PERSONAJES > FREDDY MAMANI
El fenómeno comenzó en El Alto, La Paz: mansiones y grandes edificios que a veces incluyen restoranes y salones de baile inspirados tanto en Tiwanako con en Las Vegas, construcciones para que vivan o desarrollen sus emprendimientos los nuevos burgueses boliviana en el Estado Plurinacional presidido por Evo Morales. Nueva arquitectura andina para algunos, cholets para quienes hablan de forma despectiva de estas obras desorbitadas, coloridas y festivas. Y detrás de todo está Freddy Mamani, un hombre de 44 años que llegó a la ciudad como albañil, que se toma hasta nueve meses para pintar sus edificios y que consiguió que todas las rutas bolivianas, de Santa Cruz a Cochabamba, luzcan alguna de sus más de doscientas creaciones brillantes y espejadas, firmada por él o por sus cada vez más numerosos imitadores.
› Por Claudio Iglesias
En el cielo paceño que homenajeaba Néstor Portocarrero en un tango rapidito estilo vieja guardia, más exactamente en la ciudad ciberpunk de El Alto (en cuyos mercados se consiguen desde partes de avión hasta antibióticos), brillan construcciones poco ortodoxas. Templos profanos de varios pisos y cubiertos de espejos que regurgitan los rayos de sol y los lanzan chanfleados. Edificios con cara, a veces con ojos y boca, con la ropa que usaría un samurai si tuviera que ir a una fiesta con John Waters, inspirados en Tiwanako y también en Las Vegas. No solo tango hay en Bolivia: también volvió a nacer allí la arquitectura ficción de pequeña escala, a medias desorbitada y a medias anónima, del tipo que le gustaba a Robert Venturi, el pionero del movimiento mundial que cambiando nombres y blasones sigue vivo en un arquitecto desagradable pero vigente como Jean Nouvel. Arquitectura andina, le dicen a esta sorpresa. No hay que olvidar que el carnaval es boliviano. También el movimiento drag.
Y las sorpresas están a la orden del día prácticamente en todos los órdenes de la existencia. Nadie esperaría que la arquitectura de Las Vegas renaciera más salvaje, más fiestera y más incorrecta todavía en los bordes de la capital del Estado Plurinacional de Bolivia bajo el gobierno de Evo Morales, y no como una importación provinciana al estilo de la calle Pedro Goyena y los paseos comerciales del intendente Grosso de nuestra ciudad. Sino que lo hace como resultado de una evolución cultural interna, como grito de pertenencia de la nueva burguesía chola, como prenda de culto de la arquitectura gay (sin nada que envidiarle a Luis Barragán) y sobre todo como el sueño realizado de un albañil que llegó a la ciudad con las manos vacías: Freddy Mamani. Su historia es la de un self-made man surgido al calor del socialismo con características bolivianas; un homus novus del clima económico experimental.
El primero lo inauguró en 2005 y desde ahí no paró de trabajar. Solo pintar cada edificio le lleva alrededor de nueve meses. Los asistentes pueden pasar fácilmente el centenar. Sus obras son cuantiosas: es prácticamente imposible recorrer una ruta boliviana (como la nueva ruta entre Santa Cruz y Cochabamba) sin ver construcciones de él o de alguno de sus muchos imitadores. Entre el enjambre de casas de ladrillo sin pintar, a lo lejos se reconocen por su altura algo superior a la media y por sus espejos que rebotan con fuerza el sol altiplánico. Brillan como dientes de oro. Se ganaron el nombre algo despectivo de cholets, cruza mezquina de chalet y cholo. Se trata de viviendas residenciales, salas de baile, restaurants... todo junto. Eso hace Mamani: palacios privados para los grandes hombres de El Alto. “Mis clientes son principalmente comerciantes, transportistas, profesionales de las áreas de la gastronomía.” Es decir, nuevos ricos. Las cabezas líderes de la burguesía chola.
Porque cholo no es, nunca fue, el índígena ni el campesino. El cholo es una figura histórica: es el migrante interno que va a buscar trabajo en los centros urbanos mineros consolidados en las últimas décadas del siglo XIX y en el trámite abandona su cultura y hasta cierto punto su lengua. También su dieta: aquel que deja la quinoa por la harina de trigo es un cholo. Es cholo el trabajador o el comerciante que comienza a fumar cigarrillos, consumir pornografía, tomar cerveza, quejarse de los dolores de cabeza y otras cosas de la ciudad. Un advenedizo sacudido por el pulso vibrante de la urbe de mediados del siglo XX que tiene también su barrio bohemio, Sopocachi, cantado en los tangos de Portocarrero.
Que la de Mamani es una arquitectura de nuevo rico, sí. ¿Quién podría negarlo? También es una arquitectura transformista y lo es en un sentido muy preciso: casi cualquier edificio existente, cualquier caja de ladrillos con hormigonado modesto y sin vidrios poniendo unos pesos si usted tiene un restaurant o una empresita de transporte puede montarse, convertirse en una drag queen de las que sacuden el carnaval desde tiempos inmemoriales (como las chicas de la Familia Galán). Los cholets no nacen sino que se hacen. Y en esto de montarse lo de afuera es lo que más tarda: a Mamani le lleva más tiempo pintar el edificio que hacer la estructura gruesa. Los planos son lo de menos: lo que importa es lo que se ve, el yeso enloquecido, los jardines, el vértigo cromático. De software paramétrico, estudios de impacto ambiental, gacetillas de prensa con giros deleuzianos y otras cosas que hacen los arquitectos de los últimos tiempos ni le hablen. El suyo es un estrellato de albañil: sus maravillas son joyas de cal y agua. Y como todas las joyas tienen muy buen cerca: Mamani es un arquitecto del detalle, del recorrido. Su glamour de bajo presupuesto es más divertido y ciertamente más vivo que las bellezas con forma de huevo de pascua del estrellato internacional, como el regalo envenenado y carísimo que Nouvel le hizo a la capital mundial de la desgracia urbanística, Barcelona: un frasco de vidrio opaco, prometedor a la distancia pero tan animado y amoroso por dentro como la oficina a la que va a trabajar Martín en la versión de La Tregua protagonizada por Héctor Alterio.
A few don’ts es el título de un muy famoso texto de Ezra Pound en el que les explica a los poetas, en este caso a los poetas imaginistas, lo que no tienen que hacer. Restricciones de ese tipo, a veces tácitas, existen en otros ámbitos y el de la arquitectura no es la excepción. No construir demasiado, ni mucho menos demasiado en el mismo lugar, es una de estas reglas del estrellato que Mamani desconoce con su enjundia campechana de hombre nuevo. Sesenta edificios en El Alto. Otros cuarenta en otros lugares. Y cien más durante la etapa previa al color y el desquicio, como constructor. Con cuarenta y cuatro años, Mamani tiene en el hombro más de doscientas construcciones, como le gusta decir: “edificio” queda un poco fuera de registro en el habla corriente y la palabra “obra” se la tiene prohibida.
En general sus construcciones reflejan un orden social, una visión del mundo. La planta baja suele ser un salón de fiestas. El último piso, que se llamaría penthouse, queda para el propietario. Y los pisos del medio para poner en alquiler o de bulo para los hijos. Una arquitectura que satisface la necesidad de dar fiestas y mantener departamentos de soltero es la de Mamani. Sus protagonistas: los playboys de El Alto.
Y aunque parezca mentira a Mamani le costó que le llevaran el apunte, no porque no respete las reglas tácitas del jet set arquitectónico sino por su pretensión identitaria, por su cercanía así sea nominal con el mundo aimara en un país en el que las castas profesionales siempre le rehuyeron al bultoso interrogante de la nacionalidad. Ahora con Evo estamos mejor, dice Mamani en una entrevista; todo lo que parezca aimara está mejor, en verdad, incluida la burguesía comercial de El Alto que le demanda construcciones que la vieja burguesía mira con malos ojos. El estigma del lugar era el de zona pobre y los conflictos sociales lo hicieron famoso. “El Alto” en el lenguaje del periodismo boliviano era parecido a nuestro conurbano bonaerense. (De un presidente se podía decir que “El Alto lo sacó” con marchas y paros.) Hoy El Alto brilla y es cuna de líderes. La de Mamani es una arquitectura oficialista que encarna en propiedades privadas de dueños de flotas (colectivos) o restaurants: la unión ansiada de la vanguardia y la pyme.
Tengamos presente el camino boliviano al socialismo, en sus características propias. El incremento del consumo popular en Bolivia durante el gobierno de Morales, el desarrollo del mercado interno, las inversiones que mejoraron mucho la vida de las personas de allá arriba como las líneas de Mi Teleférico (que le permiten al alteño atacar cualquier punto de La Paz en cuestión de minutos, lo que en vehículo tardaría una hora sin tránsito fuerte) y el salto a la clase media de las grandes masas urbanas fue compatible con una economía históricamente abierta y estructurada en regiones ecológicamente interdependientes (el valle, la sierra y el Altiplano) que los historiadores caracterizaron con una metáfora audaz: la del mercado vertical. Fuera de la cuestión de los términos del intercambio y de la división internacional del trabajo, Bolivia siempre dependió de sus importaciones no ya de productos industriales del Atlántico norte sino de materias primas de los países colindantes (Brasil, Perú, el noroeste argentino) para estructurar su propia producción. La histórica hoja de coca que mantenía despierto a los mineros de Potosí, por poner un solo ejemplo, venía de la selva amazónica. Los animales de labor que se utilizan desde hace siglos en los sembradíos de los valles son oriundos del Altiplano y de Jujuy. No existió en Bolivia nada parecido a la autosuficiencia económica de una región (como lo que Sarmiento llamaba la “civilización del cuero” de nuestra pampa) ni del país en conjunto. De ahí que una de las actividades principales de la economía boliviana, y que por momentos parece ser la única, sea el comercio. Esa cosa tan boliviana, el mercado, la feria en plena calle: el encuentro de la oferta y la demanda capaz de satisfacer necesidades que van de la brujería y la protección amorosa a las clases de canto y los arreglos dentales. El Alto fue históricamente un mercado de mercados, un megamayorista en el desierto donde se cruzan las rutas que vienen de la selva, del valle y de Titikaka. Napoleón decía de Inglaterra que era una nación de pequeños comerciantes. Sin mar y con socialismo, El Alto podría decir: yo también.
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