MUSICA Después de la monumental experiencia de Biophilia, un disco que sobre todo era un proyecto tecnológico, visual, musical y hasta educativo, Björk sufrió un impacto personal: se separó de Matthew Barney, el artista que había sido su pareja durante más de una década, a quien conoció durante el rodaje de Bailarina en la oscuridad. De ese dolor sale Vulnicura, su nuevo y terriblemente triste disco que se filtró online antes del lanzamiento oficial, algo que a ella no le molestó porque quería “sacárselo de encima”. Desolador y elegante, Vulnicura encuentra a Björk más vulnerable que nunca, expuesta hasta desconocer el pudor, siempre conservando la belleza de las canciones y de su voz ancestral.
› Por Micaela Ortelli
Puede que el comienzo de Vulnicura, el último disco de Björk, sea uno de los más tristes de los que se tenga memoria. Duelen hasta las lágrimas los primeros segundos de “Stonemilker”, los violines abriendo paso como cuchillas a la voz, que penetra inevitablemente en la herida: “Son tan pocos los momentos de claridad, mejor que documente esto”, dice en su inglés escandinavo tan familiar a esta altura. En la línea de tiempo del álbum –donde el punto de referencia es la separación de Björk y el artista visual Matthew Barney–, esta canción está ubicada nueve meses antes. “Lo que importa es quién tiene el corazón abierto y quién ha coagulado, quién puede compartir y quién se ha cerrado a todas las posibilidades. Quiero sincronizar nuestros sentimientos”, canta tan lento como es posible sobre un beat lejano. Cinco meses antes en la línea de tiempo, el de “Lionsong” es el momento de la amarga urgencia por escuchar lo que se teme: “Tal vez salga de esto queriéndome, tal vez no. De alguna manera no me preocupa demasiado. Sólo me gustaría saber”. “History of Touches” –tres meses antes de la separación– es el recuerdo del amor entre una lacerante austeridad instrumental: “Te despierto en la noche sintiendo que es el último tiempo juntos, y por eso, sintiendo todos los momentos que pasamos, estando acá al mismo tiempo”.
Björk y Barney se separaron en algún momento entre la segunda mitad de 2013 y la primera de 2014. Lo primero se deduce de una entrevista que dio él a The Telegraph; en julio de aquel año, aparentemente, todavía vivían juntos. Barney –americano, 47 años, filosos ojos celestes, ex modelo de Ralph Lauren– es un artista extrañísimo (cineasta, escultor, pintor, fotógrafo), tanto que, indagando apenas en su obra –con temáticas que van del cosmos a la mitología celta y egipcia, pasando por la cultura pop hasta el sexo y la anatomía humana–, se puede estimar que formaron una pareja armoniosa: asombrosamente inteligentes y creativos los dos. Es llamativo que en más de una década de relación hayan trabajado juntos sólo una vez: Björk (Reikiavik, Islandia, 1965) compuso el soundtrack y actuó en Drawing Restraint 9 (2005), obra difícil que incluye instalaciones y dibujos y pertenece a la serie The Drawing Restraint, que Barney arrancó cuando todavía estudiaba en Yale. Quien sobreviva más de dos horas mirando el film –situado a bordo de un barco ballenero japonés– verá a Barney y Björk –que fueron invitados a la ceremonia del té– dándose un beso verdadero y rebanándose las piernas, uno a la vez, en una habitación que se inundó. Por lo demás, la hija que tuvieron –Isadora, de once años– es la única otra manifestación pública de esta pareja, de la que se desconoce toda intimidad.
La cuarta canción de Vulnicura (que significa “la cura de las heridas” en griego) es “Black Lake”, ubicada dos meses después de la separación. “Tenés miedo de mis emociones ilimitadas, estoy aburrida de tus obsesiones apocalípticas. ¿Te amé demasiado? Por devoción terminé doblada y rota, así que me rebelé y destrocé el icono”, canta en carne viva y el beat acelera como los latidos de alguien que se emocionó, pero a los pocos segundos la canción retoma su abatimiento hasta superar los diez minutos de duración: “Lo hice por amor, honré mis sentimientos; vos traicionaste tu propio corazón, corrompiste ese órgano. La familia fue siempre nuestra sagrada misión, y vos la abandonaste. No tenés nada para dar, tenés el corazón vacío”. Seis meses después, “Family” –helada y discordante– asume el fracaso más típico y personal, el del proyecto de familia trunco: “¿Hay algún lugar donde pueda dar mis condolencias por la muerte de mi familia? ¿A dónde voy a hacer una ofrenda, a llorar nuestro triángulo milagroso: padre, madre, hija?”. Al final, sin embargo, es como si Björk finalmente hubiera alcanzado la otra punta de aquel lago negro: “Levanté un monumento de amor, hay un enjambre de sonido alrededor de nuestras cabezas y podemos escucharlo, y nos puede curar, nos aliviará el dolor, nos hará parte de este universo de soluciones”. Pasados once meses de la separación, “Notget” –más fuerte y terrenal– cambia el ánimo del disco: “En algún momento dejaste de amarme y yo ni siquiera me di cuenta, porque nuestro amor me mantenía a salvo de la muerte. Si me arrepiento de nosotros, no voy a dejar crecer mi alma. No me quites el dolor, es mi oportunidad de sanar”.
Vulnicura se filtró hace dos semanas, días después de que Björk anunciara por Facebook su lanzamiento en marzo. Ella no se amargó: en el fondo quería sacárselo de encima cuanto antes. Después de un proyecto de la majestuosidad de Biophilia (2011) –cada tema tiene una aplicación, se construyeron instrumentos que emulan sonidos de la naturaleza, quiere servir como método de enseñanza de música–, Vulnicura se armó relativamente rápido y con pocos involucrados. El principal fue el joven productor venezolano Arca (Kanye West); gracias a él –contó Björk en una entrevista con Pitchfork, donde se quiebra en más de una ocasión– fue un disco divertido de hacer, a pesar de la dolorosa temática: “Es difícil hablar de eso. Es imposible. Nunca había escrito letras así, tan adolescentes, tan simples. Las escribí muy rápido, pero también les dediqué mucho tiempo para que quedaran bien. Es que hay tantas canciones de desamor en el mundo... Porque la música es el mejor medio para expresar algo así”.
A fines de los ‘90, Björk trabajaba en el personaje y la banda sonora de Dancer in the Dark (2000), el oscurísimo musical de Lars von Trier donde interpreta a Selma, una inmigrante checa en Washington que trabaja en una fábrica y ahorra para que su hijo se opere de la vista y pueda prevenir la enfermedad que heredó de ella, que la está dejando ciega sin que nadie lo sepa. Según el director, ella no sabía despegarse del personaje y sufría de verdad; según Björk, Von Trier era cruel y manipulador; lo que se sabe es que durante la filmación estuvieron en guerra. En ese contexto comenzó la relación con Matthew Barney y el proceso de creación de Vespertine (2001), su cuarto disco (sin contar el de covers que grabó a los once años y los tres de la banda de rock que tuvo en los ‘80, The Sugarcubes). Vespertine –que curiosamente también se filtró en su momento– es un disco minucioso, hecho de sonidos ínfimos que fue coleccionando durante años (cada canción tiene entre 40 y 120 fragmentos) e instrumentos que sonaran bien cuando el disco se descargara en MP3 (arpa, celesta, clavicordio y otras maravillas). Allí aparece la monumental “Pagan Poetry”, la del video donde canta feliz con un vestido de novia de Alexander McQueen sin tela en el torso. En su lugar, Björk lleva un largo collar de perlas pequeñas, en partes cosidas a la propia piel, y se acongoja cuando repite “lo amo, lo amo, lo amo”, y vuelve a iluminar esos insólitos ojos asiáticos al decir “él me hace dar ganas de entregarme”.
En algún momento, las canciones de Björk fueron reconocibles. Coincidió con la época de gloria de MTV y la genialidad de los directores de sus videos. Nunca jamás alguien podrá olvidar el de “Bachelorette” –la chica que encuentra un libro que se escribe solo y cuenta su historia a medida que la vive– del siempre inquietante Michel Gondry. O el de la enloquecida “I Miss You”, animado por John Kricfalusi, el creador de Ren & Stimpy. Con una cámara de visión nocturna, Spike Jonze la dirigió en “It’s in Our Hands” (embarazada de Isadora, alterada como para parecer de miniatura en un jardín). Ése es el único single de su Greatest Hits (2002), que abarcó Debut (1993), Post (1995), Homogenic (1997) y Vespertine, con un tracklist elegido por votación de sus fans. En ese disco están todas las canciones que nos hicieron quererla, algunas más amorfas que otras –la mística “Jóga” frente a la dulce “Venus as a Boy”, por ejemplo–, estremecedoras como “Hyper Ballad”, donde interpreta a una mujer que vive con su marido en una montaña y todos los días antes de que él despierte se levanta, camina hacia el precipicio y arroja cosas al vacío: botellas, cubiertos, lo que encuentra, “así me puedo sentir feliz de estar a salvo acá con vos”, canta al volver a la cama. Y a quién no sedujo la estupenda “Human Behaviour”: “No hay un mapa del comportamiento humano. Están malhumorados, al rato felices, pero involucrarse en el intercambio de emociones humanas es tan satisfactorio”. A través de The Guardian, que organizó una entrevista en vivo cuando salió Biophilia, un fan le preguntó por esta letra y ella contó que se refería a su infancia, cuando se sentía más cómoda cantando sola que entre humanos adultos. Se sabe que así empezó a entrenar su voz ancestral: en Islandia, y también en Reikiavik –ciudad pulcra de casas blancas con techos a dos aguas de colores–, la naturaleza se manifiesta con extremismos como volcanes, icebergs, tormentas de nieve y ausencia de árboles; en ese entorno cantaba durante 40 minutos hasta llegar a la escuela.
Hay una Björk suspendida en ese eterno Greatest Hits –un mapeo de todos sus costados en conflicto, cree ella–; lo que vino después fue más distante: en Medulla (2004), la voz es el principal instrumento (coros, beatboxer, trombón humano, hacen su aporte), apenas hay algún sintetizador; Volta (2007), al revés, es lo más rítmico que haya dado, pero demasiado incomprensible, y tampoco tiene hits. De ambos se recuerdan “Oceania”, que cantó en las Olimpíadas de 2004, y “Declare Independence”, el cierre del show de Biophilia, que algunos tuvieron la dicha de ver en Buenos Aires (suspendió dos fechas por un nódulo en la garganta). De ese disco –con el que resulta difícil vincularse fuera de un contexto visual–- resuena la bellísima “Crystalline”, con las milagrosas performances de las Graduale Nobili (Björk trabaja con los mejores coros del mundo) y una celesta modificada para parecer un xilofón, que se opera a distancia a través de iPad o controlador MIDI. “Cuando hice las entrevistas por Biophilia, podía hablar horas de tecnología, educación, ciencia, instrumentos, péndulos y todas las cosas que hicimos. Pero ahora no puedo poner nada de eso por encima, porque este disco tiene que ser lo que es. Y no puedo hablar de ello”, sigue en la entrevista con Pitchfork a propósito de Vulnicura.
El resto del disco –que cada cual sabrá en qué momento escuchar: hay que someterse más bien– no tiene referencias temporales. “Atom Dance” –con la participación de Antony Hegarty– es una canción que, de haber tocado allí Zeena Parkins (la increíble arpista que la acompañó en Vespertine, Drawing Restraint 9 y Biophilia; evidentemente la principal ausente) sería luminosa; y la letra es más abstracta, más Björk: “Estoy afinando mi alma a la onda universal. Nadie ama solo, propongo una danza átomo”. “Mouth Mantra” es pura tensión y no repite una línea: “Estaba atragantada, tenía la boca cosida, no me dejaban hacer ruido, no me escuchaban”, arranca. Vulnicura termina con “Quicksand”, melancólica, pero encendida: “Cada vez que te das por vencido, nos quitas nuestro futuro, y mi continuidad y la de mi hija, y la de sus hijas y la de sus hijas”, son las últimas palabras.
“Es tan milagroso lo que puede hacer la música por uno cuando estás mal de verdad; es lo único que te puede salvar. Ninguna otra cosa lo va a hacer”, dice en la misma entrevista. En 1996 –sellada para siempre su popularidad en Occidente–, a Björk la quiso matar un fan. Ricardo López era uruguayo de nacimiento, vivía en Miami y trabajaba en una empresa de control de plagas; tenía 21 años y baja autoestima. Enloquecido porque Björk había empezado a salir con un hombre negro (el músico Goldie), se propuso armar una bomba de ácido sulfúrico que le enviaría –disfrazada de libro– a Londres, donde ella estaba radicada desde 1993 (ahora vive en Nueva York). Se filmó durante todo el proceso; horas después de mandarla (la interceptó Scotland Yard), se pegó un tiro delante de cámara. “Todos dicen que no puedo amar a alguien que no conozco, que el amor es esto o aquello. ¿Saben lo que es el amor? El amor es un químico, una sustancia biológica en nuestros cerebros que se libera a través de los neurotransmisores. Es un químico llamado oxitocina; eso es el verdadero amor: la oxitocina. La oxitocina es lo que mantiene unidas a las familias”, dice mirando un punto fuera de cuadro, gordo y semidesnudo en una habitación patética (ver en YouTube “The Video Diary of Ricardo López”). A Björk la afectó mucho el episodio. Cuando se enteró de todo, mandó flores a la familia de López y se mudó a Málaga, donde grabó Homogenic, un disco más sombrío que Debut y Post –marcados por la explosión de las escenas dance y trip hop de Londres–, que también resultó terapéutico. “La música te salva, de verdad”, dice ahora a Pitchfork: “Espero que el disco documente ese proceso. Al final fue una liberación, terminó siendo un proceso de sanación, así fue como lo experimenté”.
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