Dom 21.12.2014
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CINE. SE ESTRENó LA ENTREGA, CON EL GRAN JAMES GANDOLFINI EN SU ACTUACIóN FINAL

LA ÚLTIMA PELÍCULA

› Por Mariano Kairuz

Unos años atrás, invitado al programa Desde el Actors Studio, James Gandolfini contó una anécdota de sus tiempos de tímido estudiante de actuación. Provocado deliberadamente por un compañero a pedido de su profesora, el veinteañero Jim destrozó todos los elementos que componían la escenografía del teatro en el que hacían sus prácticas. Al terminar, agitado, con un puño ensangrentado y todos los materiales destruidos, la profesora se dirigió a sus alumnos y les dijo: “¿Ven? Nadie salió lastimado. Esto es lo que tienen que hacer. Si no están dispuestos a hacer esto, es mejor que se dediquen a otra cosa”. Eso era básicamente todo, explicaba Gandolfini: poder trabajar con esa furia, “que uno siempre tiene a los 20 y pico, cuando está permanentemente enojado con algo aunque no sepa qué”. Trabajar con esas emociones, aprender a controlarlas.

Mucho después –explicaría Gandolfini– ya no tenía toda esa ira a mano para usarla en su trabajo. Había interpretado a muchos personajes violentos, había alcanzado cierta madurez y ya no era tan fácil: debía recurrir a diversos trucos para, por ejemplo, meterse cotidianamente en los zapatos de Tony Soprano, el personaje que lo hizo famoso, en la serie de David Chase que inauguró, a fines de los ’90, la llamada nueva edad de oro de la televisión norteamericana.

Como Tony Soprano, o como el filosofante asesino gay de La Mexicana, muchos de los personajes de Gandolfini han resultado encantadores y hasta queribles, a pesar de tratarse a menudo de matones. Con los años aprendió a trabajar sobre esa rabia juvenil perdida, a crear personajes que la llevan dentro de sí, que la contienen, que ocasionalmente tienen un estallido. Violentos bajo los cuales se intuye al hombre esencialmente bueno, y tipos tranquilos en los que late una violenta angustia reprimida.

Anteayer se cumplió un año y medio de su muerte. Al igual que Philip Seymour Hoffman, se fue antes de tiempo, dejando un par de películas por estrenar, películas que nos recuerdan lo grandes que eran, que nos hacen pensar en todo lo que les quedaba por hacer, en las películas mediocres que su sola presencia hubiera elevado. A fines del año pasado se estrenó la pequeña, extraordinaria, Una segunda oportunidad, de Nicole Holofcener, sensible relato de amor en la mediana edad con Julia Louis-Dreyfus, que explotaba, desde otro género, esa contradicción sólo aparente entre el físico osuno de Gandolfini y su amabilidad infinita. Allí era como una versión de ese personaje genuino que él mismo se había construido fuera de la pantalla, ante la prensa: un tipo de un sentido del humor sutil pero cautivante, de modos demasiado tranquilos, parco incluso. Algo vencido, frustrado, aunque nunca del todo entregado. Ahora, un año casi exacto después, se estrena La entrega (The Drop), la última de sus películas póstumas, también muy buena.

Aunque está ambientada en los suburbios de Brooklyn y no en Boston, Massachusetts, es otro argumento con el sello del escritor irlandés-americano Dennis Lehane, el autor de Río Místico, Desapareció una noche y La isla siniestra. En La entrega Gandolfini es Marv, un hombre en apariencia derrotado por el rumbo que tomaron las cosas en su vida. Alguna vez, Marv fue dueño de un populoso bar de tragos en los suburbios. Luego le fue mal, y la narcomafia chechena se quedó con el boliche, convirtiéndolo en un “punto de entrega”; desde entonces Marv se limita a atenderlo y administrarlo, junto con su primo Bob (el inglés Tom Hardy, que fue Bane en Batman y será el próximo Mad Max). Ambos son parcos, pero Bob –un muchacho católico, de pocas palabras– deja fluir cierta sensibilidad que enseguida nos hace sospechar de que algo más, algo bastante oscuro, corre bajo esa personalidad aparentemente sin atributos. En cambio en Marv se hace visible a menudo una tremenda irritabilidad y pronto vemos en él a ese tipo que Gandolfini hace tan bien: un tipo de mediana edad, bueno pero asfixiado por sus frustraciones. Marv aceptó tal vez que ya no haya salida para él, pero también ha decidido enfrentar su destino con dignidad. La escena más ominosa de la película no es la más sangrienta ni la más violenta; es una en la que mantiene un duro diálogo con su primo, mientras permanece todo el tiempo sentado en un sillón, frente a su televisor, donde pasan una película en blanco y negro. En un par de minutos se revela la imagen perfecta de esa ira atrapada, reprimida, y la empatía con ese perdedor a punto de entregarse en una última locura casi suicida es absoluta. Va a ser imposible no extrañarlo, ahora que acaba de estrenarse su última-última película.

En aquel programa del Actors Studio también contó que le gusta interpretar personajes proletarios, “gente como sus padres”, y ofrece detalles de su infancia en la casa familiar, entre diálogos en italiano y tarantelas. Describe a su padre albañil, en casa con las largas medias negras bajo sus sandalias, una postal que parece decirlo todo. Pero no había demagogia en sus palabras: para él, que aprendió menos de la escuela de arte dramático que de observar y escuchar a la gente en los trabajos con los que se sostuvo mientras estudiaba comunicación en la universidad –de mozo, de administrador de un club nocturno, de patovica en un boliche– las cosas eran así de sencillas. Alguna vez fue votado el muchacho más atractivo del colegio, “pero después me convertí en un desastre neurótico, un Woody Allen de 130 kilos”, y en parte por su físico lo convocaron para muchos papeles violentísimos, tan alejados de él como el tipo que surtía a golpes a Patricia Arquette en Escape salvaje, de Tony Scott, y eventualmente, para cuando Los Soprano ya lo había convertido en una celebridad, esta reiteración de escenas brutales llegó a hacerlo sentirse bastante mal, al punto de faltar al rodaje. “Creo que parte de las falencias de Tony Soprano son las mismas que tengo yo, y uno trata de alejarse de eso y luego la actuación te vuelve a meter adentro. Hacer este tipo de escenas en el cine tiene su costo.”

Cuando murió, con 51 años, durante unas vacaciones en Italia, el hombre estaba grandote; puede que el sobrepeso haya tenido que ver con el infarto que se lo llevó, pero al recorrer una trayectoria de personajes tironeados entre su profunda humanidad y su ira, a los que les puso tanta autenticidad, no es difícil pensar en otra cosa, en tipos como Tony o Marv, que aguantaron todo lo que pudieron, hasta que no pudieron más.

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