HALLAZGOS > BRUNO DUMONT
El siempre polémico y extravagante Bruno Dumont (La vida de Jesús, Fuera de Satán) se atrevió, en 2014, a llevar su particular visión del mundo –y del cine, la actuación y el norte de Francia– a la televisión. Desde entonces su miniserie macabra y farsesca, P’tit Quinquin, recorre festivales y pantallas europeas. Vale la pena buscarla en la web, donde también se encuentra accesible desde hace poco, y asomarse a este mundo de crímenes, xenofobia, surrealismo, actores no profesionales y el más bestial humor negro.
› Por Paula Vázquez Prieto
Con aires de farsa y juegos propios de la commedia dell’arte, P’tit Quinquin, la exquisita incursión de Bruno Dumont en la televisión, ofrece algunas pistas sobre el curioso estilo de este director francés que viene agitando festivales y conciencias desde fines de los ’90 y que en esta oportunidad suma un inusual condimento a su obra irreverente: el humor. P’tit Quinquin fue producida por la cadena de televisión Arte en 2014 y hace tiempo que anda circulando por festivales, por la web y por las pantallas de los televisores europeos, pero su universo es tan rico y macabro que logra superar la sorpresa y el desconcierto iniciales para convertirse en una experiencia fascinante. El mundo de Dumont siempre se concentra en la región rural de Flandes, al norte de Francia –de donde él es oriundo-, entre el verdor de la vegetación y el aire fresco de los días primaverales. La tranquilidad de ese entorno pueblerino se despliega con soltura alrededor de las pocas figuras humanas que siempre parecen transitar con parsimonia y toparse con la cámara casi por casualidad. Allí, en esa aparente tranquilidad, en ese escenario apacible y natural que habita en todas sus películas, se ocultan los sucesos más aberrantes: violaciones brutales, crímenes despiadados, comportamientos violentos y xenófobos, abusos y maltratos que se ocultan en el reverso de nuestra mirada. Desde La vida de Jesús (1997), hasta la última Camille Claudel 1915 (2015), la obra de Dumont ha esculpido un infierno en la Tierra, gélido e impredecible, pero infierno al fin.
Comparado a menudo con cineastas como Ingmar Bergman, Pier Paolo Pasolini y Robert Bresson por el tratamiento de esa aguda encrucijada que se produce entre el sustrato metafísico que configura la creencia y la materialidad del drama cotidiano, en P’tit Quinquin Dumont desnuda de gravedad a la trampa en la que viven sus criaturas y convierte esa rueda de la fortuna en un circo de fenómenos y deformes. Dividida en cuatro episodios de 50 minutos, la historia comienza con nuestro antihéroe, el pequeño Quinquin (Alane Delhaye) del título, andando en bicicleta por la campiña francesa. Si bien nos metemos en su vida, conocemos sus amores con la vecinita, su familia disfuncional, su rol de líder de una escueta pandilla de preadolescentes homofóbicos y xenófobos, Quinquin será un consciente observador del misterio que se gesta a su alrededor. ¿Cuál es ese misterio? Una vaca. Sí, una vaca muerta en un ex bunker de la Segunda Guerra Mundial que resulta tener en su estómago fragmentos del cadáver de una mujer decapitada. Mientras Quinquin y sus amigos asisten al descubrimiento a la distancia, entran en escena una pareja de investigadores de lo más particular. El comandante Van der Weyden (Bernard Pruvost) y el teniente Carpentier (Phillipe Jore) recuerdan a la pareja ridícula de La pantera rosa, Clouseau y Dodó, por su permanente desconcierto frente a lo bizarro del crimen, las incógnitas para resolverlo y la constante aparición de nuevos hechos macabros. Porque las vacas y los cadáveres se van a ir multiplicando sin que el comandante y el teniente puedan encontrar la punta de ese inmenso ovillo.
Dumont acusa numerosas influencias, algunas explícitas, otras soterradas. La elección de actores no profesionales, clave en el universo de los “modelos” bressonianos, tiene acá un agregado: los tics naturales de Pruvost frente a las escenas del crimen, su razonamiento itinerante que se traduce en un febril tartamudeo, las fabulaciones del Carpentier de Jore que se condensan en el deseo de manejar un auto policial de dos ruedas (que se resuelve de manera desopilante), el rostro inescrutable del joven Delhaye ante las reprimendas de toda autoridad, explotado en la presencia de su labio leporino y su audífono, alumbran una ironía feroz frente a ese mundo retratado que en Bresson portaba la llama de lo sagrado. La “gracia” de los personajes de Dumont (como el amor literal por Jesús de la joven Céline en Hadewijch, como la virtud defendida de la joven virginal de Fuera de Satán), es distante, apenas perceptible, y emerge en los intersticios de manera corpórea pero intermitente. Su interés por esos paisajes abiertos y aireados que permiten el libre paso de una mirada elevada, que es la de su propia cámara, nunca da paso al juzgamiento moral sino que permite una lejanía inquietante, renuente a toda indiferencia.
Casi como en los entornos bucólicos de Claude Chabrol, en P’tit Quinquin el crimen emerge sin preámbulos, y las escenas más macabras ocurren fuera de nuestra vista, eludiendo toda presentación climática y evitando que el espectador obtenga placer en la contemplación de la muerte. Nada más alejado del exploitation: no hay nada excitante en la aparición de la violencia sino que Dumont elige trazar una honda sensación de incomodidad que nos invade íntimamente. Tal desinterés por esos componentes claves del grand guignol francés se complementan con el detallado examen del contexto de la intriga, de los personajes que pueblan ese entorno, que nos dice cómo viven, que sienten, cuánto sufren. Y si esta operación era frecuente en su cine anterior, ahora va un paso más allá: todo atisbo de realismo ha dado paso a un surrealismo tanto estético como moral. Y esto no significa que haya juegos con la forma, angulaciones de cámara inusuales o procedimientos posmodernos de montaje, sino que la miniserie transita, episodio tras episodio, por el túnel del deliberado sinsentido. Los reveses extravagantes de la trama se replican en el humor negrísimo que ensaya Dumont con aire abiertamente provocador. Toda moral es estallada en sus mismas bases cuando no hay certezas ni fundamentos en los hechos que acontecen más que el atentado constante de un azar oscuro y caprichoso.
Un poco sobre la pista del derrotero lyncheano en Twin Peaks, los asesinatos son solo el punto de partida. Luego vendrán vacas locas, cuerpos descuartizados, funerales excéntricos, autitos chocadores, todo en un tono satírico que no por ello renuncia a su implacable mirada sobre la sociedad francesa contemporánea anudada ahora a una extrañeza radical e intransigente. Ese rostro de Jano que Dumont esculpe sobre su propia figura, que oscila entre el crítico y el provocador, es el que le permite presentar lo anecdótico (que Quinquin y su banda persigan a un negro y un musulmán de manera tonta e infructuosa) como germen de lo trágico. El humor es así su aliado ideal en esta pintura de colores claros y oscuros, de tontos y aventurados, de un cielo que refleja las llamas en las que ardemos día a día.
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