mi viejo decide venirse acá porque mi abuelo enfermó en la guerra y murió. Tenía catorce años, dejó a la madre y a sus hermanas en Italia y se vino a trabajar en la construcción con unos tíos. Termina la secundaria, trabaja y cuando tiene el dinero trae a mi abuela y a mis tías, a las que cría, y banca todo. ¿Qué me contás? Ahora Silvio no trabaja más porque se enfermó del corazón, que era lo único que podía pararlo. Está bien, pero es una persona que si no trabaja se deprime. Lo jubiló la salud.”

Fabián es, al igual que lo fue su papá, un empresario gastronómico. En el libro cuenta cómo esa idea lo obsesionó casi tanto como el rock y aprovechaba los viajes de trabajo a Nueva York para tocar o grabar con García, buscando ideas que lo ayudaran a desarrollar su propio restaurante. Con un grabadorcito (no había celulares por aquel entonces), entraba a diferentes lugares y registraba en cinta lo que veía. “Me grababa todo: ‘taza de café chiquita, plato redondito’. Mi ex mujer me bancaba ese delirio, porque yo estaba apasionado. Creeme: yo quería abrir ese Soul Café, quería que pasara eso que pasó, quería aportar eso a la zona de la ciudad, juntar a los músicos con la gente, con el fútbol, con la comida. Se dio.”

De lo que habla el Zorro es de su legendario Soul Café, lugar en donde dio rienda suelta a todas sus pasiones: la música negra, los músicos, la gastronomía y el fútbol, en una zona, Las Cañitas, que todavía no había emergido como polo gastronómico. Pero había que andar con cuidado. “Viste cómo son los músicos; como dueño de un lugar, tenés que tener medida, porque si vos les das canilla libre te fundís. Tuve que poner cara de perro y límites. Pero hubo casos especiales: Pappo venía a comer al Soul con la novia, y cuando terminaba se levantaba y no pedía la cuenta. Todo muy rico, pero... ¡andá a decirle! Por eso le usé el nombre para una receta: Ñoquis de Pappo. Y después vino a mi programa de televisión, Gustock, a cocinarlos.”

Llegó a tener más restaurantes: Eh, Santino, Voodoo Bar, Nina Wok y Bruni, pero de todos –el Soul Café incluido–, sólo Bruni sobrevive. “Los tres restaurantes cerraron porque Las Cañitas... se infectaron. Antes, en el ‘95, cuando salió Cañitas, era un polo de gastronomía que estuvo solo en el mercado. Hoy ya no hay polos, está todo distribuido: tenés buena gastronomía en Núñez, en Belgrano, en Recoleta, en Palermo, en Devoto, en Villa Urquiza. Cañitas se complicó con el estacionamiento, la proliferación de negocios, y el Soul quedó muy solo. Entonces decidí que se tenía que terminar porque yo tampoco tenía la fuerza para moverlo de lugar. ¿Qué no pasó allí dentro?”

Diego Armando Maradona era un habitué del lugar y trabó una amistad con el Zorro, que está bien documentada en su libro y que provoca carcajadas cada vez que aparece, eclipsando incluso a las locuras de García. Quintiero, confeso hincha de Boca y que llegó a ser dirigente del club, reconoce que el fútbol ya no lo seduce tanto como antes. “Yo tuve muchos sueños y los cumplí, me animo a los sueños. Lo quería a Diego en la inauguración del Soul Café y se hizo. A Maradona lo incorporé en el libro, porque él es más que fútbol. Hoy, el fútbol ya no me interesa tanto como estética, me parece muy exagerado, poco elegante. Yo era refutbolero pero se me pasó: el tiempo que perdés discutiendo prefiero usarlo en otra cosa. Los jugadores son personajes que no tienen onda, no aportan nada, pero es de ahora. A mí me interesó esa generación rockera, y abrí el Voodoo Bar con Bassedas, Manusovich y Pandolfi, pero ahora ya es cualquier cosa. Me interesa como deporte, para jugarlo, pero dejé de ir a la cancha: no me gusta la idiotización que produce el fútbol en la gente. Estoy más interesado en poner el tiempo en otras pasiones.”

Mientras sigue adelante con Bruni, Fabián Quintiero quiere recuperar el vínculo con la música y ha vuelto a estudiar piano, como procurando volver a las fuentes que le dieron esa vida tan variada, que arrancó con Suéter en 1983. “Eramos reyes de la noche –exclama el Zorro (no le gusta el Zorrito, a su edad)–, pero todo cambió mucho. Cromañón cortó mucho la onda de tocar en lugares chicos, que era lo que hacíamos al comienzo. Fijate que Soda, Virus, Charly y David Lebon (los dos con seudónimo), Abuelos de la Nada, GIT, Redonditos de Ricota y Sumo, tocábamos en el Stud Free Pub y en La Esquina del Sol... hasta que cayó el ladrillazo.” Se refiere al desborde de un vecino del mítico pub de Gurruchaga y Guatemala, que tiró un ladrillo que perforó el techo en plena performance de Suéter. “Cayó entre Zavaleta y el público. Por suerte, no desnucó a nadie.” Más divertido fue el momento en que Zavaleta quiso tocar la flamante adquisición del Zorro: un Yahama DX7. “Para la época era un teclado importante, pero Miguel lo quiso tocar en ‘Mi hermanito tonto’, un tema emotivo donde había un clima muy sutil que se daba con un sonido de silbido. El problema es que apretó el botón diecisiete en lugar del dieciséis, y en vez de un silbido... salió un huracán.”

De sus tiempos con Soda Stereo rescata su moderación con las sustancias de las cuales todos sus compañeros abusaban. “Por eso todavía tengo pelo; el look que ellos se hacían con spray y jabones hizo que aparecieran los primeros signos de calvicie. Yo me abrí a tiempo.” Con Charly hubo mil historias; una muy graciosa sucedió en Perú. “Estábamos en la pileta, tomando champagne. Charly fue al baño y volvió. Se había afeitado el bigote. Bajamos por el ascensor y nos encara un tipo que nos pregunta si somos de la banda de García, y nos dijo que lo conocía a Charly, que era un fenómeno, y como aquél estaba sin el bigote no lo reconoció pese a tenerlo enfrente.”

Pero como el propio Zorro (y Vox Dei), dice: todo tiene un final. Y el libro también. Pensó que era el concierto de Charly en Vélez, pero después hubo un show en Israel y pareció un mejor final. Y luego vino el concierto en el Teatro Colón, y ahí sí. Pero el final de algo también es para él. Treinta años de rock and roll y gastronomía se cobran un precio, aunque, curiosamente, físicamente Fabián no parece haber acusado el paso ni del tiempo ni de las comidas. “El libro lo termino con una declaración de amor. Después de tanta entrega mía hacia los demás, hacia toda esta gente, entre el rock y la gastronomía, poner en riesgo mi matrimonio, etc., me parece que hay algo que terminó. Estoy más grande, mi ilusión es afectiva; no tengo pareja y quiero rehacer mi vida. Tengo ganas de que se dé como se dio tocar con Suéter, Soda, Charly, con Bernard Fowler (coreuta de The Rolling Stones). Mi ilusión es ésta. Son muchos años y yo estoy en otro momento. Mis hijos ya están grandes, mi hija quiere ser música, lo que me descoloca un poco, pero también sé que puedo aportarle mucho con todo lo que aprendí. Para mí, es el momento de construir nuevas pasiones.”

Al fin y al cabo, el Zorro, el animal que acecha y calcula, bajo su disfraz esconde a un auténtico tanito sentimental. “¡Pero si me llaman los Rolling Stones voy corriendo!”

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