Cuando realizó su primera muestra individual, en 1989, bajo el título de “Arte decorativo argentino: joven exponente”, algunos podrían haber pensado en una obra liviana, un tanto superficial, pero a pesar de las apariencias, Sergio Avello empezaba a renovar la escena de arte local, no sólo en sus pinturas e instalaciones, sino también por su presencia física, un dandy callejero que conectaba con la música como DJ y anfitrión de las Fiestas Nómades que pronto se multiplicarían por los barrios de la ciudad. Nacido en Mar del Plata en 1964, Avello murió en Buenos Aires en mayo de 2010. Ahora, un libro que lleva su nombre, Avello (Deriva), reconstruye su itinerario con fotos y textos, y muy especialmente en el relato coral de quienes lo conocieron y trataron entre galerías de arte, departamentos y casas por las que rotaba ligero de equipaje y noches interminables del under porteño.
› Por María Gainza
A los diecisiete años, Sergio Avello daba clases a los chicos de su barrio en Mar del Plata. Un día los llevó a la plaza y les dio témperas y órdenes precisas: tenían que pintar todo el pedestal del Monumento a Moreno en líneas paralelas, como un arcoiris. Fue su primera obra geométrica, un Avello antes de Avello, una abstracción refrescante en un monumento abandonado. Los vecinos, horrorizados, lo vieron como una burla a los Padres de la Patria. Sólo unos pocos quedaron maravillados: había que ver cómo aquellas líneas tan simples resucitaban un símbolo agonizante, hasta que llegó la Municipalidad y la mandó limpiar.
Para entonces la gran preocupación de Avello era cómo hacer dedo para llegar a Buenos Aires. El primer auto que lo levantó, a fines de 1983, lo dejó en La Zona, un sótano decrépito en la calle Riobamba 959 que había alquilado el pintor Rafael Bueno y que funcionaba a la vez como taller, sala de exposiciones y de teatro under. Así fue como Avello se infiltró entre “los cancheros”, léase: Prior, Garófalo, Reyna, Marrone y Harte. Pero mientras ellos hacían sus cuadros enormes, pintura de machos, puro borrón y sufrimiento, Sergio hacía la suya: papelitos geométricos y chispeantes, alejados expresamente de toda intensidad. En el grupo de los intensos, Avello era el relajado; en esa banda de pintores cabríos, él era el pibe que ponía música.
Su primera muestra individual, “Arte decorativo argentino: joven exponente”, fue en 1989, en la Galería Adriana Rosenberg: ochenta pinturas de pequeño formato con reminiscencias japonesas, que ofrecían una geometría con humor, una actitud desaprendida, una delicadeza nueva pero no amanerada. Sus cuadritos, totalmente fuera de moda, podían ser malentendidos como pintura superficial pero, silbando bajito, Avello estaba creando una obra que iba a renovar el aire de la escena porteña. El instinto y la inspiración era sus armas, la fuerza secreta que guía a la razón. En esos pequeños dibujos había una abstracción contaminada, un refinamiento sucio, un preciosismo oblicuo que se conectaba al mismo tiempo con la tradición geométrica y con el presente de la calle. Fue en ese momento cuando Avello se volvió el padre del arte decorativo argentino.
Pero el esnobismo que viene en los genes de todo verdadero artista lo empujaba a ir a contrapelo de la moda, incluso si era una moda impuesta por él. Cuando sus cuadros fueron aplaudidos, Avello dejó la pintura. “La pintura es cosmetología”, anunció y se puso a maquillar. Literalmente: dejó los pinceles por una caja de Pupa y, con su nuevo kit de herramientas, ofreció sus servicios a las (y los) habitués de Palladium.
“Del bosque entero harás carpintería”, decía Carlos Pellicer. Ecuménico, salvaje y sofisticado, Avello se movía con curiosidad insaciable por distintas zonas de Buenos Aires, algunas apenas iluminadas, otras iluminadas por demás. Luego de aquel breve retiro que a la distancia parece boutade, sus obras mostraron una renovada capacidad combinatoria, un repertorio de sampleados que iba de la inmundicia a la elegancia criolla. En una tarjeta de presentación que se mandó a imprimir, eligió definirse como: “Joven profesional multipropósito”. Casi un oxímoron para alguien que creía que hacer carrera era indecoroso (“Al que borraría de la historia del arte es a Picasso, cómo lo odio, es pura laboriosidad”), y toda aspiración a la sacralización, a la solemnidad, un gesto vulgar. Avello nunca quiso ser profesional: él era la improvisación por antonomasia, un performer nato que podía hacer cuadros abstractos con tanto esmowing como maquillar a una novia, montar una muestra de arte precolombino o pasar música en una fiesta en Punta del Este. El único requisito era ser ultraliviano, usar las corrientes de aire pero a su propio ritmo. Avello consideraba parte de su programa artístico la procastinación, la dispersión, el no pintar hasta último momento. Era un riesgo que había que correr para mantener la gracia en estado flou. “Yo fabriqué la escuela light”, le diría a Rafael Cippolini muchos años después.
Ligereza no era sinónimo de frivolidad. Aun siendo el artista menos político de su generación, Avello tenía un plan de operaciones. Sus últimas series retoman ese interés inicial de juventud: del monumento a Moreno maquillado como arcoiris a la bandera argentina en neones moribundos y los mapas escolares con rotring que hizo desde la cama del hospital al final de sus días, el círculo se cierra. Avello inyectó de insolencia los símbolos patrios, los dio vuelta para mostrar su fondo hueco y volverlos a llenar.
A veces un artista nos gusta por una vibración, por un brío que emana de él, incluso más allá de sus obras. Sergio Avello tenía la capacidad de crear una atmósfera con sólo hacerse presente. A su lado uno parecía estar totalmente a salvo de cualquier forma de fealdad. Artista de artistas, el tipo que con un cable y dos bombitas te armaba un fiestón, en un típico gesto avelliano, se fue de golpe.
Imagínense ese fiestón. Imagínense en medio de la pista rodeados de gente que habla de un tipo increíble que se acaba de ir, alguien que hace arte con todo lo que toca. Y ustedes piensan qué lástima que no está, qué lindo hubiera sido conocerlo. Y entonces lo ven: ahí arriba, en la cabina del DJ, pasando la música de las esferas, que si lo pensamos un poco, es arte geométrico en estado puro.
Señoras y señores, con ustedes, DJ Avello.
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