DOS TIPOS PELIGROSOS
Acción, suspenso, investigaciones detectivescas, toques de humor y, sobre todo, una pareja despareja de hombres audaces, peligrosos o patéticos en el centro de la escena. Esas son las líneas principales en las que se puede condensar el cruce entre buddy movies y policial negro. En parte como homenaje a tanques como Arma mortal, y también a los dorados años 70 de los estudios de Hollywood, Dos tipos peligrosos reúne a una nueva pareja despareja: la de Russell Crowe como un duro pegador y Ryan Gosling como un detective privado perdedor y alcohólico, esta vez para atender un caso que en la mejor tradición noir enlazará la oscuridad del dinero, el sexo y el poder. Todo bajo la batuta de Shane Black, guionista estrella de fines de los 80 y comienzos de los 90 –justamente con Arma Mortal como mejor ejemplo–, devenido director con el nuevo siglo y que, gracias a una película de superhéroes como la supertaquillera Iron Man 3, pudo emprender finalmente este nostálgico viaje al pasado reciente.
› Por Diego Brodersen
Con un poquito de imaginación cinéfila, las primeras imágenes de Dos tipos peligrosos pueden traer el recuerdo de otros encuentros nocturnos acaecidos durante aquellos dorados años 70 norteamericanos. Incluso hay algo ligeramente spielbergiano en la caminata de ese chico por los pasillos de su casa, las luces de Los Ángeles asomando en lo alto de las colinas y atravesando los ventanales de la casa, al tiempo que recupera el tesoro por el cual estuvo esperando todo el día: la revista “para hombres” con poster central de la estrella porno Misty Mountains, regios pechos al aire, piernas ligeramente cruzadas, dejando entrever un Monte de Venus que se adivina -como corresponde a la época- de vellosidad tupida, exuberante. Algo está por suceder, pero no se trata de naves alienígenas a punto de iluminar el cielo o hacer temblar la tierra. Aunque es cierto que la caída del automóvil luego de alcanzar el borde del risco posee una cualidad fantástica, al menos durante unos instantes. Hasta que toca el suelo, atraviesa una habitación de la casa y termina deteniéndose en el jardín, su conductora desangrándose semidesnuda en una pose casi idéntica a la del poster central de la revista Play Boy que había ocupado la atención del muchacho algunos segundos antes. Pero claro que es ella, la mismísima Misty Mountains, primera en una serie de casualidades que, junto con el vuelo imposible e inesperado del vehículo, instala en parte el tono de lo que está por venir: una investigación detectivesca de a dos con elementos de comedia física clásica, firmemente amarrada en el muelle de la reconstrucción de época paródica.
No por nada la película está contenida por sendas secuencias de títulos que permiten escuchar, en el comienzo, la pulsante intro rítmica de “Papa Was a Rolling Stone”, de The Temptations, y, sobre el final, una balada de Al Green, botones de muestra de una banda de sonido que no dejará de incluir al clásico disco”Boogie Woderland”, con un falso cameo de Earth, Wind & Fire durante una fiesta con aristas alucinantes. El año es exacto, 1977, y los protagonistas centrales, exactamente dos. 1) Jackson Healy, golpeador profesional, de esos tipos que son contratados precisamente para eso: pegar. Ya sea para sacarse de encima a un acreedor molesto, al amante de la señora o a un agente de seguros, previo pago de un precio conveniente. Un heavy en el sentido que solía dársele en décadas pasadas, aunque en el cuerpo actual de Russell Crowe las acepciones pueden alcanzar fácilmente la polisemia. Elemento de trabajo indispensable: la manopla. 2) Holland March, detective privado con algo de chispa, pero cierta propensión al desastre, especializado en confirmaciones fotográficas de affaires extramatrimoniales y búsqueda de adolescentes descarriadas que han escapado del hogar. Alcohólico de raza, de esos que suelen despertar cada mañana con resacas de larga duración. Una versión setentosa de los Philip Marlowe y Sam Spade del pasado, que el cine ya había rescatado precisamente en esa década –recordar Barrio Chino (1974), de Roman Polanski, o la versión cinematográfica de El largo adiós dirigida en 1973 por Robert Altman–, encarnado con desgarbo y tipicidad cómica por un Ryan Gosling con barba de varios días. Elementos de trabajo: el revólver y su olfato metafórico, ya que el literal lo ha perdido definitivamente en algún momento del pasado. Para cada uno de ellos, el trabajo inicial parece sencillo: en el caso de March, descubrir el paradero de Misty Mountains, que a pesar de una confirmadísima y mediática muerte su anciana tía insiste en negar; para Healy, amedrentar a los golpes a ese detective que anda molestando a Amelia, una jovencita con aparentes contactos en el mundo del porno profesional. Claro que, como en los noirs de antaño, nada es lo que parece y todo tiende a complicarse, en particular luego de que los caminos de March y Healy se cruzan inexorablemente.
El creador de ese universo confortablemente reconocible, al menos en sus rasgos superficiales, es Shane Black, guionista estrella hacia fines de los años 80 y principios de los 90, épocas en las que sus guiones se vendían como pan caliente. Una descripción somera de The Nice Guys (el título original es más canchero e irónico que el elegido para el mercado latinoamericano) confirma las sospechas de que el film es casi la quintaesencia de ese mundo que Black viene moldeando desde hace tres décadas en sus películas, particularmente en las que participó como guionista, aunque haya también varios puntos de contacto con su debut como realizador, Kiss Kiss Bang Bang (2005). Investigaciones policíacas o de orden privado; la obsesión por el emparejamiento de duplas desparejas (lo que, a falta de un término más certero, suele llamarse buddy movies); la acción física, representada por tiros y explosiones, pero, fundamentalmente, por la trompada limpia; la comicidad no tanto como fundamento o fin sino como motor, usualmente secundario, de la trama. Dicho lo cual, se hace indispensable aclarar que Dos tipos peligrosos es, indudablemente, su segunda comedia en todo derecho luego de Iron Man 3: aquí los juegos verbales abundan, como en otros films que siguen la misma tradición, pero a ellos se le suma un uso constante e hiperbólico del humor físico, por momentos cercano al slapstick más primitivo, aunque no por ello menos sofisticado. Resulta más que claro que el proyecto era muy querido por Black y un repaso por su carrera (ver nota aparte) permite adivinar no pocos problemas para llevarlo a buen puerto, confirmados por el dato duro de que desde su génesis hasta su parto tuvieron que transcurrir unos trece años. “Junto con mi amigo Anthony Bagarozzi escribimos el guión en 2001, que originalmente transcurría en tiempo presente, pero eso no terminó yendo a ninguna parte. Lo intentamos nuevamente como un show televisivo para CBS en 2006, pero eso tampoco fue a ninguna parte”, confirmó Black a IndieWire poco después del debut del film en el Festival de Cannes, donde fue exhibido fuera de competencia. De hecho, no es necesario echar mano a las artes adivinatorias para imaginar que esta película sólo obtuvo luz verde para su financiación luego del éxito de la tercera entrega de la saga del superhéroe metálico, nueva confirmación de esa máxima que afirma que en Hollywood hay que demostrar no sólo talento sino, esencialmente, obediencia, rigor a la hora de seguir las reglas. En otras palabras: si la producción millonaria funciona en la taquilla, habrá dinero para esa otra película más barata que se desearealizar a toda costa. ¿Habrá querido decir algo el realizador, más allá de la referencia de época, con ese plano del famoso cartel de Hollywood derruido por el paso del tiempo, carcomido por la herrumbre y la vegetación?
El otro nombre esencial detrás de cámaras es el de Joel Silver, productor de la seminal Arma mortal (1987, dirigida por Richard Donner) –punto de partida de la carrera de Black– como así también de la ópera prima del director, la nombrada Kiss Kiss Bang Bang. Y si bien se trata de la primera vez que trabajan juntos en casi diez años, lo cierto es que los caminos de productor y realizador siempre estuvieron unidos, en las buenas y en las malas. “Me encanta estar nuevamente en una película con Joel. En la industria, es una fuerza natural de gran energía. Por otro lado, es una enciclopedia virtual de la historia del cine y todas las cosas cinematográficas, por lo que siempre es fascinante escucharlo, y trabajar con él es un privilegio”, declaró Black a la prensa respecto de su buddy más cercano en el mundo del cine. No es el único reencuentro del film: Crowe vuelve a compartir pantalla (al menos, durante algunas breves escenas) con su compañera de Los Angeles al desnudo (1991, de Curtis Hanson), Kim Basinger, que aquí interpreta a una encumbrada política con una hija en problemas. Otro peón en una trama que sigue complicándose con la aparición de cada nuevo personaje y que deriva, previsiblemente, en una red de corrupción de altísimo nivel, uno de esos pulpos oscuros de múltiples tentáculos que el cine estadounidense ama desbaratar gracias al rol de un único héroe. O dos, como en este caso. O tres, realmente, ya que un tercer personaje -sólo en apariencia muy secundario- adquiere un rol mayor en la historia hasta erigirse en fundamental. Como ocurría en el film de Tony Scott, El último boy scout (1991), otro de los guiones inolvidables en la filmografía de Black, la pequeña hija de uno de los protagonistas pasa de los márgenes al centro del relato cuando comienza a involucrarse en un universo (en principio) poco apropiado para su edad. Aquí la hija de March, Holly (interpretada por Angourie Rice), funciona como nexo entre los dos protagonistas adultos y aporta sus buenas dosis de sagacidad y coraje, al punto de resolver elementos críticos de la trama gracias a su intervención. Elemento disparador de cierta comicidad, por supuesto, pero también –como si fuera una Nancy Drew en extremo precoz– cimiento para la construcción de una heroína por derecho propio, a su vez anclaje moral en un ecosistema podrido hasta la médula, violento y sangriento. Lo cual habla a las claras del respeto de Black por todos sus personajes.
Dos tipos peligrosos es tan old school como desea serlo. Hay una ética del ritmo de las escenas, del intercambio de diálogos y del desarrollo de la investigación que es cada vez menos frecuente en el cine popular norteamericano. En una película que enfrenta las secuencias de acción con las armas más contemporáneas, pero sin olvidar el viejo y honrado trabajo de los dobles de cuerpo, resulta casi extraordinario que las escenas expositivas se tomen su tiempo para establecer distancias, ubicaciones y singularidades. El extenso módulo narrativo que describe la fiesta en la mansión del magnate porno es un excelente ejemplo: casi veinte minutos durante los cuales el film alterna gags visuales que parecen tomados de La fiesta inolvidable (el momento surrealista en el cual March aparece nadando en una pecera, su posterior caída por un balcón) con otros definitivamente inimaginables en el cine de Blake Edwards, como el descubrimiento de Healy de que la preadolescente Holly disfruta de una película porno junto a un par de adultos en una habitación de la residencia. Al tiempo que el relato dispara aquí y allá diversas situaciones en paralelo, va construyendo los elementos que permiten el descubrimiento de una nueva víctima de la conspiración en ciernes, otro enfrentamiento en la mejor tradición física del puñetazo y la patada y, finalmente, un nuevo accidente automovilístico, que junto con el del inicio y otros por venir convierten a la película en una suerte de parodia ideal de Crash, la novela de Ballard y/o la película de Cronenberg. Y es que hay algo zarpado en Dos tipos peligrosos que no resulta tan evidente a primera vista, pero se hace claro luego de su sedimentación en la memoria. Al fin y al cabo, ¿en cuántas películas mainstream contemporáneas una nena de doce o trece años le espeta a su padre las palabras beso negro, con plena consciencia de su significado? Shane Black dixit: “El problema que veo en muchos films de estos días es la asunción de que sólo se puede adoptar un tono por película. O es sombría y dura o es ligera y divertida. Dos tipos peligrosos tiene su porción de oscuridad y partes que son algo extravagantes, pero también otras que son sentidas y conmovedoras. Se puede ir y volver sin problemas”.
Por esa razón el grand finale, una secuencia de acción a gran escala, con múltiples y paralelos suspensos, permite a su vez pasos de comedia en la tradición de Buster Keaton o Harold Lloyd, que Black incorpora en el guión, la puesta en escena y el montaje sin que la tonalidad humorística altere el resto de los ingredientes de la composición. En ese y otros sentidos, The Nice Guys es el más reciente y orgulloso integrante de un árbol genealógico que incluye padres e hijos insignes, primos vergonzosos y familiares lejanos de toda calaña. Que la coda final, par de tragos en mano y comentario sarcástico sobre el estado del mundo mediante, incluya una nada sutil sugerencia de un emparejamiento ulterior de la dupla puede expresar una de dos cosas: el director está riéndose de la ajada tradición de la secuela o está abriendo la puerta para salir a jugar nuevamente en el futuro.
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