Nacido como José Ricardo Cohen, desde chico estudió dibujo en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de La Plata, pero su formación académica pronto se completaría con la noche y la bohemia platense, con sus barcitos y clubes de jazz, donde enseguida conocería a la negra Poli y frecuentaría, entre otros, al Indio Solari y a Skay. Al momento de firmar unas historietas realizadas en Brasil, recordó el nombre que resonaba en sus oídos desde las lecturas de los folletines de Ponson Du Terrail en la biblioteca del padre: así nació Rocambole. El gran artista acaba de publicar el libro Arte, diseño y contracultura, un recorrido por su obra a través de pinturas, dibujos, fotografías, textos, aerografías, que también es una experiencia editorial bancada por fans y seguidores. En esta entrevista, repasa todos estos años junto a los Redondos desde los orígenes, reflexiona sobre su propio trabajo en el tiempo y afirma su convicción de seguir llevando el arte más clásico y revulsivo a los siempre jóvenes ricoteros.
› Por Mariano del Mazo
Seguramente muy pocas de las decenas de miles de personas que volvieron a adorar al Indio el sábado 13 de diciembre conocen su cara; seguramente muchas de esas personas llevaban remeras estampadas con creaciones de Ricardo “Mono” Cohen. Cohen es, para la grey ricotera y para el pop art, simplemente Rocambole: una firma, una sonoridad, el eco de una mitología. Rocambole es otra construcción de la colectora de Patricio Rey y nunca ocultó el extraño orgullo de saber que su arte no habita en los museos sino en remeras baratas con rostros de esclavos, mefistos y niños onanistas. Remeras que nadie escucha, que uniforman un ejército invisible para el sistema productivo y que configuran paradojas y transpolaciones políticas: del Oktubre soviético al octubre peronista; de los rostros desclasados de la Rusia de los zares a las caras ahogadas por los brutales índices de desocupación de los años ’90. El artista plástico le puso imágenes a la fantasía de Patricio Rey y debería ser millonario, pero lleva una vida monacal en su taller platense, donde guarda sus originales como lo que son: tesoros de la cultura rock. Los miércoles enseña en la Facultad de Bellas Artes de la UBA y aprovecha, antes o después de las clases, para cumplir compromisos porteños en una mesa escondida de La Biela. Ahí, una tarde de infierno mitigada por cerveza helada, relajado, siempre afable, con su fisonomía de duende, recibe al periodista con una pregunta que más que interrogar afirma: “¿Hace calor, che?”.
Acaba de salir a la venta Rocambole. Arte, diseño y contracultura, un libro que recorre su obra a través de textos propios, ilustraciones, pinturas, aerografías, bocetos, dibujos y fotografías. Hay material inédito y opiniones de amigos y admiradores, como Skay, Poli, Miguel Grinberg, Miguel Cantilo, Rep, Horacio Fiebelkorn, Oscar Jalil, Diego Boris y otros. Impresiona ver las secuencias que unen una maqueta para el disco Lobo suelto y una calavera sobre fondo rojo o una silueta desnuda contemplando desde la vera de un río el incendio de una ciudad o una fábrica. El libro se realizó por el sistema de autofinanciación llamado “crowdfunding”, con el aporte previo de fans e interesados. “Me siento un cadáver viviente”, sonríe agriamente a los 71 el Mono Cohen, el hombre que estuvo donde tenía que estar. Fue hipster a fines de los ’50, hundido en el existencialismo y en el be bop; unió hippismo y academia en los ’60, cuando forzó un puente entre la Universidad y las formas alternativas que practicaba con la Cofradía de la Flor Solar; se deslizó en la semiclandestinidad en los ’70 entre troskos y siloístas, y configuró la trama icónica de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en los ’80 y ’90 con esos trazos agobiantes, densos, en tensión entre un pasado oscuro y temible y un futuro cyber espacial improbable. El gran estilo siniestro.
¿Por qué un libro ahora?
–Hace tiempo que estoy dando vueltas. Siempre lo tuve en el horizonte de los deseos. Pero por una y otra cosa lo fui postergando. Hasta que me agarraron los chicos de Troupe, gente amiga que se dedica al diseño, y me dijeron: “Este es el año”. Y bueno. Yo tengo mucho material en la web, y vengo de hacer una muestra en el Centro Cultural Recoleta. Pero esto es diferente. Son más de 200 ilustraciones, algunas guardadas en arcones, en carpetas viejísimas.
¿Qué te pasó internamente en esa búsqueda? ¿Con qué te encontraste?
–Fue un trabajo fuerte. A veces al encontrar un dibujo antiguo u olvidado te agarra una especie de ternura. Te ubica en una época, en una anécdota. Dispara recuerdos y sensaciones. Algunas insólitas: “¡Ah, acá me empezó a gustar el Malbec!”. Exactamente como quien mira fotos viejas. También me asombré con técnicas que usaba y que después abandoné o, lisa y llanamente, me pregunté en qué habría estado pensando para hacer ciertos mamarrachos.
¿Qué sentís que cambió en esencia?
–Antes era un iconoclasta. El tiempo te vuelve más conservador, más pudoroso. No tengo pruritos en tomar viejas ideas para darles un toque de actualidad. Porque cuando uno es joven te sobran las ideas, después tenés que andar rastreándolas... Tenés un mayor bagaje técnico, resolvés más rápido y mejor, pero te falta lo principal: la audacia. Cuando sos joven tratás de romper los templos y los altares. A la vejez los respetás un poco más.
El libro es editado por Troupe Comunicación, con la dirección y edición de Flavio Mammini y Lucas Lombardía. Participaron más de 250 personas en la campaña de autogestión y está disponible en algunas pocas librerías de Capital y en el sitio de Rocambole de la web de Troupe. No es un producto barato y pinta para objeto de culto, de esos que se cargan de significados con el paso del tiempo. “El sistema fue un éxito total. Superó ampliamente las expectativas y además permite el vínculo directo con el interesado”, dice Lombardía, otro titán de la independencia y la autogestión.
LAS HAZAÑAS DE ROCAMBOLE
José Ricardo Cohen nació en 1943 y desde chico concilió actividades ordinarias con una curiosidad que lo llevaría demasiado lejos. Dice, calcula, que el primer dibujo lo hizo a los 2 años. La madre lo llevó luego a unos cursos para niños de entre 8 y 12 años que se daban en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de La Plata, y no paró. Hizo mil trabajos: de taxista a obrero en un frigorífico. A veces salía a la noche platense directamente después del trabajo. Así, con un espantoso y memorable olor a vaca, conoció a una teenager de su misma edad, una chica hermosa de campera de cuerpo negro, minifalda y botas llamada Carmen Castro. La legendaria Negra Poli. Llegaron a tener un noviazgo furtivo que mutó en una amistad de hierro, que perdura. La bohemia ocurría en la calle 51 entre 7 y 8, un centrito de bares con mesas afuera donde paraban prostitutas, músicos de jazz y muchachos con ínfulas de beatniks. Por ahí andaban el Mono y Poli. Frecuentaban disquerías y clubes de jazz, obras de teatro y ferias de La Plata y alrededores. Eran esponjas insaciables. Cohen devoró por esos años la biblioteca familiar, sobre todo la obra de Pierre Alexis Ponson du Terrail, el escritor francés autor de una serie de relatos conocidos como Las hazañas de Rocambole. La característica del personaje dio lugar al término rocambolesco. “La colección de libros era de mi viejo, y tenía el formato de un folletín donde cada capítulo terminaba en una secuencia de gran angustia que se resolvía al siguiente y que terminaba en otra circunstancia crítica”, recuerda Cohen. Cuando viajó a Brasil tuvo oportunidad de hacer unas historietas. “En Brasil hay un postre de pionono que llaman ‘rocambole’, muy rico. Cuando tuve que firmar esas historietas pensé en los tomos que había leído y en ese arrollado y me mandé como Rocambole. Me gustó el nombre, su cercanía sonora al rock and roll.”
En los años ’60 conoció a un variopinto grupo de estudiantes del interior y, entre rock, poesía, plástica y una antena psicodélica que sintonizaba con lo que estaba pasando en Londres y en San Francisco, se definió la primera experiencia comunitaria sólida y organizada del país bajo el paraguas La Cofradía de la Flor Solar. Desde las sombras, con su actitud serena y poco menos de 30 años (una edad considerable para chicos recién salidos del cascarón), fue un faro ideológico. Cuenta en el libro Miguel Cantilo, tal vez el músico que curtió más a fondo la filosofía hippie: “Representaba para quienes teníamos unos años menos una suerte de brújula estético-filosófica. Bajo su tutela (que no liderazgo) la Cofradía revistió un modelo contracultural que sólo quienes conocimos por dentro pudimos aprovechar como alimento”.
Las acciones de La Cofradía combinaban muchas de las líneas políticas que después aplicaron los Redondos. Empezó a haber una retroalimentación con lo que ocurría en Buenos Aires. Y se formó un sedimento intelectual que, a veces imperceptiblemente, conectaba a todos los jóvenes que se movilizaban al margen tanto del poder establecido como de las organizaciones de izquierda que empezaban a considerar la lucha armada como una posibilidad de cambio. Había un abismo. Como dijo después el Indio Solari: “Nosotros no queríamos tomar el poder, nosotros queríamos cambiar nuestras vidas”.
Cuenta en el libro Miguel Grinberg, poeta, periodista y por entonces director de la revista Eco Contemporáneo, que los “cófrades” leían con fruición: “A mediados de 1965, al 900 de la porteña calle Florida, surgió como baluarte el Instituto Di Tella, potente punto de referencia del Pop Art y de las experiencias audiovisuales experimentales. En múltiples barrios se formaban grupos musicales, en general de tendencia contestataria, en particular tras el golpe militar de junio de 1966 en la Argentina. Fue así que en una casona antigua de La Plata (41 y 13) se aglutinó una comunidad de artesanos, estudiantes de Bellas Artes, intelectuales y músicos, que pasaron a identificarse como Cofradía de la Flor Solar. Dos de sus integrantes, Isabel Vivanco (estudiante de escenografía) y Néstor Candi (baterista) comenzaron a frecuentar nuestro reducto de la Eco para invitarnos a conocer la experiencia alternativa en La Plata, donde teníamos otras amistades, como el grupo de amigos tandilenses del escritor polaco Witold Gombrowicz (en la casa del dibujante Mariano Betelú, en 11 Nº 88), y asimismo con el poético Grupo de Los Elefantes que integraban Lida Barragán, Omar Gancedo y Raúl Fortín. La universidad local consigna hoy que al iniciarse la década de los 60 los artistas de La Plata se sumergían en un clima de modernización y emergencia de nuevos lenguajes, de modo que junto con la aparición de grupos de músicos innovadores y teatro experimental, artistas plásticos y poetas abrieron rumbos para una década de renovación y experimentación en el arte”.
La primera tapa de un disco hecho por Rocambole fue el álbum debut de La Cofradía de la Flor Solar. En pocos años pasó de todo: Poli conoció a Skay, Skay se fascinó con La Cofradía, el Indio Solari conoció al hermano de Skay, Skay les puso música a las películas experimentales realizadas por su hermano y por el Indio, y por una cadena de causas y azares nació una banda de desharrapados hijos de ricos platenses, freaks, estudiantes y curiosos que llamaron Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. En el medio, como nexo y activista, se erigía gigante la figura de Rocambole. Dibujaba, leía y contaba, hacía artesanías, inventaba métodos caseros de proyección audiovisual para conciertos, conducía un programa en Radio Universidad titulado Cultura Rock, conversaba con protomontoneros y con beatniks y sentaba las bases de una tarea vital y cultural alucinante.
Tu trabajo con los Redonditos te dio visibilidad. ¿Sentís que conspiró contra la obra integral, que tapó otros aspectos?
–No. Para nada. Todo lo contrario, yo creo que de no haber tenido la suerte de conocer y trabajar con los Redonditos hubiese sentido otro ímpetu, menor. Hubiese dibujado, sí, porque dibujé antes y después de los Redondos, pero la posibilidad de que tu obra se difunda y conozca te da ganas de hacer más y más cosas.
¿Cómo te llevás con la Academia de Bellas Artes? Generalmente a los artistas que rompen límites y alcanzan cierta popularidad se los cuestiona.
–Yo soy un dibujante académico. Lo que hice fue, digamos, llevar la Academia al rock and roll. Hago Goya, y les muestro a Goya a los jóvenes ricoteros. Es una suerte de docencia. Con la Academia me llevo bien, con lo que no me relaciono es con el arte contemporáneo, con la vanguardia. Pero es así, el desarrollo del arte no se puede parar, como no se puede parar el progreso humano. La búsqueda de libertad no tiene frenos. Yo creo que la tumba del arte es su propia libertad. Es como el free jazz, que quedó colgado de los planetas. El rock and roll nunca dejó de agarrarse de la gente.
¿Cómo trabajabas las tapas de los discos de los Redonditos?
–Partíamos de la idea de que un disco no es un paquete de canciones. Es algo más. Quisimos hacer una expresión que incorporara más sentidos además del oído. Y llegamos a la conclusión de que lo visual no debe ser una interpretación de la música, ni la música una interpretación de lo visual, sino que la obra debe ser enriquecida desde diversos lugares. Nunca trabajé para ilustrar un tema, siempre hice un aporte de algo que faltaba. Por lo menos así lo consideraba yo.
Pero en algunas tapas se advierten interpretaciones de canciones, o de ideas que nutren canciones.
–Fue una creación colectiva. Por ahí el Indio –que era al que más le interesaba lo conceptual– venía con una idea. Bueno, Skay hacía lo suyo y yo me iba a casa y hacía lo mío. El desafío era agregar, completar el mensaje. No interpretar.
¿Cómo fue haber convivido tanto tiempo con alguien como el Indio, que tiene conocimiento de las disciplinas plásticas y que incluso se encargó del arte de su discografía solista? ¿Vos tenías un diálogo con él en ese sentido?
–No, no. Había un respeto mutuo. Yo reconocía las capacidades fantásticas que tiene el Indio para el manejo de la palabra, el manejo de los textos, el manejo de la poesía... Hablábamos mucho de muchas cosas, incluso de filosofía. Pero de artes plásticas no. Puede parecer curioso, pero ocurrió así.
Escribe la especialista en arte y diseño Natalia Famucchi: “Si no es que sus creaciones artísticas son una radiografía de lo que concibe su cabeza creando un mundo, entonces el mundo inventó un artista como Rocambole para que lo enuncie en función de una mirada socialmente cruda, hasta intimarnos y comprometernos ya no con ese mundo sino con una manera de verlo y enunciarlo. Sea que se trate de retratos, paisajes, acciones, seres fantásticos, escenas de muchedumbre o soledad, las imágenes de Rocambole me evocan la agonía y el ardor del siglo XX y revelan esa mirada azorada de igual modo ante el amor y el horror”.
Hay que remitir a afiches perdidos en la prehistoria para entender cuáles son las obsesiones de Ricardo Cohen. Entre el comic under estadounidense en el que reinó Robert Crumb y el estilo francés de Moebius, reconoce su origen en el arte popular. “Con Quique Peñas intentamos hacer una revista de historieta seria, adulta... Teníamos el nombre y todo: El garage. Justo cuando estábamos a punto de sacarla, salió Fierro. Y desistimos.”
Entiende su trayectoria de 50 años como una unidad, como un corpus orgánico que siempre giró en torno de tratar de responder la pregunta esencial: para qué dibujar. “No me quiero poner solemne, pero creo que lo que uno intenta es comprender el mundo. Y para comprenderlo lo representa. Horacio Quiroga decía que finalmente el artista lo único que hace es expresar las cosas que conmueven a cualquier persona: el amor, el odio, la muerte, la vida, el horror, la locura.”
Skay Beilinson lo define como un “experto rastreador del alma humana”. “El hace aparecer aquello que estaba oculto en las sombras”, escribe en el libro el guitarrista de los Redonditos, que delegó en Rocambole el arte de tapa de cada uno de sus cinco discos como solista. La sordidez de sus ilustraciones resulta ideal para la mitificación. El que se desmarca es el mismo Cohen: “Como cualquier persona, soy producto de todo lo que leí, de las películas que vi, de la música que escuché, de los amigos que tuve... Soy producto de los sueños, incluso. Se aprende a los golpes. Cuando era chico copié desaforadamente de las historietas, especialmente de Alberto Breccia. De más grande, a Francis Bacon, a Goya, a Carlos Alonso... Todos ellos me nutrieron”.
A los 71, ¿sentís que encontraste tu lenguaje?
–No, no lo encontré. Si tuviera diez vidas tampoco me alcanzaría para encontrarlo. Es que no sé cuál es mi lenguaje. Si alguien lo ve, por favor que me avise.
Se ríe Rocambole, un poco más allá de todo. Está curtido de la caravana de periodistas y aspirantes a periodistas que semana a semana lo consultan como a un oráculo sobre “la verdad de los Redonditos de Ricota”. No parece harto; más bien se lo ve como un maestro zen que todo lo comprende, siempre un poco de costado. “El día en que se filme la película de los Redonditos quiero que mi papel lo haga Sean Connery”, ironiza. La historia podría terminar describiendo a un chico que justo en ese momento pasa por el ventanal con una remera de Oktubre, con la imagen del famoso esclavo que se libera de sus cadenas o con la Catedral de La Plata en llamas. Pero eso no ocurre. Pululan bacanes de diferentes pelajes, oficinistas, señoras mayores sofocadas. Rocambole mira todo. Dice que en la facultad lo único que enseña es eso, a mirar. “Primero a mirar, después a ver”, dice. Mira al mozo. Lo ve. Y en un susurro pide: “Otra cerveza”.
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