Dom 19.04.2015
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EL OTRO, EL MISMO

CINE La nueva adaptación de una novela de Patricia Highsmith, que se estrena la semana que viene, vuelve a poner en pantalla el fascinante universo ambiguo de la autora, donde nada es lo que parece y todo el mundo tiene más de dos caras, con frecuencia detrás de una fachada de éxito y satisfacción que esconde miserias, crímenes y soledades. De amor y dinero (basada en Las dos caras de enero), con Viggo Mortensen, Kirsten Dunst y Oscar Isaac, se trata de un triángulo amoroso recargado de tensión homoerótica y pequeñas estafas que transcurre durante unas doradas vacaciones griegas que, pronto, se volverán paranoicas, claustrofóbicas, llenas del perfume de la decadencia.

› Por Paula Vazquez Prieto

Todo comienza una madrugada de principios de enero en la Grecia de los ‘60. Las ruinas se erigen a orillas del agua cristalina y azulada del Egeo mientras los destinos de tres ocasionales habitantes se cruzan de manera fortuita. Una pareja de turistas estadounidenses, Chester McFarland (Viggo Mortensen) y su joven esposa Colette (Kirsten Dunst), pasean por la soleada Acrópolis cuando perciben la presencia de un observador, de alguien que, en silencio, los mira desde lejos. Para noso-tros ya es conocido: sabemos que es un guía turístico, también de origen americano, que sabe de memoria la historia de la vieja civilización helénica, de sus dioses y su pasado ancestral, y la narra con una cadencia singular a un grupo de visitantes que deambula entre las grietas del Partenón. En un instante de recogimiento lo vemos sentado al pie de un árbol, mientras estudia ensimismado una carta y una vieja fotografía. De pronto levanta la vista y la imagen de Chester, enfundado en su impecable traje blanco, evoca el rostro de su padre muerto que asoma en la postal que sostiene entre sus manos. Rydal (Oscar Isaac), anclado en Atenas hace varios años, enemistado con el recuerdo de su padre y el peso de esa ausencia, fascinado por la apostura de Chester y la risa contagiosa de Colette, vista y oída a la distancia, será el tercer eslabón en una cadena de accidentes y equívocos, de culpas y muertes desesperadas, construida minuciosamente por la mente de la gran escritora Patricia Highsmith en su novela Las dos caras de enero, de 1961.

De amor y dinero, así se llama la adaptación en el título local, la ópera prima del guionista y ahora director, nacido en Irán pero criado en Gran Bretaña, Hossein Amini –autor de los guiones de Drive, Blancanieves y el cazador, 47 Ronin: La leyenda del samurai– es la adaptación cinematográfica de ese relato, la puesta en imágenes de ese tenso universo de dualidades y caminos encontrados en los que el azar, como una combinación perfecta entre inocencia y perversidad, sitúa a sus criaturas a merced de sus instintos más amorales. La sombra que Chester proyecta en su serena caminata por la vieja capital de la Antigüedad anuncia una inteligencia agazapada, oculta en los pliegues de una conciencia lúcida para los engaños y los negocios turbios, y esa inquietud que lentamente inunda el clima de la película emana del distanciamiento que siempre define a los personajes de Highsmith, oblicuos y misteriosos, grandes ausentes de la revelación. Su sistemática elección del relato en tercera persona elude cualquier posible identificación con la voz del narrador y torna impredecible el devenir de sus elecciones y disyuntivas: desde el perverso Tom Ripley de El talentoso señor Ripley (novela de 1955, adaptada por René Clement en 1960 y por Anthony Minghella en 1999) hasta el torpe Walter Stackhouse de El cuchillo (novela de 1954, adaptada al cine por Claude Autant-Lara en 1963) cada uno de sus personajes representa una variación del enigma. ¿Qué es lo que quieren? ¿Qué motiva esos impulsos febriles que muchas veces sellan su suerte para siempre? Hasta Therese en su novela lésbica Carol (1951), donde no hay crimen ni muerte aparente, es opaca y elusiva, sus sentimientos se intuyen pero no se dicen, ese espectro fugaz que revela su verdad sólo de a ratos la torna tan ambigua e indescifrable como el eco de la turbulencia que vive en su interior.

En De amor y dinero, el esplendor de los exteriores, bañados con la luz solar y poblados de vestimentas claras y floreadas, se contrapone con el encierro de los espacios interiores, inmersos en cierta pesadez mediterránea, circunscriptos a viejas habitaciones de paredes raídas y grisáceas, a los laberínticos recovecos de una Grecia nocturna y pegajosa. El vínculo casual que se teje sutilmente entre la pareja de Chester y Colette y el tercero en discordia, punto neurálgico de ese círculo inquebrantable de dependencia en el que se verán atrapados, deviene en un terso rompecabezas, en el que cada pieza se suma con precisión, siguiendo un ritmo pausado pero agobiante. La adaptación de Amini –que demoró cuatro años desde su concepción hasta su concreción final– es atenta a los detalles, a los gestos imperceptibles que denotan la ansiedad de Chester, el deseo incipiente en la mirada de Rydal, las dudas en la convicción aparente de Colette. Todo es cuestión de toma y daca, de poner en escena una subterránea y permanente negociación entre el egoísmo y la entrega, que nunca termina de satisfacer a sus participantes. Viggo Mortensen es el rostro de un Chester seguro de sí mismo y de la vida que ha conseguido, que paulatinamente ve minado ese proyecto de estancia licenciosa por una Europa del despilfarro y la buena vida. Su horizonte de seguridad y displicencia se congestiona con la aparición de un investigador privado que viene a poner en jaque ese confort vigente, y la intromisión del joven Rydal, con su sensualidad de protohippie trotamundos, terminará de agriar su futuro.

Como en toda novela de Patricia Highsmith, nadie es quien aparenta ser. No lo era Ripley en su itinerario de muerte y sustitución en plena Europa de posguerra, con su semblante refinado y su intelecto exquisito, capaz de las más inquietantes atrocidades bajo la apariencia de un comportamiento seductor y atildado. No lo era tampoco Carol, presa de un matrimonio por conveniencia con un hombre mayor y autoritario, cuyo encuentro con Therese desnuda la hipocresía de su vida y la verdad de su deseo. Ni tampoco Vic en Mar de fondo (1957, adaptación de Michel Deville en 1981, con Isabelle Huppert), hombre callado y buen vecino, atormentado en silencio por las infidelidades de su esposa Melinda, capaz de hacer realidad la fantasía del crimen ante el tormento al que lo someten las habladurías. En esa resistencia a ser lo que uno parece, sus personajes esconden sus densas oscuridades bajo las máscaras más afables e inofensivas. Las intenciones de Rydal son siempre ambiguas, aún más en la novela que en la película. En Las dos caras de enero, el texto de Highsmith, la complicidad de Rydal aparece en la escena del crimen y su participación efectiva, contribuyendo al ocultamiento de un cadáver primero y a la fuga después, es tan intrigante para el lector como para Chester y Colette. En la película, en cambio, hay un encuentro previo: las miradas cruzadas en la antigua polis terminan en un paseo por el mercado y una cena en un elegante restaurante. Sin embargo hay algo que no cierra. ¿Por qué los ayuda? Es obvia la atracción que surge entre Rydal y Colette, pero la verdadera ingeniería del relato está en el lazo que une a los dos hombres, mezcla de atracción y violencia, en el que la diferencia generacional los reubica en el rol de padre e hijo, exponentes de miradas opuestas frente al mundo que perdieron con la guerra y el nuevo que se avecina.

Las historias de Patricia Highsmith se construyen a partir de la dinámica de pares opuestos y complementarios, hombres y mujeres que lidian con su propio doppelganger en el que ven materializarse sus mejores anhelos y sus peores pesadillas. En Un juego para los vivos (1958) dos hombres comparten una mujer que aparece asesinada; Ramón y Theodore no pueden ser más diferentes en apariencia: uno es de origen humilde, orgulloso y temperamental; el otro tiene un buen pasar, es cultivado pero abúlico y descreído. Los dos tienen motivos para el crimen, para el amor, para esa amistad cargada de una tensión homoerótica que trasciende el vértice del triángulo en el que se debaten, poniendo a prueba lealtades y obediencias. Cuando Philip Carter sale de la cárcel en La celda de cristal (1964, adaptada por el alemán Hans W. Geißendörfer en 1978) sólo lo hará para descubrir que alguien ha ocupado su lugar: preso por un crimen que no cometió, su pesadilla se hace más turbia e indefinida en el afuera donde las reglas son tácitas e intuidas y las segundas oportunidades son vacuas promesas que se esfuman en el aire. David Sullivan no sólo ha enamorado a su mujer sino que le recuerda con su sola presencia lo que nunca va a ser, ese hombre probo y bien visto, sereno e integrado a un mundo que a él le cierra las puertas en la cara.

Prisionero de sus propios demonios, de esa espiral de mala fortuna de la que no puede librarse, Chester se repliega en su propia paranoia, en ese duelo secreto que libra con su propia obsesión por la pérdida, por el fracaso, por la ausencia de toda redención. Oscar Isaac –que había sorprendido en su gran interpretación en Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común de los hermanos Coen– dota de cierto patetismo a ese Rydal diletante y oportunista, seductor de jóvenes desprevenidas, estafador en ciernes cuya cobardía y mediocridad alimentan su ambigua admiración por Chester y el arrebato de la mujer que los enfrenta. Al igual que en Ese dulce mal (1960, adaptada en 1977 por Claude Miller con Gérard Depardieu), el entorno se va configurando de acuerdo con el devenir de sus personajes: allí un químico con una carrera ejemplar, admirado por quienes lo conocen y respetan, siente en su interior una pasión desmedida y absurda que enrarece su entorno haciéndolo permeable a la hostilidad que emana de sus deseos frustrados. Amini se las arregla para concretar ese escenario mitológico que describe la pluma de Highsmith en Las dos caras de enero en las tonalidades áridas y anaranjadas en las que se confunde el perfil de Kirsten Dunst, en la nocturnidad de las catacumbas, en las ferias plagadas de sudorosos vendedores y comerciantes.

Patricia Highsmith tiene el mérito de haber creado un universo de una ambigüedad fascinante, en el que la oscuridad se revela implacable, con criaturas que habitan esas tinieblas en las que todo ejercicio moral se encuentra de frente con sus desafíos más impensados. Eternas luchas internas, plagadas de giros inusuales y sortilegios diversos, en las que el dinero y la ambición son amos de un mundo donde las grandes acciones encuentran su reflejo en las bajezas más humanas. Llevada al cine en numerosas ocasiones, desde la famosa Extraños en un tren de Alfred Hitchcock (1951, con guión adaptado por Raymond Chandler), pasando por El grito de la lechuza de Claude Chabrol (1987) y El amigo americano de Wim Wenders (1977), hasta la aún no estrenada Carol que Todd Haynes (Velvet Goldmine, Lejos del Paraíso, I’m Not There) presentará en el próximo Cannes, De amor y dinero de Hossien Amini nos recuerda por qué siempre estamos a su merced. En la vieja Atenas, cuna de la gloria y la decadencia, donde cada paso recuerda lo perdido, donde cada escombro anuncia lo intangible del horizonte, hace su aparición la lucha más amarga, la que siempre se tiene con uno mismo.

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