CASOS > MIGUEL PRENZ
A principios de los años 90 las privatizaciones en Neuquén coincidieron con el hallazgo de los restos fósiles del Giganotosaurus carolinii, de cien millones de años, el carnívoro más grande conocido y el primero encontrado de su especie. A partir de entonces, el furor por los dinosaurios de la Patagonia involucra a buscadores amateurs, peleas con rasgos de comedia, tráfico de huesos y réplicas, museos y el interés de los paleontólogos y productores de documentales de todo el mundo. De alguna manera, los dinosaurios mantienen con vida esos pueblos que estuvieron a punto, también, de desaparecer. En su nuevo libro Gigantes – La guerra de los dinosaurios en la Patagonia, Miguel Prenz revela la trama compleja de ese territorio, a veces cómica y a veces dramática, donde se mezclan la ciencia, la política y las relaciones humanas.
› Por Angel Berlanga
En la tarde del 25 de julio de 1993 Rubén Carolini se apeó del buggy con el que recorría el desierto y encontró, a unos 18 kilómetros de El Chocón, una tibia de dinosaurio enorme. Para tener una referencia del tamaño se sacó el cinturón y lo puso a la par del fósil: tuvo que complementar la medida provisoria con un alambre. Luego, ya en su casa, cotejó el hallazgo con un libro de su biblioteca: el hueso que encontró medía casi treinta centímetros más que la tibia del Tirannosaurus Rex, el dinosaurio carnívoro más grande detectado hasta ese momento. Carolini volvió al sitio de su fortuna, tomó fotos, las llevó a la Universidad del Comahue y su entusiasmo trepó unos grados, porque los paleontólogos le confirmaron que estaban ante un descubrimiento importante. Tras las excavaciones posteriores, las investigaciones, los cotejos, arribaron a la conclusión de que estaban ante el holotipo (el primer ejemplar hallado de una especie) de una criatura de unos cien millones de años de antigüedad, de allá por el Cretácico, con unos catorce metros de largo que acusaría, en la balanza, unas ocho toneladas, números que certificaban un nuevo campeón, porque destronaban al T-Rex en la categoría carnívoro más grande. Sí: el que apareció en El Chocón era más grande que el bicho que aparecía en Jurassic Park, la película de Steven Spielberg, estrenada en la Argentina diez días antes del hallazgo de este hombre. En su honor, el bautismo: Giganotosaurus carolinii. Lagarto gigante del sur de Carolini.
Esta historia está casi al comienzo de Gigantes - La guerra de los dinosaurios en la Patagonia, el libro de Miguel Prenz que acaba de publicar Tusquets en su colección Mirada crónica, y es apenas una pieza en diálogo con muchas otras historias y versiones, un gran hueso emergente que este narrador y docente de periodismo articula con otros fósiles, tiempos, búsquedas, sentidos, miserias y enormidades, devenires individuales y colectivos, para componer esta criatura fabulosa que escribió, un texto que se lee con fluidez dentro de una estructura que parece simple y es en realidad muy compleja. Carolini era un mecánico de Hidronor, la empresa estatal encargada de administrar desde fines de la década del ’60 la represa hidroeléctrica del Chocón, privatizada por Carlos Menem el año del hallazgo del giganoto, un año bisagra: Prenz repone la historia de la villa El Chocón, progreso, comodidades y también distorsiones con la salvaguarda del estado, el desastre que sobrevino con la ola privatizadora, y la rústica esperanza puesta en la utilización del dinosaurio para procurar alguna fuente de ingresos al pueblo. En ese cuadro entran a tallar los sucesivos intendentes, qué hicieron y qué no, qué méritos se atribuyen en torno a la construcción de un museo para exhibir los restos del dinosaurio carnívoro más grande del mundo y los de otros fósiles encontrados en la zona, porque la región es prodigiosa en la materia: en Plaza Huincul, de hecho, se exhibe el Argentinosaurus huinculensis, un hallazgo de 1987, considerado el dinosaurio más grande del mundo, cuarenta metros de largo, quince de alto y ¡ochenta toneladas! El peso de catorce elefantes africanos, coteja Prenz. En su texto también tallan, claro, los paleontólogos, con sus conocimientos científicos, sus carreras, sus disputas, el modo en el que figuran en los papers, las publicaciones en las revistas especializadas, la cantidad de holotipos en el medallero. Y aparecen los indicios del mundo del tráfico ilegal de fósiles. Y los negocios detrás de la construcción de réplicas. Prenz va entreverando sucesos y personajes en el Triángulo de los Dinosaurios, una zona dentro de la provincia de Neuquén de unos doscientos kilómetros cuadrados, con vértices en El Chocón, Plaza Huincul y el Centro Paleontológico Barreales, tres sitios con museos que motorizan a la vez la investigación científica y el atractivo turístico.
Desde 2008 Prenz hizo cuatro o cinco viajes a la región. “En algún momento leí una de esas noticias, encuentran un dinosaurio así y asá, y me puse a investigar un poco los lugares, a la distancia –cuenta Prenz–. Y empecé a encontrar un patrón de estos sitios, qué había pasado con las privatizaciones. En el primer viaje ya empezó a cuajar todo. Ahí vi que los dinosaurios fueron el llamador, un condimento de una historia más suculenta, porque estaba la historia de estos pueblos fundidos que se salvan con eso, y las peleas paleontológicas. Después pasé por una cuestión familiar muy intensa, porque murió mi vieja, luego de dos años con una enfermedad muy jodida. Y cuando volví allá, el año pasado, esto pasó a ser otra cosa: para mí hay una historia sobre la muerte. Y sobre la vida después de la muerte. Los dinosaurios murieron: están los huesos. Los pueblos murieron: están los pueblos. ¿Qué pasa cuando se termina algo? Empecé a ver mucha más profundidad y ramificaciones. Incluso me pude concentrar mucho más en los conflictos entre personas. Para mí lo más atractivo son esas personas sobreviviendo a la catástrofe, pongámosle privatización y las consecuencias de eso, con la particularidad de que esa lucha por la supervivencia involucra dinosaurios; podían haber sido, no sé, campos de soja, minas de oro, pero era esto, un condimento muy atractivo. Y las personas, con sus conflictos, están alrededor. Hay cosas muy interesantes, como el antagonismo entre Carolini y Mazzone, el intendente del Chocón, en el que aparece el drama humano, pero también la comedia. Para mí la historia tiene momentos de comedia, y un grado de humor altísimo. Los personajes lo tienen”.
Y sí. En algún momento Carolini se encadenó en el museo que dirigía, en El Chocón, en protesta por la desaparición de una réplica plástica de la cabeza del Giganotosaurus: acusaba a José Luis Mazzone de haberla vendido a un museo de Budapest. A esa altura ya había sido tapa de la revista Viva, que tituló: “El increíble señor dinosaurio”. En la foto, describe Prenz, Carolini aparece con gesto recio pero seductor, campera verde oliva, sombrero Indiana Jones, desierto de fondo. Luego de unas horas de escándalo intercedió el gobernador y la cabeza reapareció. Dice Carolini que retó a duelo a Mazzone; dice Mazzone que eso es un mito, que Carolini quería plata para comprarse un auto, que siempre fue un cordobés jodido, que fue contra quien más tuvo que remarla mientras fue intendente. “Incluso fijate que cumple años el Día del Animal”, le dice a Prenz, y agrega: “Yo ni lo tengo en cuenta porque es un pelotudo. Él reconoce que fue famoso gracias a mí. Él encontró el dinosaurio en el ’93, pero no lo conocía nadie. Él se hizo famoso a partir del ’95, cuando yo gané la intendencia. Yo lo hice famoso a Carolini. Yo usé el dinosaurio para levantar al Chocón”.
Carolini sostiene, en contrapartida, que Mazzone le envidia la fama. Algo que también le ocurre, asevera, al paleontólogo Rodolfo Coria, del museo de Plaza Huincul. Es que los del Discovery Chanell y los de la National Geographic estaban más interesados en el mecánico que recorría el desierto en buggy que en los científicos de laboratorio, explica Carolini, que involucra a Coria en el negocio de las réplicas, que terminaron encargándoselas a unos nardos, dice, de Estados Unidos. La cosa se puso densa luego de que Coria demorara más de la cuenta en devolver los huesos del cráneo del Giganoto, asunto que disparó otro escándalo y una solución que parece un chiste (no develaremos aquí el desenlace). En varios pasajes el libro hace pensar en una película de los hermanos Coen. “Porque seamos honestos –retruca Coria–, lo único que hizo Carolini fue avisar que había visto un hueso grande en el desierto, si es que fue él quien lo vio, porque hay una versión de que, en realidad, lo encontró una puestera”. Los paleontólogos profesionales le endilgan a Carolini su amateurismo y que propague teorías absurdas; los paleontólogos, contraataca Carolini, apenas llegan a los papers que presentan en congresos, “porque no tienen tanto conocimiento ni tanta imaginación como para ir más allá”.
“Me parecía que los personajes eran tan enormes que con solo mostrarlos se construía casi todo”, dice Prenz, y explica que disfruta muchísimo de las entrevistas que hace, algunas de seis o siete horas, porque luego de mucho rato empiezan a aparecer cosas insólitas o reveladoras. Pero no tuvo que indagar demasiado a fondo para que aparecieran algunos de los enfrentamientos de la guerra que cuenta. “Es que la competencia está en el discurso de la divulgación científica de los fósiles, –contextualiza Prenz–. Acá está el dinosaurio más largo; el más corto; el más rápido; el más viejo; el más nuevo; el más completo. Esto está planteado, y lo asimilan y alimentan. ‘Nosotros tenemos el más grande’; ‘Ojalá que el otro no sea más grande’; ‘El nuestro es más grande que el de ellos, que ya es grande’. Eso está. Por otra parte también me encontré con cosas que no habían sido contadas”. Señala Prenz que le importó indagar en el creacionismo, una línea que se propuso desarrollar en el libro: “Ahí vi que había tenido un lugar muy importante en el origen de la paleontología –explica–. Y cuando vi que en ese momento ya estaban los enfrentamientos entre Gideon Mantell y Richard Owen (en Inglaterra, en el siglo XIX), me pareció que había una réplica entre lo que fue y lo que es, como que en un punto se van calcando algunos conflictos”. Dice Prenz que es ateo y que quizás por eso la religión le interesa mucho: el tema estaba muy presente en La misa del diablo, una extraordinaria crónica sobre el crimen ritual de un chico de doce años en Mercedes, Corrientes. “Cuando Juan Canale, el paleontólogo del Chocón, me contó el episodio de la visita de un grupo de evangelistas al museo, que le pidieron por favor que no les dijera que los dinosaurios tenían millones de años, porque los creacionistas no creían en eso, me dije este es el pie que necesito para incorporar esto a la historia –cuenta Prenz–. En Neuquén empecé a preguntar: ¿qué opinan los creacionistas que están en una provincia poblada de huesos de millones de años? ¿Siguen sosteniendo que el mundo tiene 6.000 años? ¿Qué pasó, de dónde salieron estos huesos?, le pregunté a un pastor. ‘Y bueno, fue un experimento genético’, me contestó. Listo: una respuesta muy a tono con la historia”.
Dice Prenz que más allá de ciertas mentiras y de ciertas peleas, sus personajes le resultan entrañables. “Me pareció hermoso que los dos protagonistas, Carolini y Mazzone, fueran dos tipos de más de sesenta, laburantes”, señala. “En los únicos momentos en que no metí ni media humorada fue en referencia a las privatizaciones: cuando se hablaba de Menem o de Cavallo, nada de humor –explica–. Porque ahí había gente que se enfermó, que se mató, familias que se destruyeron. Menem privatizó todo en su primer gobierno y, algo inexplicable, volvió a ganar en Neuquén con el 38 por ciento de los votos. Una provincia fundida, miles de personas sin trabajo, desesperadas, yéndose a vivir a otros lugares, muriéndose de hambre, literalmente. Faltaban dos años para las puebladas de Plaza Huincul y Cutral Co, ¡y ganó! En las referencias a esa etapa no hay humor. Ahí fue la muerte; en esta lógica de historias de vida después de la muerte, ese fue un punto de quiebre. Muerte en un funeral es una gran comedia sobre un velorio, no sobre un tipo en un hospital, muriéndose”.
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