LIBROS El más gigantesco y fabuloso animal de las profundidades marítimas, la ballena, se ha convertido a lo largo de los siglos en el símbolo más acabado del misterio, el silencio y la obsesión de sus perseguidores. Desde la Biblia a Moby Dick, de los relatos de viajes a las ciudades balleneras, a la información científica, el periodista británico Philip Hoare rastreó en Leviatán o la ballena todos los datos, anécdotas, documentos y lecturas que puedan ayudar a seguir la pista de una de las relaciones más antiguas y ambiguas del mundo, la del gran pez y los seres humanos.
› Por Fernando Bogado
Aunque por momentos lo olvidemos, la civilización occidental se posa sobre el lomo de una ballena. Y es raro que perdamos de vista este detalle: siempre que se trata de realizar alguna metáfora elegante acerca de nuestra existencia se recurre a animales terrestres o aéreos, y las pocas veces que encontramos símbolos referidos a animales marinos caemos siempre en el tiburón, el delfín o, si nos ponemos más quisquillosos, en alguno que otro pez genérico que se parece, a simple vista, a cualquier otro pez que existe en el mundo. Sin embargo, la ballena siempre ha ocupado esa especie de lugar silencioso y al mismo tiempo insoslayable en nuestra cultura. Desde la referencia bíblica al enorme Leviatán (que luego pasa como modelo del Estado moderno gracias a la capacidad simbólica de Thomas Hobbes), pasando por Jonás y sus tres días encerrado en el enorme vientre del animal, hasta llegar a una de las novelas que definen nuestra idea de lo que es la literatura, Moby Dick, la ballena siempre ha terminado como esa bestia descomunal que parece encerrar nuestra idea de lo vasta e insondable que es la naturaleza, como si nuestros miedos más primigenios pudieran ser condensados en una sola representación. Y, junto con el reservorio simbólico, también está el más abusivo, el real, con la historia vergonzante de su caza, la cual aseguró el proceso de industrialización del mundo moderno gracias al preciado aceite que iluminaba las ciudades, combustible que llegó a ser más importante que el oro durante la primera mitad del siglo XIX.
Philip Hoare es un periodista vinculado con el mundo del punk rock, y en Leviatán o la ballena repasó una cantidad de hechos puntuales relacionados con la historia del animal. El libro apareció en 2008 en Inglaterra y lo podemos conseguir aquí gracias a una reciente traducción (y mucho más reciente distribución). El libro mezcla en iguales proporciones apuntes biográficos, datos biológicos, estudios históricos, material fotográfico y fragmentos narrativos, todos géneros convocados para tratar de atrapar a la bestia o, mejor, para retratar una fascinación que cualquier lector termina compartiendo luego de atravesar las primeras páginas.
La historia de la ballena es la historia de su caza, más estrictamente, la historia de su muerte y posible extinción. Hoare señala muy bien que el siglo que comenzó llevando a la desaparición al animal es el mismo siglo que hoy trata de preservarlo, como si el cambio histórico siguiera la misma lógica de las mareas. La captura de la ballena existe desde hace muchos años, claro, pero llegó a un punto de (horrible) perfeccionamiento debido a circunstancias económicas no tan recordadas como se debiera. El cachalote, especie de ballena que aparece en nuestras cabezas, en nuestros dibujos o representaciones de lo que una ballena debería ser, fue un animal cazado con el objetivo de obtener de él el llamado “esperma” o aceite, un fluido viscoso, ceroso, ubicado en las cavidades del cráneo del animal, materia prima que, refinada, podía utilizarse como aceite para faroles, como cera para velas o como base principal de algunos productos de maquillaje. Por su color blanquecino y su consistencia, fue comparado con el esperma de los mamíferos que andan por la superficie, pero las razones estrictas de la presencia de este extraño componente en la cabeza del animal son desconocidas hasta el día de hoy. Algunos biólogos le adjudican una función en el sonar que el cachalote utiliza para percibir los animales y objetos en las profundidades más oscuras de los océanos, otros lo consideran parte de un complejo dispositivo de inmersión y flotación.
En 1758, Carlos Linneo, el famoso zoólogo sueco, padre de la taxonomía, bautizó al animal como Physeter macrocephalus, proveniente de una familia que evolucionó tal como la conocemos hoy, hace veintitrés millones de años. Mucho más grande que cualquiera de los dinosaurios, el tamaño del macho puede llegar hasta los 20 metros y medio de largo. Hoy en día vemos a este animal como una suerte de criatura inocente y benevolente, olvidando el hecho de que es el mayor carnívoro conocido en nuestros días, un ser que se alimenta de las criaturas de las profundidades, como los calamares, cuyos restos se han encontrado en los estómagos de varias ballenas, muchas veces mal digeridos. Y es que un cachalote cazado y arponeado tiene, como primera reacción, un involuntario vómito que libera tentáculos y picos de calamar de su estómago a la inmensidad.
Las referencias sexuales que la Sperm Whale (así el nombre inglés del cachalote, “ballena de esperma”) han suscitado son varias: este animal aparece siempre representado como símbolo de virilidad en varios grabados de siglos pasados y, hasta en la actualidad, su sola mención indica la presencia de una fuerza avasallante y digna de tenerse en cuenta. Esta relación entre la potencia (sexual) de la bestia y la posesión de un determinado poder social, humano, llega hasta nuestros días: el propio John F. Kennedy era fanático de los scrimshaw, dibujos hechos con agujas y ceniza en la superficie de los dientes de las ballenas cazadas. A bordo de los balleneros, eran la excusa perfecta para evitar dejarse comer por el tedio que acompaña a toda captura del cachalote, a la espera del momento de arponear a la bestia. Poder y muerte en partes iguales parecen quedar tatuados en la superficie de cada una de estas intrigantes piezas de decoración, joyería de un tiempo a la vez brutal y seminal de nuestro propio mundo, el tiempo de las revoluciones industriales y la depredación irreflexiva de la naturaleza. Poder y muerte: según cuentan, en 1963, la primera dama de Estados Unidos, Jackie Kennedy, encargó un scrimshaw para regalárselo a su marido. JFK nunca pudo recibir ese regalo en vida. En el funeral, la viuda colocó el frustrado presente de Navidad en el ataúd: un diente de ballena con el sello presidencial, brillante, sobre la tumba de una de las figuras de poder más recordadas en la historia.
Si se piensa en una ballena, se piensa en Moby Dick, es inevitable. Philip Hoare parte del relato de Herman Melville para estructurar todo su libro, siguiendo la lógica de los capítulos de la novela y de su narrador, Ismael, convertido en Leviatán o la ballena, en una suerte de Virgilio que va guiando la pluma de este Dante ballenero. Y para hablar de la novela hay que entender al hombre, quien también se tuvo que enfrentar, como Ahab, a las vicisitudes del mundo marino, a la maldad encarnada de ese mundo en la blancura infinita de la bestia.
Herman Melville nació en Nueva York en 1819 y, a sus doce años, abandonó una relativamente acomodada posición de clase media para trabajar y ayudar a su madre en el mantenimiento de la casa y del bienestar de sus otros siete hermanos, luego de que su padre Allan falleciera de unas extrañas fiebres a los 48 años de edad. Los primeros trabajos de Melville estuvieron vinculados con las labores intelectuales: intentó ser maestro, trabajó en un banco e incluso buscó entrar como pasante de un abogado, función en la que el futuro autor de “Bartleby, el escribiente” fue rechazado debido a que no se le entendía la letra. Pero todo esto quedaría atrás en 1839, cuando zarpó en la embarcación St. Lawrence con rumbo a Lancashire, transportando un cargamento de algodón. Rechazado por el resto de los marineros debido a sus modales burgueses, Melville encontró de pronto un mundo solitario en el que podía volcarse a la aventura: el mundo de los mares. Un año después, en 1840, formaría parte de la tripulación del barco Acushnet, un ballenero, embarcación que serviría luego de modelo para el navío Pequod, capitaneado por el obsesivo Ahab. El barco partiría en diciembre de ese año y Melville no volvería a pisar su país hasta casi cuatro años después, luego de desertar del Acushnet en 1842, en las islas Marquesas, vivir un tiempo entre los caníbales de Nuku Hiva, subirse a otros balleneros, ser acusado de motín y enlistarse, finalmente, como marinero raso en la fragata “United States” que, en uno de esos curiosos chistes del destino, lo llevó finalmente a su patria en 1844.
La vida literaria de Melville comienza por una cuestión de supervivencia: luego de sus viajes, sin ningún trabajo fijo, nota cómo todo el mundo se interesa por el relato de sus aventuras a bordo de numerosos barcos. Publica en 1846 Typee, una novela de aventuras que relata sus días entre los caníbales, y obtiene pronto una fama instantánea como “el hombre que vivió entre los salvajes”. Luego de otros libros que tuvieron una suerte irregular, Melville encara la tarea de escribir una novela que cuente la vida en un ballenero, texto que al principio, según el propio autor, tenía un carácter mucho más cercano a la crónica y que cumplía con el objetivo de darle el dinero suficiente para seguir viviendo como escritor y poder así mantener a su flamante familia (Melville contraería matrimonio con Elizabeth Shaw en 1847).
¿Qué pasaría con esa primera versión y el resultado final? El encuentro y la formación de una profunda amistad con Nathaniel Hawthorne cambiaría el planteo del libro. Junto a los datos que estuvo recopilando de diversos relatos de balleneros, recaló en la lectura de Frankenstein de Mary Shelley, La anatomía de la melancolía de Robert Burton, algunos trabajos de Emerson (y su idea de un dios encarnado en la naturaleza) y la obra de Hawthorne, quien en 1850 ya había sacado su libro más importante, La letra escarlata. El espíritu romántico de este autor, su tendencia a la analogía, dejaría tal impresión en Melville que transformó a su ballena en metáfora de todo eso: horror, melancolía, divinidad. Sin embargo, Melville sería recordado en vida como el autor de Typee. Debieron pasar años para que su trabajo se convirtiera en el pináculo del romanticismo norteamericano, en una obra que traspasó su tiempo y que en la actualidad sigue siendo materia de estudios, interpretaciones y, sobre todo, nuevos y apasionados lectores. En 2012, el propio Hoare llevaría esta fascinación por la obra de Melville a otro nivel cuando convenció a diferentes artistas de la escena inglesa (como Stephen Fry o Tilda Swinton) de participar en una versión en audiolibro del texto, la cual puede escucharse gratis en la página www.mobydickbigread.com.
Philip Hoare ha logrado en Leviatán o la ballena un libro atrapante que puede ser leído como muchas cosas, pero que en ningún momento renuncia a la fascinación tanto por el animal como por la obra de Melville. Entre esos dos extremos se despliega un ensayo que va engarzando, como cuentas en un collar, anécdotas, relatos de viaje, dura información científica e, incluso, interpretaciones personales de escenas de la vida de Melville o de la novela que escribió (como, por ejemplo, las muchas partes en donde el autor de Moby Dick hace resonantes alabanzas a la vida entre hombres de cualquier marinero). Los momentos narrativos del texto, en donde el autor cuenta sus viajes a diferentes ciudades balleneras, o en donde recoge el contacto con la tan anhelada bestia, transforman la caza del siglo XIX en la expectación cuidadosa del hombre del siglo XXI, quien reemplaza el fatídico arpón por la cámara fotográfica, mucho más amable. Esta insistencia de la primera persona de la obra de Hoare, de los nombres de sus protagonistas, de los registros del animal, sólo muestran que, en alguna medida, anida en cada escritor un Ahab que ve a su objeto de deseo deambulando alrededor de él, esa bestia gigante y blanca sobre la que se ha escrito, como en sus dientes, como en los muchos libros que la han tenido como tema, la forma de la pasión humana.
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