LEYENDAS > JOYCE JOHNSON
Bastante se ha dicho y escrito sobre la generación beat y en particular de su más glamoroso faro, Jack Kerouac. Faltaba rastrear una línea clave pero bastante oculta: el rol de las mujeres beatniks. Ese camino remite a la figura de Joyce Johnson, novia de Kerouac fugazmente pero integrante del movimiento, al igual que otras poetas. En Personajes secundarios (Libros del Asteroide), desenfocada como solía salir en las fotografías pero lúcida y concreta acerca de su rol, empezó a desandar la trama feminista que también estuvo en el camino desde los precoces años ‘50.
› Por Ana Fornaro
Debería existir un género literario dedicado a lo que escriben las mujeres de los escritores, esas que suelen aparecer en las dedicatorias de los libros, agradecidas por su “paciencia” “por su ternura” o “por ser una gran compañera”. La historia de la literatura sería completamente diferente. Jugando a esto, con una carga de ironía importante y otra de principio de realidad, la neoyorquina Joyce Johnson eligió en 1983 el título de Personajes secundarios para su primer libro de memorias.
Johnson pasó mucho más tiempo siendo editora y escritora que la novia de Jack Kerouac. También se casó dos veces, con otros hombres, y tuvo un hijo. Pero su historia sigue prendada a la del autor de En el camino y su educación sentimental y artística, la reenvían una y otra vez al varón beatnik, con quien tuvo una relación profunda y llena de desencuentros entre 1957 y 1959. En ese periodo, Kerouac saltó de ser la celebridad subterránea de la contracultura estadounidense –tan hastiada por los miedos de la posguerra, tan absorta con el desenfreno consumista– al mediático representante de la Generación Beat, con sus ex compañeros de Columbia Allen Ginsberg, Willian Burroughs y Lucien Carr. El Aullido de Ginsberg se había convertido en un himno para la bohemia neoyorquina que malvivía entre bares y hoteluchos del Village y todo proyecto de artista terminaba en ese reducto de inmigrantes y dealers. Pero no había espacio para las mujeres en esa furia creativa. En el peor de los casos eran esposas; en el mejor, amantes. Y si llegaban a tener algún tipo de aspiración literaria o de independencia el precio a pagar era tan alto, que muchas murieron, locas, alcohólicas, abortando, en el intento. Ese universo aparece retratado sin concesiones ni añoranzas, en Personajes secundarios, el primer memoir que a Joyce Johnson le llevó treinta años escribir y que ahora circula en Argentina, en un 2015 que vino muy beatnik. Johnson nos cuenta el lado b de los beatniks. La autora pinta a un escritor talentoso mezcla de fuerza de la naturaleza con nene de mamá, que vive en un debate interno permanente entre la vida de mochilero pobre y la del animal doméstico, entre la aventura o los desayunos de huevos con panceta.
Además de ser una de las mejores crónicas sobre la década de los ‘50 y de los entretelones del movimiento beat, Personajes secundarios funciona como ensayo sobre el lugar que ocupó una generación de mujeres que hicieron su propia revolución antes del feminismo de la segunda ola. Chicas de clase media que quisieron irse de casa sin casarse, ser protagonistas de la ebullición cultural y tuvieron que contentarse en los márgenes, o directamente quedaron fuera del cuadro. “Las que abandonamos el nido carecíamos de un modelo a seguir. No queríamos ser como nuestras madres, ni como nuestras maestras solteronas, ni como las curtidas profesionales que salían en las películas. Y nadie nos había enseñado a convertirnos en artistas o escritoras. Aunque sabíamos algo de Virginia Woolf –poco–, no nos parecía una referencia válida. Sus privilegios nos resultaban incómodos. Los que quieran entender a las mujeres beat deberán considerarlas de transición: un puente a la siguiente generación”, sitúa la acción Johnson en el prefacio, antes de empezar a contar.
Para muestra vale la imagen que ilustra la portada del libro. Un plano medio de Kerouac seductor y bonachón mirando a cámara, recostado contra una columna. Detrás de él las luces de neón de una metrópoli en ebullición. En el medio, fuera de foco, hay una rubia con raya al costado y cara redonda que se pierde hacia el fondo. Esa rubia es Johnson, que vio cómo la marca GAP, que usó la fotografía en los ‘90 para una campaña publicitaria, volvía literal la metáfora: la habían borrado de la historia.
Mientras Johnson se escapaba con trece años los domingos para ir a los cafés frecuentados por hipsters (los originales) y a los conciertos improvisados del Time Square, Kerouac, Carr y Ginsberg habían abandonado la Universidad de Columbia, estaban haciendo sus primeros viajes iniciáticos y agitaban la vida cultural de San Francisco. Faltaban varios años para que esta chica casi suburbana del Upper West Side escuchara hablar de ellos. Con la adolescencia, Johnson, que todavía cargaba con su apellido de princesita judía Glassman, empezaba a vivir lo que sería su primera revolución.
Kerouac publicó su primer libro, El pueblo y la ciudad en 1950 pero ella por ese entonces sólo leía a Thomas Wolfe y se preparaba para entrar a la Universidad para mujeres Barnard, despidiéndose –por un rato– de esa bohemia que había empezado a tocar de oído. Fue recién en 1952 cuando, ya sin virginidad y con la experiencia iniciática y dolorosa de estar con un profesor casado, leyó por primera sobre el “movimiento beat”. Se enteró por la revista del New York Times que existía una banda de escritores jóvenes y rebeldes que escribían bajo la influencia del jazz y “el afán reprimido de experimentar el júbilo”, según las palabras del escritor John Clellon Holmes. Pero Holmes no se atribuía el nombre de esa pandilla de varones que encarnaba el futuro literario de Estados Unidos, sino que se lo adjudicaba a su amigo Jack Kerouac. Ella no tenía idea de quiénes eran pero se sintió identificada: también sentía ese afán reprimido a punto de explotar. Gracias a que su amiga Elise Cowen, a la que le esperaría un destino corto y terrible de poeta torturada, se enamoró de Ginsberg, Johnson empezó a fantasear con la idea de encontrarse en alguna fiesta a ese escritor esquivo con pinta de estrella de cine. No se lo encontró. Fue Ginsberg quien arregló una cita a ciegas.
“No tengo idea de qué vio en mí aquella noche. ‘Una personita interesante’”, escribió en Angeles de la desolación. ‘Judía elegante, clase media, de aspecto triste y buscando algo. Parecía muy polaca...’ ¿Dónde estoy yo, entre todas estas categorías? No me reconozco”, dice Johnson sobre ese primer encuentro que, sin locas pasiones, llega a buen puerto. Ella era trece años menor, vivía en un departamentito oscuro, había dejado la facultad y acababa de firmar un contrato por su primera novela. Él era un animal cansado y encantador que no tenía plata ni donde dormir. Y Johnson lo adoptó.
Lo que sigue es una relación que, a pesar de la loca admiración de Johnson y una misoginia de la que Kerouac no era muy consciente, estuvo marcada por cierta paridad. El escritor, que dos por tres dejaba el nido y a la jovencita para recuperar la inspiración viajando, estimulaba a Joyce para que terminara su novela. En ese tiempo Kerouac vio cómo En el camino, el libro que pensaba nunca iba a publicarse, era celebrado en The New York Times como “el testamento de la generación beat”. “¿Es una buena crítica, no?”, le preguntó, inseguro, mientras leían el artículo de parados en un kiosco. Y ella, la personita interesante, lo tranquilizó una vez más. Kerouac llevaría bastante mal la ansiada fama y se alejaría de esa beatitud que tanto perseguía, desgastado y alcohólico. Johnson optó por seguir con su vida y su escritura. Finalmente se dio cuenta que en la relación no había lugar para los dos.
Aunque está atravesado por su pareja con Kerouac, este no es un libro sobre el escritor. Es él y los otros popes beatniks quienes juegan aquí el rol de personajes secundarios. En el centro está Johnson, claro, pero la autora también reivindica a las otras mujeres que, como ella, tuvieron que contentarse con el lugar de espectadoras. Un buen porcentaje de las páginas de este memoir lo ocupa la historia de Elise Cowen, su mejor amiga desde la universidad y una poeta que fue bastante olvidada después de su muerte temprana.
Haciendo justicia histórica, Johnson le devuelve el lugar a esta chica frágil e insegura que salió de una casa familiar acomodada para terminar en hospitales psiquiátricos y hoteluchos de Nueva York y San Francisco. Cowen, que desde la adolescencia parecía llevar el signo de la tragedia, se enamoró de Ginsberg justo cuando él decidía enamorarse de varones. Resignada, tuvo que conformarse con su amistad y con la de Peter Orlovsky, la pareja del poeta. Entre los tumultos psicológicos, los delirios por drogas y la experiencia de su propia homosexualidad, Cowen logró escribir cientos de poemas que fueron quemados después de que ella se tirara del séptimo piso de su casa paterna a los 28 años. Sólo sobrevivieron 85, guardados por su amigo Leo Skir, que fueron publicados durante los años posteriores en distintas revistas de corto alcance. Recién el año pasado se publicaron sus textos, que oscilan entre Safo y Emily Dickinson, de forma orgánica, gracias al trabajo del crítico Tony Trigilio. “Elise fue un momento en la vida de Allen. En la de Elise, Allen fue una eternidad”, escribe Johnson sobre su amiga, y también quizás sobre ella y la huella de Kerouac.
Otra de las mujeres que tuvieron que lidiar con el lugar de “pareja de” fue Hettie Jones, que en ese entonces estaba recién casada con LeRoi Jones, el poeta negro que pasaría a ser conocido como el escritor y activista Amiri Baraka. “¡Ven al recital! Me anima cuando le anuncio a regañadientes que tendría que irme a casa. Su marido es uno de los poetas, y ella es una mujer enamorada. Por él, ella se quedaría en todas las esquinas heladas del mundo. Ella también escribe poesías pero nunca las ha leído en público –ni las menciona en realidad– convencida de que no son los suficientemente buenas. (‘Algunas sí que eran bastante buenas’, admitirá con fiereza años más tarde)”, presenta Johnson a su nueva amiga, a quien admira inmediatamente por la valentía de romper con su entorno judío y privilegiado para entablar una de las primeras parejas interraciales del ambiente. Jones, que luego se divorciaría de Baraka y publicaría sus poemas, escribió su propio libro de memorias unos años después que Johnson. Bajo el título How I became Hettie Jones, recrea también esa época desde una perspectiva femenina.
En los últimos años se ha escrito bastante sobre las mujeres beatniks, incluso hay una antología con textos de todas ellas, pero fue Personajes secundarios el primero en abrir la puerta a la dimensión desconocida. En este libro, el primero de una serie al que le sigue la publicación de la correspondencia con Kerouac y una biografía del autor, Johnson escribe con fuerza pero sin desbordarse, con la calma y lucidez que da el paso del tiempo. Y a pesar de una honestidad cruda, se nota que no está diciendo todo, que se cuida, de la misma forma que cuida a quienes retrata. El lector puede entrar a estas memorias de muchas maneras: como groupie de la Generación Beat en busca de detalles de los ídolos, como historiador de la literatura, o como cómplice de una mirada aguda, y con perspectiva de género, de este período de jazz, alcohol y sueños de rebeldía. Cualquiera sea la forma, estas memorias resultan un libro fundamental para entender esa década fugaz que prepararían el terreno para el gran cambio de los ‘60, al que pocos de ellos se pudieron adaptar.
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