Dom 28.12.2014
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EL PUEBLO REPETIDO

› Por Marcos Zimmermann

María mira fijo. El río Uruguay está tranquilo, como casi siempre. Toma un mate sin dejar de observar la superficie del agua de la cual surge una columna de cemento de la que salen tres fierros oxidados que asemejan barbas de un calamar que ha encallado de traste en el fondo. Hace poco ha muerto Juan, su marido, y desde entonces se siente mareada. En el último tiempo el mundo parece haber tomado una velocidad imprevista. Los días se han hecho más cortos y las noches, larguísimas. Por momentos le parece que el este se volviera oeste, que el pueblo nuevo estuviera a la izquierda y no a la derecha, que la luna reflejada en el agua fuera la del cielo y la del cielo la del agua, y que las bandadas de mistos, tordos y biguás, que siempre vio pasar sobre su casa al atardecer, volaran ahora bajo el río.

Cada tanto el recuerdo de Juan le hace olvidar esa sensación de confusión y el mundo parece acomodarse a su geografía original. Pero en cuanto el recuerdo de Juan se desvanece, la misma calesita vuelve a apoderarse de su cabeza. La única manera de sentirse segura es volver a tomar otro sorbo de mate. Ese es el único punto de referencia confiable que le ha quedado en el mundo. El cuero desgastado que lo cubre, la bombilla de hace cuarenta años y la montañita de yerba a un costado que lo hace más duradero se han convertido en todo lo que le queda de conocido. Todo lo demás ha desaparecido. Lo importante. Juan ha marchado hacia el cementerio envuelto en encaje y madera, y su casa de siempre, la de las azaleas, la de los malvones y el patio con gallinas fue anegada con barbarie por el mismo río que los vio nacer. A Juan y a ella, que ahora toma otro sorbo más de mate y el chirrido en el fondo le anuncia que debe llenarlo de nuevo. Piensa una vez más en ese pueblo donde nació, que yace bajo el agua y que sólo deja ver sus cimientos rectangulares –sus huesos– cuando hay bajante. Ese pueblo que fue arrasado por las topadoras y por el impulso del progreso, que es lo mismo.

Cuando las máquinas llegaron, ya hacía tiempo que se discutía dónde asentar la Nueva Federación. Los más racionales querían estar junto a la ruta. Decían que esa ubicación ayudaría al comercio. Los más emotivos, en cambio, preferían seguir junto al río. Por costumbre, nomás. Por amor al agua, a los atardeceres. Ganó la emoción y el nuevo pueblo fue construido frente al río. Para que nadie olvide de dónde venían. O quizá como para que el tormento de ver lo propio sumergido persistiera.

Hoy, Federación es el pueblo más nuevo de la Argentina. La arquitectura militar de líneas duras, contrapuestas a las suaves curvas del río, el cucú verde sin reloj que compite con una virgen de medida desmesurada color caoba y el recuerdo de las palabras de Videla inaugurando todo ese pueblo nuevo al que hasta hoy trata de sacarse el aire de cuartel que le ha quedado, la marcan como un sello difícil de borrar. Menos mal que María no tuvo tiempo de ver las hordas de turistas que, en la actualidad, salen de las termas en bata e invaden el pueblo paseándose así vestidos por calles y supermercados, que arrancan flores de la dama de noche blanca que María logró salvar en el destierro y que luego de su muerte creció a lo largo de todo el cerco.

María decide dejar de mirar lo que quedó de su casa, que yace bajo el río. Ha decidido dar por terminada su visita diaria a esas ruinas. Se levanta y camina por la costanera. En ese momento, Daniel, un joven habitante de la Nueva Federación, la fotografía. Es aficionado a la fotografía, la ha estado siguiendo y observando desde hace días y ha comprendido que la nostalgia que esconden sus ojos se resume un dolor común. Ha presentido también que sus propios abuelos, sus padres y sus hijas llevarán dentro, por mucho tiempo, a una María. Y se ha dado cuenta, también, de la trascendencia que puede tener un disparo. El poder de una fotografía.

María sigue caminando. Cruza la vieja capilla, atraviesa la maternidad desmantelada y llega hasta su nueva casa. La que le han asignado. Idéntica a la de al lado, y a la de al lado, y a la de al lado. De los cuatro tipos de casas que se construyeron en el pueblo nuevo, le tocó el modelo “D”. Igual a la “A”, a la “B” y a la “C”, pero un poco más humilde. Camina un poco más y trata de recordar en qué casa vive. No es fácil para una anciana perder el mapa de las paredes conocidas del pueblo viejo, el olor a chamico del potrero de enfrente que la guiaba a ciegas, las sombras de la tarde que le indicaban el camino a casa en las diferentes estaciones. Desde que fue “trasladada” tiene la sensación de caminar por un mundo desconocido, situado a miles de años luz. Mira alrededor y ve por todos lados el mismo color verde oliva, las mismas medianeras idénticas que descienden como toboganes hasta la vereda, los mismos fresnos apenas plantados, los mismos jacarandás, todavía enanos. Hasta le parece que el sol no fuera el mismo de antes. Que hubiera perdido su dulzura. Este sol nuevo hiere los ojos: el follaje de los ivirapitá y de los aguaribay, que tamizaban sus rayos, quedaron enterrados en el fondo del río. Como para hacerles sombra a los peces.

A las dos cuadras, los rayos que caen a pique sobre la cabeza de María aumentan su mareo. En un momento le parece reconocer su casa y acelera el paso. Sí, es su casa. Entra. Una vez dentro, parece calmarse y reconoce al instante los sillones de cuerina del living, la araña con tres tulipas de plástico y el bargueño que compraron con Juan en cuotas a un turco que pasó hace años por el pueblo con un camión y le vendió a todos el mismo juego de living, lámparas, camas y sillas. De repente le parece ver algo extraño en el almanaque de la pared. Como si no tuviera el mismo tamaño de siempre. Pero se da cuenta de que esa sensación de inestabilidad y mareo es lo que le hace ver más grandes o más chicas las cosas. Deja el mate sobre la mesa y se recuesta. Se queda dormida.

La despierta una voz que le parece reconocer enseguida.

–Levantate –dice la voz de Juan–. María, levántese –repite enseguida.

María abre los ojos confundida. Juan nunca la había tratado de usted.

Federación es una pequeña ciudad de Entre Ríos. En 1979 la dictadura militar construyó la represa de Salto Grande. La vieja Federación quedó bajo las aguas luego de ser derruida. Sus habitantes fueron trasladados en masa al pueblo nuevo. La obra de edificación se llevó a cabo con un sistema de construcción de molde. Todas las casas eran iguales y no había un solo árbol. Esta es una pequeña historia de una de las protagonistas de esa mudanza forzada.

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