Música El cantautor uruguayo Martín Buscaglia tiene un flamante disco nuevo, nacido de una experiencia casi inédita en él; la de presentarse sólo a guitarra y voz. Somos libres –registro en vivo de dos toques suyos en Buenos Aires durante 2013– es un recorrido dividido entre canciones propias y ajenas, con versiones de Eduardo Mateo, Mandrake Wolf y Jonathan Richman. Además, sigue tan inquieto como siempre: se prepara para una gira por España junto a Kiko Veneno, produce al singularísimo cantor uruguayo Antolín y trata de ordenar un diario de viaje en bicicleta para poder editarlo como libro.
› Por Juan Ignacio Babino
Candombe. Unos aplausos, algún grito timorato, un par de arpegios y él que dice: candombe. Y ya se entra, apenas pasados unos segundos, en esa atmósfera, como flotando. La música lleva y va uno: un par de canciones en un viaje místico, groovero, hermoso, libre. A Martín Buscaglia el presente musical lo tiene por estos días embebido en eso: en su reciente disco en vivo Somos libres (editado por Los años luz). Disco que de alguna manera tiene origen en una guitarra criolla Valeriano Bernal que le regalaron y de la cual quedó prendido. De ahí a tocar algunas canciones en su casa, sólo con su voz y con ese instrumento y luego las ganas de mostrar algo de todo eso. Entonces, la guitarra regalada y un clima de fonda, de cantina. Pero antes, todo el devenir que lo trajo hasta aquí.
Martín Buscaglia nació en barrio Malvín, Montevideo, en 1972, y su infancia y crianza estuvo marcada por lo que puede considerarse gran parte de la quintaesencia de la música uruguaya de los últimos cuarenta años: Eduardo Mateo –“siempre termina siendo un enigma” dice–, Urbano Moraes, Rada, los Fattoruso. Porque las noches en su casa, en aquellos tiempos, eran así: a la hora que fuera que llegaban los amigos enseguida se armaba algo. “Sí, me crié con todo ese núcleo de música uruguaya. Lo vi, lo viví, lo entendí y conecté con eso. Dudo que habiendo vivido tan de cerca no lo hiciera. Hay algo de los artistas que me gustan, de los que tienen el poder, y es que tienen un canal con la infancia”, dice. Y vuelve la historia de su debut en vivo tocando, a sus dieciséis años, “Jugo de tomate frío” con Mateo, en un programa de radio. “Anecdótico, coyuntural”, dice Martín, pero también trascendental, mamando todo aquello a la par que echaba los primeros dientes, las primeras borracheras, los primeros amores. Y si es verdad que uno siempre busca volver a casa, se podría aventurar que Buscaglia lleva esa parte de su casa encima, con él. “En esa época yo ya me sentía como ellos, todo niño es un artista ejemplar. Yo cuando era niño tenía esa sensación, y ahora de grande me doy cuenta de que a esa edad todos esos grandes querían ser como esos chiquilines.” Y fue en ese mismo barrio que se hizo hincha de Liverpool: “Sí, por Los Beatles. Y ahora está buenísimo porque estamos en la B y vamos a salir campeones. Aunque ya casi no voy a la cancha”, dice. Y sigue: “Estoy en una etapa de casi no ver fútbol. Sí vi el Mundial. Hermoso Suárez. Es muy uruguayo. Es un ejemplo y un símbolo de la curiosidad que es Uruguay. Los últimos dos mundiales el que más dio que hablar fue el equipito de un país chiquito como el nuestro. Y en particular Suárez. En definitiva es un artista: un tipo que tiene la velocidad mental y los reflejos de hacer un penal en la hora, en la línea. Es un artista en lo suyo. Por eso te muerde, un artista tiene que morderte en algún momento y tiene que poder hacerte un par de goles paralítico en otro momento. Los grandes artistas hacen eso”.
A los veinticinco y habiendo tenido la escucha y formación musical que tuvo –los discos de Los Beatles, Gilberto Gil, Earth, Wind and Fire, Rubén Blades; la efervescencia bohemia de todos esos músicos en su casa– su universo sonoro estaba más o menos definido: la música rioplatense, la MPB, el rock –más aún el funk–. Todo eso, conjugado a través de su pulso vital es lo que empieza a vislumbrarse en su debut Llevenlé (1997) –asombra lo púber que se ve en la tapa– que puede entenderse como un pequeño muestrario de todo lo que vendría. Plácido Domingo (2000), Ir y volver e ir (2004, casi una antología con unas pocas canciones nuevas) y El Evangelio según mi jardinero (2006) expandieron los límites de su musicalidad hasta hacerlos desaparecer en Temporada de conejos (2009). “Lo puedo pensar como un in crescendo hacia el maximalismo que pudo haber sido Temporada de conejos y ahí un desaparecer en mí y en el otro, que es Somos libres y el disco con Kiko”, dice. Temporada de conejos contiene, por ejemplo, una canción delirante como “Blues del Carrito”, donde se anima al hoomi –canto típico mongol–, “Cortémonos la cara”, con todo su aire lennoniano y “Spam”, donde la letra enumera los asuntos de esos mails que le llegaban, entre otras. En medio de –y durante– todo eso hizo música para obras de teatro, condujo el programa de radio La hora del té durante dos años, formó parte de Cantacuentos (música y teatro para niños), produjo discos, teloneó a Spinetta, Páez, Charly, Mc Cartney, Caetano, Maceo Parker, etc. Y además –y antes de su disco en vivo– editó un hermoso disco con Kiko Veneno.
Dice Martín que le dijo Urbano Moraes: “Esto es lo más parecido a Mateo que escuché en España”. De aquella vez pasó bastante tiempo hasta que en 2012 editaron El pimiento indomable: un disco hecho a dúo, doce canciones compuestas durante ese mes que el músico español pasó en Montevideo, no antes, ni rastreando cosas inéditas, todas durante ese tiempo. Candombe, aires de milonga, de flamenco, de bulerías, toco, funk. Y un clima de delirio, juego y disfrute que cruza todo el disco. “Kiko es un maestro. Trae esa raíz lorquiana y de los cantes andaluces que tienen esa filosofía profunda de decir todo con apenas las palabras que tenés alrededor. Como Yupanqui. Es un músico al que con otras palabras, otros elementos, otras imágenes, le entiendo lo que está haciendo. Me doy cuenta de que la música es un terreno tan grande, cósmico, que no se termina nunca de recorrerlo. Ese mes de convivencia en nuestra vida fue así, el disco tiene esa impronta: salirte de vos, porque no es un disco sólo mío, ni sólo de Kiko. Podíamos no componer nada o podíamos hacer, como de hecho hicimos, canciones que son como guazubirá, como bambis, que nacen y empiezan a caminar de una”, dice Martín. Y Kiko, desde España y por mail, escribe: “Me asombra su peculiar creatividad, admiro su inventiva compositora, su forma total de controlar la guitarra y de expresar tantas cosas con ellas sin aspaviento alguno (...) Y, cómo no, agradecimiento por sus enormes canciones”.
En algunas entrevistas dijiste, en referencia a tu música, que “estoy haciendo algo hoy pero abrazado a un árbol que tiene 500 años...”.
–El castillo de cartas que armás tiene que estar sobre algo que conozcas y eso es tu tierra y tu lugar. Tu tiempo y tu lugar, más que tu tierra. De dónde venís y en qué momento apareciste ahí. Toda expresión artística que tenga poderío y que te hable es un portal hacia lo que vino antes y lo que vino antes de antes. Es muy raro que sea de otra manera, es raro que escuches algo de lo que no puedas seguir escarbando.
Tu tiempo y tu lugar. Quizás eso explique un poco el porqué de la vuelta a su terruño, a Montevideo, después de estar tantos años viviendo en España, lugar donde, en apariencia, el mercado puede resultar tentador. “Ciertas cosas de allá, se dan mejor aquí (...), acá será la casa, allí será el jardín, es que América es más grande”, cantan ambos en una las canciones de El pimiento indomable. ¿Sevilla, Madrid? No, gracias. Montevideo. “Es un lugar poderoso Uruguay. Por eso esa canción. Kiko sentía que la ebullición y la vida estaba de este lado y por eso quiso hacer el disco acá y no allá, donde todo tiene una estética más ‘pulcrita’. pero sin esa cadencia, sin ese magma revoltoso y fértil que hay acá. De todas maneras a cualquier lugar podés pulirlo y sacarle el jugo”, se entusiasma Martín. Y agrega: “Hace poquito hice una travesía en bicicleta, solo, de varios días, y era eso: estar en la nada y pensar y no pensar. Ahí es un poco escaparte de vos y de todo lo que te conecta con el mundo o, también, intentar alcanzarte en tu lugar más puro. Eso me gusta de estar en un lugar tan fuerte como Montevideo. Inclusive en su apacibilidad”. Cuando pueda, dice, ordenará el diario de viaje de esos días y lo publicará.
Se dijo: Malvín, 1972. Lo que se obvió y huelga decir ahora es que Martín es hijo de Nancy Guguich y de Horacio “Corto” Buscaglia. Ambos escritores, músicos, compositores, emparentados con el teatro de Uruguay, junto a otros compañeros y compañeras, crearon el espectáculo Canciones para no dormir la siesta, uno de los núcleos artísticos y de resistencia más importantes durante la dictadura uruguaya. Parte de eso puede verse –y leerse– en Mojos (Editorial Yaugurú, 2012): libro/objeto donde Martín, junto al poeta Gustavo “Macachín” Wojciechowski, recorren parte de la obra de su padre. Se podría considerar como una antología poética pero sería, ciertamente, una injusticia. Porque el libro, además de recoger muchísimo material escrito del Corto tiene fotografías, dibujos, anécdotas, chistes, manuscritos, folletos, partituras, confesiones. Entonces, más que una antología, es un muestrario, el vademécum poético, musical y personal de un hombre y creador incansable. “Me gusta –dice Martín– ese tronco familiar que tiene que ver con mi viejo y con Mojos y con lo que está detrás, lo que me da alas, y lo que viene. Que viene de querer continuar una cosa, mamarla y seguirla. No es imprescindible, puede salir de la nada, pero en muchísimos casos lo veo y en mi caso es así también. Creo que son cosas que tenés que hacer. ¿Quién lo iba a hacer si no? Mi hermano o yo o nadie más. Que de alguna manera explique lo que yo soy, son sumatorias, pero no fue el objetivo inicial. Es por amor que lo hice.” En uno de los pasajes del libro se lee: “Yo siempre he pensado que la canción es la forma más perfecta que ha encontrado el hombre para evitar que sus recuerdos se desvanezcan en el aire. Digo que ninguna otra forma de exposición está tan unida a lo afectivo como una canción”. Durante las presentaciones en vivo –de su disco en vivo–, a mitad del recital, Martín tomaba el libro y leía dos o tres pasajes de allí. Por ejemplo, el que sigue, sacado de una foto que el Corto tenía pegada frente a su escritorio: “La característica del imbécil es su aspiración sistemática a cierto orden de poder. El inocente, en cambio, se niega a ejercer el poder porque los tiene todos. La poesía pretende cumplir la tarea de que este mundo no sea sólo habitable para los imbéciles”.
Algunas claves del nuevo disco de Martín Buscaglia pueden rastrearse –además de aquella guitarra que le regalaron– en lo que es el librito que lo acompaña: una cita de Clarice Lispector, la dedicatoria –al disco ¡en vivo! Gil & Jorge de Jorge Ben y Gilberto Gil– y las prosas que explican algunos puntos de –y sobre– las canciones. Registro que encuentra y muestra a Buscaglia en un formato inédito y novedoso: casi nunca se había presentado así, a pura guitarra y voz. Lo usual era en formato Hombre Orquesta: él solo, haciéndose cargo de todos los instrumentos, en una especie de construcción y deconstrucción de las canciones, loopeando voces, sonidos, palmas, pianos de juguete, guitarras, bajo, percusiones vocales, como si fuera sacando, de a una, mil cosas dentro de una caja. O junto a los Bochamakers: banda demoledora, súper funkera, con tanto swing en cualquiera de las formaciones: Nico Ibarburu o Matías Rada en guitarras y los siempre presentes Martín Ibarburu en batería y Mateo Moreno en bajo. Pero nunca así, como se muestra en Somos libres. Y verlo en vivo a Martín Buscaglia es ver a alguien que –parafraseándolo– está colocado. Por y en la música, un hombre/niño que está tomado en cuerpo, mente y espíritu por ella. Y también es una fiesta. Pero no una fiesta en el pleno y único sentido del desenfreno –porque lo cierto es que uno quiere reír, bailar, llorar, arrancarse los pelos, apesadumbrarse en justas dosis–, sino en que allí, en ese momento y durante ese rato hay una celebración y expansión de los sentidos.
Jubilosa, gozosa, imperfecta, real.
Como las canciones que hacen Somos libres: “Camiones”, de su papá y Mateo, tocada con una botella de plástico, “De tan libre”, de Mandrake Wolf, la hermosa “Presiento que esta noche soy un lirio”, donde mecha un pasaje de Spinetta, entre otras. “En realidad no pensé un disco. El inicio fue el deseo de tocar únicamente con ese instrumento, que es el que más se amolda al hombre y a la mujer. Después del deseo, las ganas de mostrarlo. Me parece que el pensamiento es maravilloso pero el impulso, la aventura, lo es más aún. Hay canciones que tienen un arreglo medio intrincado y otras que con la viola rasqueteo nomás tranquilamente. Lo que pasó cuando volví a escucharlo, cuando me insistieron en que lo hiciera, es que me parece que me atrapé distraído. Al no saber, al no estar pendiente de que te están grabando, tocás con un relax extra. Siempre tenés que estar relajado, pero al no saber que me estaban grabando, me parece que influyó en esa fluidez evidente que me parece que tienen esas canciones.”
Candombe. Y “Visionarios” que termina así, en una amalgama bellísima: las palmas en clave de candombe, los coros del público (“visionarios, visionarias, visionarios, por el barrio”), la guitarra preciosa de Martín y su voz, cantando: “Nos dimos cuenta, ay, que extraviarse y explorar comienzan con la misma sílaba, y el vecindario, como un acuario”. Algo tan hermoso como escuchar el sonido del pasto al crecer, una de las tantas cosas en las que hacen pensar estas canciones.
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