SANTIAGO CALORI
Durante los primeros años ‘60, Buenos Aires fue una suerte de bastión de la cinefilia mundial. A partir de la dictadura de Onganía, los sucesivos gobiernos dictatoriales intentaron encauzar el gusto del público dictaminando qué se podía ver y qué no, pero la pasión a veces mezclada con el más descarado interés comercial que impulsaba a exhibidores, distribuidores y cineclubistas, fue más fuerte. Fascinado por las leyendas que produjo la censura en la Argentina –como las de los viajes a Uruguay para ver lo que acá no se podía, la del perverso y tristemente célebre censor Miguel Paulino Tato o las de aquellos que capitalizaron con títulos sensacionalistas el hambre de emociones fuertes que provocaba la prohibición–, el cineasta Santiago Calori se propuso reconstruir esta historia hasta el momento poco documentada. El resultado es Un importante preestreno, una película repleta de anécdotas bizarras e irresistibles que arma, a partir de entrevistas con quienes vivieron y en algunos casos protagonizaron, la historia de la cinefilia porteña.
› Por Mariano Kairuz
“Acá había un cine.” Mientras llegaba a la entrevista con Radar para hablar de su primera película, el documental Un importante preestreno, Santiago Calori se encontró con que ya le habían quitado el sticker que él mismo pegó días atrás sobre la fachada del edificio, hoy convertido en un complejo teatral y enorme local de comidas rápidas, en el que durante décadas se emplazó, el famoso cine Los Angeles. Un sticker redondo que decía ni más ni menos que eso: “Acá había un cine”.
Calori sabe que quedan muchos lugares dónde seguir pegando su sticker, casi sin moverse de la zona. Toda la calle Corrientes de Callao para abajo; el trecho de Lavalle comprendido entre Florida y la 9 de Julio; y, apartándose solo un poco, también por Santa Fe, entre Callao y Junín, donde hasta hace poco más de una década hubo siete salas, al menos cinco de ellas estupendas.
Sin nostalgia, sin entregarse al lamento desconsolado ni nada por el estilo, apenas con la voluntad de dejar testimonio de ese mundo perdido, Un importante preestreno sale en busca de las huellas de una época en que la multiplicidad y diversidad de salas tenía mucho que ver con una cartelera variada, rica, cosmopolita como ya no volvimos a tener. Las pistas de una Buenos Aires cinéfila en la que se estrenaba prácticamente de todo. Muchas de aquellas salas –los nombres son contraseñas para los que hoy tienen más de 35: Luxor, Monumental, Ocean, Arizona, Trocadero, Normandie, Sarmiento, Atlas, Iguazú, Select– devinieron templos universales de Cristo o locales de cadenas farmacéuticas, y el cine hay que ir a buscarlo a shoppings y multiplex que tienen para ofrecer exclusivamente dos combos: películas carísimas (casi todas de superhéroes), y otras más bien chiquitas que se pelean por las migas que dejan aquellas. Y casi nada en el medio.
Pero la única militancia que enarbola Un importante preestreno –que, tras su paso por el último Bafici, se proyectará a partir del 18 de septiembre, los viernes y sábados en el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551)– es su militancia contra el olvido, contra la falta de registro, de historia. Calori no se propone reabrir salas, e incluso considera que el destino de las que hubo y ya no existen más fue parte de un desarrollo inevitable –acaso forzado por un mercado despiadado, o tan sólo empujado por cambios sociales, culturales y tecnológicos–; pero se empeña en preservar una postal más o menos completa de lo que fue. Y para mantener vivo el recuerdo, salió en busca de los testimonios de exhibidores, distribuidores, especialistas y otros protagonistas de esta historia, que van tejiendo, frente a cámara, colectivamente, un anecdotario saludablemente deforme y divertidísimo, repleto de datos y relatos bizarros, propio de quienes sobrevivieron a varias batallas y hoy están felices de contarla.
“Durante gran parte de los años sesenta, Buenos Aires funcionó como un faro para la cinefilia mundial”, dice la placa de apertura de Un importante preestreno. “Los sucesivos golpes de Estado intentaron inútilmente moldear el gusto de los espectadores, determinando qué se podía ver y qué no. Afortunadamente, el deseo de ver pudo más. Esta es una historia oral e improbable de la cinefilia porteña”. La cuestión es que resulta imposible contar la historia de la cinefilia porteña sin contar también la de su censura, y la de los mil inventos y vueltas que tuvieron que dar distribuidores y exhibidores para sortearla.
“La historia de la cinefilia y la de la censura van juntas y eso vertebra un poco el relato”, dice Calori, ávido consumidor de VHS en su adolescencia, cofundador de la revista La Cosa, guionista de cine (El perro, de Carlos Sorín) y televisión (La niñera, Casados con hijos, LaLola, Los exitosos Pell$, Ciega a citas) y coconductor, junto a Clemente Cancela, del programa de radio Gente sexy (FM Rock & Pop). “Tomamos la censura desde 1966 porque con Onganía empieza una cosa distinta, más dura que lo que había hasta entonces”. La larga noche de las tijeras se extendería –con un interregno breve en 1973, aquel en el que el cineasta Octavio Getino ocupó la dirección del Instituto de Cine– hasta 1983. Una considerable porción de la historia vernácula de la cultura que cuenta con un villano central, fascinante como debe serlo todo buen villano: el crítico, miembro del Opus Dei y censor Miguel Paulino Tato. “Hemos prohibido ya 125 películas”, se lo escucha decir en uno de los fragmentos de audio que rescata el documental. “Estoy muy satisfecho con esa tarea higiénica y, si me dejan unos meses más, voy a llegar a las 200 películas, que son mi ideal prohibir en un año” (sic).
Calori va tirando de esa cuerda, la de la censura que se lanzó con fuerza en un momento en que el público argentino, “el gran descubridor de Bergman”, tenía una enorme avidez por ver de todo, para encontrarse con una serie de fenómenos desencadenados por esta repentina y brutal imposibilidad que planteaba la prohibición. Y si la historia de la cinefilia va de la mano de la de la censura, esta se encadena a su vez con la del exploitation nacional, la de cómo exhibidores y distribuidores capitalizaron ese hambre por mirar lo que nos estaban retaceando: violencia, política y, fundamentalmente, sexo. Y ahí aparecen las leyendas: la del distribuidor con olfato que, a falta de Ultimo tango en París, lanza Ultimo tango en Roma (que no era sino una parodia tana del film de Bertolucci, pero llevó engañados a unos cuantos); la de los cineclubistas que viajaban a Uruguay para ver aquello que acá no llegaba; el auge del valijero que se moría por ver una teta en pantalla treinta años antes de Internet.
Aquellas son, entre otras, las leyendas que dieron origen a la película. “Lo primero fue la idea de que no había un libro, de que no había nadie que hubiera guardado registro de estas leyendas”, dice Calori. “Sentí la necesidad de confirmar algunos de esos mitos que yo había escuchado durante mi vida cinéfila, y que nunca terminabas de saber si eran verdaderos, si eran tan así. Me intrigaban especialmente la historia del breve estreno de Ultimo tango y la de los viajes a Uruguay. Empecé a seguir ese tipo de historias desde los primeros números de la revista La Cosa, en el ‘95: hacíamos una página al final de la revista que se llama The End, para la cual curtíamos mucha hemeroteca. Ibamos a los archivos a buscar información sobre tal estreno, por ahí de los ‘80, y mientras buscabas una cosa te empezabas a encontrar con infinidad de otras películas que hoy resulta increíble que se hayan estrenado. Ahí empieza a formarse la idea de que había habido una especie de exploitation, una época en que los distribuidores compraban películas relativamente baratas y las estrenaban con títulos sensacionalistas que a veces no tenían mucho que ver con su contenido, y que en muchas ocasiones eran un exitazo”.
Si la historia de los viajes a Uruguay suena vagamente conocida, es porque se trata de una situación que se repitió en los ‘90 con Kindergarten, la película de Jorge Polaco prohibida por sus “escenas polémicas”. “Pero lo de los viajes empieza en los ‘70 y ‘80, y yo quería saber quiénes habían sido. Un día me junto con Alejandro Sammaritano para contarle que estaba empezando a hacer esta película. Nos encontramos en un bar en la esquina del Gaumont, y le pregunto por el mito de los raíds cinéfilos a Uruguay, y Alejandro se da vuelta y lo palmea a un señor que tiene sentado atrás y le dice: Che, éste quiere saber de los viajes a Uruguay. Y entonces se sienta con nosotros Ricardo Rois, que es el otro del Cineclub Núcleo que habla en la película, y me cuenta todo: que llegaron a ser como 200, que cruzaban el Río de la Plata en hidroaviones. Luego Alejandro me pasa todos los programas de Núcleo encuadernados, y el mito empieza a hacerse real: ahí aparecen, impresos, los anuncios de los viajes”.
Núcleo termina siendo fundamental en esta historia; de hecho, la película toma su título de una anécdota que tiene mucho que ver con la relación que el legendario Salvador Sammaritano –el padre de Alejandro– tenía, estando al frente del cineclub, con Miguel P. Tato. El argumento del censor era que el instruido público del cineclub, curtido en todo tipo de manifestaciones artísticas, estaba más preparado para ver todas esas cosas que la gran, ignorante masa del pueblo. (El estatuto del Ente marcaba muy ampliamente qué era lo que no podía mostrarse: asuntos como “la justificación del adulterio (y) cuanto atente contra el matrimonio y la familia”; “la justificación del aborto, la prostitución, y las perversiones sexuales”, “la presentación de escenas lascivas o que repugnen a la moral y las buenas costumbres”, “las que nieguen el deber del defender a la patria...”, “las que comprometan la seguridad nacional”, etcétera.) Las funciones en las que Núcleo daba aquellas películas que obtenían el visto bueno (o la vista gorda) de Tato, se anunciaban a sus socios bajo el título: “Un importante preestreno”, de modo de no levantar demasiado la perdiz.
La historia de la censura en esa oscura parte del siglo XX criollo abunda en anécdotas irresistibles. El distribuidor Luis La Valle recuerda que antes de Tato, fue Ramiro de la Fuente, y relata su propio azoramiento cuando De la Fuente lo condujo hasta el cuarto en que tenía su propia moviola para enseñarle: “Así es como se cortan las películas”. El coleccionista e historiador Fernando Martín Peña completa el perfil de De la Fuente adjudicándole el papel de ideólogo del estatuto censor que se mantendría vigente hasta 1983, un papel activo fundado en su condición de abogado y su pertenencia a un “grupo político ultraconservador que apoyaba al onganiato” llamado El Ateneo de la República. El distribuidor Bernando Zupnik cuenta cómo, obligados a disponer de sus propias moviolas para cortar buena parte de sus estrenos, de modo de ajustarse a las disposiciones vigentes (y las arbitrariedades de turno), los “estrenadores” de películas se convirtieron prácticamente en compaginadores profesionales, y en sus propios censores, que rebanaban de antemano lo que sospechaban que “no iba a pasar” las instancias oficiales de revisión.
Acompañado por el programador y distribuidor Cacho Ortiz, el exhibidor Norberto Feldman (dos auténticos veteranos de sus respectivas especialidades) recuerdan divertidos cómo fue que el film italiano de terror Il castello dalle porte di fuoco (1970) se retituló Y después... los perros, para sugerir vaya a saber qué tipo de perversiones sexuales y sodomizaciones que, se esperaba, sufriría la bella protagonista; apenas un ejemplo entre varios de la “creatividad” con la que la gente del medio debía combatir las limitaciones impuestas por las tijeras para estrenar y enganchar al público. De esa, ejem, creatividad, surgieron avisos como el de la película Tu cuerpo y el mío, “única en el mundo con una cámara ubicada en el recto” (sic). Otra anécdota tremenda de Feldman exhuma el recuerdo de los tres enanos contratados para seguir por el interior del país la versión erótica de Blanca Nieves y los siete enanitos que proponía la película Los cuentos que nuestras abuelas no nos contaron. Comparado con la asepsia homogeneizadora del marketing de los estrenos cinematográficos de hoy, queda claro que aquello no era otra época, era sencillamente otro mundo.
“Me fascinaba todo ese exploitation que apareció en paralelo, aprovechando la situación”, dice Calori. “Es un aspecto terrible pero a la vez muy entretenido de la historia de la censura: estaban estos tipos que aprovechando el hambre que había por ver algo de piel, estrenaron cualquier cosa, muchas películas que por ahí no tenían nada que ver con lo que se estaba prohibiendo. Eso hizo posible que llegaran cosas hoy improbables como Emmanuelle esclava sexual.” Escuchando estas anécdotas Calori fue encontrando el tono de la película que, dice, de a poco “comenzaba a convertirse en una comedia”.
Además del citado Peña, prestan testimonio otros expertos cinéfilos como el coleccionista Fabio Manes (en una entrevista registrada no mucho antes de su muerte), Raúl Manrupe, el crítico Guillermo Hernández, el periodista y productor Axel Kuschevatzky, el realizador Hernán Gaffet, y los aficionados al cine –aunque famosos por otras razones– Bobby Flores y Daniel Melero. Calori entrevista también a varios distribuidores (además de los ya mencionados, Pascual Condito), exhibidores (Rabeno Saragusti) y otros personajes que hicieron un poco de todo, como Luis Vainikoff, hijo de Argentino Vainikoff, fundador de la distribuidora ArtKino que consiguió éxitos importantes con algunos de los titulos fundamentales del cine soviético en el Cosmos. E, infaltable, Claudio María Domínguez, auténtica leyenda en el ambiente cinéfilo por la creación de títulos como el fundamental Déjala morir adentro (ver nota aparte). En una suerte de coda final que habla del fin de aquella extraña “edad de oro”, aparecen dos personajes ligados al comienzo y el final del VHS local: en un extremo, Dardo Ferrari, uno de los creadores de la pionera AVH; en el otro, Cristian Sema, quien capitalizó la muerte de este formato y su transformación en objeto caduco y de culto, a través de su sitio/club RaroVHS.
“Haciendo la película me encontré con que la gente a la que entrevistamos tenían muchas ganas de hablar de todo esto”, dice Calori. “Cada uno cuenta su experiencia, y aunque a veces empiezan recordando lo terrible que fue tener que lidiar con la censura, tener que cortar una película para que las autoridades no se las levantaran de las salas, al rato están cagándose de risa, contándote cosas tales como la vez que contrataron un enano para venderte una película erótica o un chimpancé para venderte una infantil”.
La pulsión cinéfila de Calori empezó a tomar forma entre 1986 y 1987, los dos años que vivió en Ushuaia debido a un trabajo de su padre. “No es la ciudad más sociable del mundo para un niño de ocho o nueve recién llegado, y coincidió con el boom del VHS. Ahí estaba el videoclub más grande del país, tenía como diez mil películas. Y había cantidades industriales de día o noche según la época del año en que estuviéramos, así que se consumía mucho VHS; lo editado acá, y algunas cosas truchadas de afuera. Y empecé a ver, y a ver, y vi de todo”.
El hábito adquirido se prolongó en Buenos Aires, donde Calori podía rever hasta gastarla una cinta alquilada de Mal gusto, la ultrabarata opera prima de Peter Jackson, y donde, mientras cursaba el secundario en el ILSE e impulsado por una irrefrenable curiosidad por entrar a cuanta galería se cruzase, en 1993 descubrió, sobre Corrientes, entre Libertad y Talcahuano, Mondo Macabro, el videoclub especializado fundado por Axel Kuschevatzky, Uriel Barros y otros muchachos. “Ahí encuentro un grupo de pertenencia. Yo, que había descubierto que había algo hipnótico en ver películas que no estaban tan buenas, me encuentro con Mondo, donde Mal gusto era el estándar, y descubro que a este cine se lo llama bizarro, y que existe la noción de que se puede ver una película que de tan mala, tan buena. Y empiezo a ir al cineclub que tenían ahí abajo Fabiano y Manes, y a descubrir las revistas especializadas”. Cuando Kuschevatzky se va de Mondo, se mantiene la amistad entre ambos, y el creador de La Cosa lo convoca para escribir en la revista, donde, dice Calori, “estaba la idea de que no importaba nuestra opinion sino la información, porque si vos contás la trama de una rubia tetona que huye de un tipo vestido de gorila, no necesitás decir que es mala, y si sabiendo esto decidís verla, probablemente no te moleste que sea mala. Esa es mi formación cinéfila, y haciendo la revista, me enamoro de las hemerotecas y los archivos. Internet es muy limitado; estamos hablando de un país donde nadie guardó nada, el que lo hizo es un héroe y lo que sobrevivió lo hizo en un nivel de quilombo imposible. Entonces fui viendo los diarios, reencontrándome con estas historias, estos cines desaparecidos y estas películas que hoy no se estrenarían, y se me ocurrió que había que salir a registrarlo, a documentar el relato de sus protagonistas antes de que ya no estén más. Era salir de Google, donde todo esto no existe, y empezar a dejar testimonio de ese mundo que, creo, mi generación fue la última que llegó a conocer en persona”.
El testimonio está: Vainikoff recuerda el cine como un espacio de reunión y debate; Zupnik compara el video-home y el cable con el delivery de pizza (porque no es lo mismo que salir, sentarte en una pizzería y pedirte una porción con fainá); Condito extraña sus maratones juveniles en los cines de Lavalle. Todo esto ya no es lo que era, dicen, pero no hay llanto; lo que hay es una historia que todavía está viva en quienes la recuerdan. “Dimos vuelta cada archivo que nos abrieron. Me quedaron algunas historias que no pude confirmar, como la de los dos gemelos que en los ’70 tenían un laboratorio de revelado y copia de 8 mm y que copiaban porno clandestinamente; o de la Jaime Schwartzman, un programador del cine Devoto que se dedicaba a programar películas eróticas y que así salvó a varias salas. Pero era necesario hacer esta cápsula del tiempo”, insiste Calori. “Es una historia oral e improbable: no sabemos si todo es verdad, no sabemos si todo fue así, pero tampoco importa: hay que contarlo para que quede”.
Un importante preestreno se dará desde el próximo viernes 18, los viernes a las 20 y sábados a las 22 en el Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551
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