› Por Angel Berlanga
Un hombre carga, encorvado, un atado de tablas largas. Otro, con una máscara protectora, empuña un portaelectrodo: el arco eléctrico de la soldadura ilumina la escena. Sobre un andamio un tercero mira hacia arriba y sostiene en la zurda una llana metálica, el uniforme azul muy salpicado de manchas blancas, porque tiene que alisar con materiales plásticos las superficies internas de los techos. Un grupo pinta de azul el hormigón de la ballena; otro coloca el tejido metálico plateado, la piel del cetáceo gigante incrustado en el viejo Palacio de Correos. Son algunas de las imágenes tomadas por Adriana Lestido, Gabriel Díaz, Sebastián Scyd y Juan Travnik durante la construcción del Centro Cultural Kirchner, que ahora forman parte de una muestra que puede verse expuesta allí, y de un libro precioso, con 165 fotografías: albañiles, carpinteros, soldadores, electricistas, en plena y dura tarea, en algún descanso. Algunos miran a cámara. Es un reconocimiento. Una puesta en plano de los obreros que trabajaron en este sitio, un rescate emblemático en el marco de un gobierno que signó a la época con rescates, reconstrucciones, recuperaciones. El Centro Cultural iba a llamarse Del Bicentenario y acabó llamándose Néstor Kirchner. Contra lo que Kirchner pensaba en vida, aunque a favor de la justicia poética.
Y sin embargo, ¿quién no tiene un pariente, un vecino, un conocido, que diga Ay, yo no voy a ese sitio, que se llama Kirchner? Todavía hay templarios que a la calle Perón la llaman Cangallo. Quizás atento a estas sensibilidades, Hernán Lombardi, posteado como futuro titular del Sistema Nacional de Medios Públicos en el próximo gabinete de Mauricio Macri, dijo la semana pasada que quería quitarle peso a cualquier cambio de nombre para el Kirchner, que en principio dependerá de su gestión. “Es absurdo que un nuevo gobierno, que practicará la pluralidad a rajatabla, en lo primero que piense sea en incurrir en algo que pueda parecer partidista”, argumentó, y avisó que en el Congreso se discutirá la denominación. Ni prioritario ni partidario, pero esta semana el diputado Guillermo Durand Cornejo, conservador salteño aliado al PRO, presentó un proyecto para convocar a un “concurso público” para cambiar el nombre. “Es algo puramente simbólico, y si bien lo simbólico tiene peso, en este caso es otra cosa”, explicaba Lombardi. Que habrá que ver si asume, porque el cargo al que aspira está, por ley y hasta 2017, en manos de Tristán Bauer.
El futuro ministro de Cultura, Pablo Avelluto, declaró que no le preocupaba el nombre, que se trata de mirar para adelante, de construir un centro cultural de la magnitud que tiene que tener, etc. “El gobierno que se va se dedicó a hacer política con estas cosas, que no tienen que ser usadas de manera partidaria –dijo Avelluto, que en estos días vio cómo salían a flote unos tuits suyos, recientes, de corte bastante revulsivo–. Enfrascarnos en la discusión de qué nombre le vamos a poner sería un enorme error.” En esa línea anda ahora el politólogo Vicente Palermo, uno de los intelectuales que firmaron una proclama de apoyo a Macri. En su momento también firmó una carta de repudio a que el Centro se llamara Kirchner, pero ahora está a favor de mantener el nombre: sería un modo de “hacerse cargo de la dolorosa historia reciente”, “la imposición populista”. Llevar la marca, dice, “lejos de fomentar la discordia o de fomentar un desprecio por los valores republicanos”, los ayuda a vincularse mejor con esa historia. Y sirve para dialogar con los kirchneristas, en lo que sería una demostración de que es capaz, su sector, “de proceder de un modo que, quizá, sus jefes no habrían procedido”. Palermo mira desde la banqueta de estos días. Hace muy poco, cuenta, se animó (“lleno de prevenciones”) a visitar al Kirchner, al que define así: “El epítome del kirchnerismo como apogeo del peronismo en su fase plebeya”. Se encontró con “cierto lujo asiático”, con “bastante mal gusto” y con un “resultado mediocre”. Esa ballena enlatada, dice, como emblema de “una desmesura plebeya que la calidad acústica no alcanza a justificar”. Luego se las arregla para sostener, en un mismo tramo, que la “estética K” es “algo peligrosa”, que a la vez “es muy floja”, que el “gran esteta” de estos años ha sido Daniel Santoro y que su trabajo “no encaja bien con el plebeyismo K”, al que describe “vaciado”. Este intelectual pro Macri tituló a su texto, que publicó Ñ, “Lo que menos importa es el nombre”.
Claro que importa el nombre: sesenta años atrás hubo un gobierno que prohibió la palabra Perón. “¡Mi golpe favorito! Qué mala prensa que tiene”, decía Avelluto en torno de La Libertadora, dos años atrás. Y claro que no se trata de un sitio vaciado, porque por el contrario, está repleto de sentido y miles de personas asisten, cada semana, a visitar y a ver sus espectáculos, sus muestras, sus charlas, sus artes. Sin pagar: eso es aquí regla y derecho. Es curioso el término vaciado, en vísperas de la fenomenal transferencia de recursos que se avecina: gracias a la devaluación, el ajuste y el encarecimiento de los servicios públicos que anunció el nuevo gobierno, entre 70.000 y 84.000 millones de pesos pasarán desde las arcas del Estado a las manos de grandes empresas y terratenientes silobolseros. En la jerga anestésica le llaman sinceramiento de precios: importa el nombre. En la sala 203 del Kirchner están las fotografías que Travnik, Scyd, Díaz y Lestido hicieron de los trabajadores que lo construyeron.
La muestra de fotos, y el libro que las contiene, se llaman Trabajo hecho.
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