MUSICA > SERGIO POLI
Proviene de una familia de músicos y aunque su padre lo dejó en total libertad para casi dedicarse a ser arqueólogo, también le advirtió que la gente que había abandonado del todo su instrumento favorito, se había arrepentido. Entonces, su instrumento sería el violín. Presencia constante en las filas de violines del Teatro Argentino de La Plata, Sergio Poli pasó de la experiencia sinfónica de tocar Stravinsky a grabar Lobo suelto, cordero atado con los Redondos y participar de los míticos recitales de Huracán en los noventa. Ahora presenta Luna de hielo, el nuevo disco de su potente Sergio Poli Ensamble
› Por Sergio Pujol
Sergio Poli habla rápido. En una indicación de pentagrama, su discurso verbal sería “presto”. Pero cuando el que se expresa es su violín, los tempi son otros. Una variedad de temporalidades se abre frente al oyente. Luna de hielo, el nuevo disco del vigoroso Sergio Poli Ensamble, es la mejor muestra del talento de este singularísimo violinista. A lo largo de tres décadas de vida profesional, Sergio lo hizo prácticamente todo, y quizá algo más. Fue presencia constante e importante en la fila de violines de la orquesta del Teatro Argentino de La Plata y refuerzo en la Sinfónica Nacional. Con Cordal Swing, delicioso combo que fundó con el guitarrista Néstor Gómez, acrecentó la herencia de los violines de jazz gitano de los recordados Hernán Oliva y Héctor López Furst. Hizo tango con la orquesta de Omar Valente y con su propio grupo. Soleó en tres temas de los Redondos (“Espejismo”, “Un ángel para tu soledad” y “Scaramanzia”) y, desde hace un tiempo, dirige el que quizá sea el mejor grupo de jazz-rock del país, mientras da pelea junto a sus compañeros de la Orquesta de Cámara de la Municipalidad para que las autoridades platenses, que la tienen inactiva y sin sueldos desde diciembre, no hagan oídos sordos a la cultura.
Vale decirlo sin rodeos: Poli es un virtuoso de un instrumento que labró tradición a fuerza de virtuosismo. Pero tiene algo fuera de toda escolástica, difícil de encontrar aún en los instrumentistas jóvenes de tango: sabe tocar en las más variopintas cuerdas de los géneros musicales. La ubicuidad de su violín se ha convertido en un dato curioso y valioso de la vida musical argentina. Si bien todo músico con la formación de Sergio está nominalmente capacitado para leer cualquier particella que le coloquen enfrente, lo que escasea, y Sergio derrocha, es un verdadero compromiso artístico con aquello que se está tocando. Cualquiera sea la autovía musical por la que decida o le toque en suerte circular, su andar siempre resultará convincente, por más que su amor realmente duradero se llame jazz. Desde que una tarde de su adolescencia, atravesando la plaza San Martín de La Plata, escuchó a Swing 39, el grupo de Walter Malosetti, el norte de su vida quedó cifrado en el arte de la improvisación.
Grabado en vivo en Ciudad Vieja y con arte de tapa de Rocambole (Ricardo “Mono” Cohen), Luna de hielo es una producción independiente que trae diez composiciones de Poli para un formato y un sonido que reconocen la paternidad de Jean Luc Ponty, el gran maestro del violín eléctrico (“Es el mejor, seguido de cerca por Didier Lockwood”) y que suponen el disco que pone a Sergio en contacto con la esquiva sensación de felicidad. “Me siento cómodo acá, más incluso que en Canícula, el primer disco del ensamble. En el medio estudié composición con Juan Pollo Raffo. Fueron sólo seis meses, pero me abrió la cabeza. Digamos que liberó lo que traía encorsetado de la etapa en la que estudié con Manolo Juárez. Yo siempre fui intérprete, lo mío era leer partituras o improvisar; esto último lo aprendí con Héctor López Furst. Pero no componía. Raffo me ayudó a conjugar mi intuición –soy un músico esencialmente intuitivo– con el análisis. Y de una manera muy libre. Con él desmenuzamos Close To The Edge de Yes y A Tone Parallel to Harlem de Duke Ellington. Apliqué eso que Pollo llama el cirujeo del compositor. Anotar ideas sueltas para utilizarlas donde me parezca.”
En su casa-estudio de Gonnet, rodeado de libros, discos y cajas llenas de partituras (las indicaciones de los lomos bien podrían ser los capítulos de una futura autobiografía), Sergio contagia entusiasmo a quién quiera compartirlo. A su lado están los dos violines, el eléctrico y el del siempre. Y pedaleras y equipos, escoltando la computadora con la que suele componer “para evitar los lugares comunes de los dedos, aunque a veces escribo cosas un poco incómodas para el instrumento”. La convivencia hogareña de materiales fríos y cálidos parece una metáfora ecológica coronada por el más clásico de los cuerpos clásicos. Suavidad madera, orfebrería refinada y secreta arrojada a un mundo signado por mediaciones y virtualidades: eso parece decir, aun cuando descansa una mañana de otoño, el violín a resguardo de Poli.
Pero quizá el mayor tesoro material de Sergio sean las fotografías. En un tiempo supo sacarlas, con buen ojo, siguiendo consejos del maestro Ataúlfo Pérez Aznar. Hoy las fotografías que mejor engalanan su casa son las de otros, y de otros tiempos. La de su padre Roberto, contrabajista del Teatro Argentino. La de Stephane Grappelli, uno de sus héroes. Un retrato del gran Jascha Heifetz. Y aquella de Igor Stravinsky, al que su padre conoció cuando el gran ruso visitó Buenos Aires, descansando como un don nadie en una silla del teatro Colón. En otras dos –las joyas de la sala– se puede ver a su abuelo contrabajeando en una orquesta típica y en una de jazz, circa años 30; si se mira con atención, se descubre que el fueye del elenco tanguero resulta ser el saxofonista del jazzero. Un intercambio habitual en aquellos días menos ceñidos que los actuales a la ultra especialización. De algún modo, Sergio retoma el envión cosmopolita de la era de “típica y jazz” para darle una dirección más moderna.
¿Alguna vez soñaste con ser otra cosa que violinista?
–Cuando estaba terminando el secundario fantaseé con ser arqueólogo. Recuerdo que compré esa guía de Eudeba que se editaba para que uno, despistado en la vida, pudiera encontrar su verdadera vocación. Soy de una familia de músicos: abuelo y padre contrabajistas, hermano cellista, mi mujer, Paula Mesa, es guitarrista y musicóloga, y mis hijos, Lucas y Tiago, ya están en tema. Y debo reconocer que el mandato familiar era como un destino manifiesto. Pero mi viejo me dijo algo fundamental: “vos podés hacer con tu vida lo que quieras, pero te aconsejo que no abandones nunca el instrumento. No conozco a nadie que lo haya dejado del todo y no se haya arrepentido.”
“Averiguación de consecuentes” arranca un poco a la manera de Mahavishnu Orchestra (por ahí andaba otro violinista que Sergio tiene en cuenta: Jerry Goodman), y abre el fuego de un disco intenso, de rítmica cambiante, que pasa con plasticidad del candombe (“PoliCandombe”) y la murga (“Malvin98”) al funk (“Sinergia” y “Postsagio”); de la zamba en “Paula” al flamenco en “Carito (por bulerías)”. Pero más allá de la heterogeneidad de las composiciones, en Luna de hielo hay un plan claro y conciso. Un estilo. La electrificación del violín le permite a Sergio trazar líneas largas con distorsión, como si tuviera entre manos una Fender, y lograr un empalme perfecto con sus compañeros Pablo Murgier Pazdera (teclados), Maxi Abal (guitarras), Jonatan Schenone (bajos), Daniel Viera (batería) y Potolo Abrego (percusión).
Seguramente te dijeron que el tema Luna de hielo, con ese clima ominoso y pesado, suena un poco ricotero.
–Sí, supongo que eso se debe a los riffs de fondo, detrás del violín. No sé si mi música tiene alguna influencia de los Redondos, pero es innegable que el hecho de haber grabado con ellos y haberlos acompañado en los conciertos en Huracán en 1993 y 1994 fue una experiencia hermosa. No me canso de contarlo. Cuando me llamó la Negra Poli pensé que lo mío se reduciría a tocar algunas notas largas y nada más. Es lo que suelen hacer los violinistas en los discos de rock. Un violín multiplicado por tres. Pero no fue así. Encima Skay me avisó que “Espejismo” lo íbamos a grabar un semitono más arriba (originalmente era un tema en Re menor). Esto me complicó bastante, porque mi bemol es una tonalidad rara para el violín, con poca cuerda al aire. Entonces opté por cambiar la afinación del instrumento. Una vez en los estudios Del Cielito las cosas anduvieron muy bien. Toda una tarde para grabar lo que, al fin y al cabo, era sólo un par de pasajes. Fueron ideas mías, sobre las que Indio hizo sus sugerencias. Recuerdo que me dijo: “tomate todo el tiempo que necesites, Sergio. Tené en cuenta que en el disco dirá: violín, Sergio Poli”. Tenía razón. Si bien no era un trabajo muy difícil para mí, me estaba diciendo que aquello quedaría registrado para siempre. Luego participé en los dos conciertos en Huracán.
Uno de esos conciertos fue subido a youtube. Supongo que se viralizó. “Un amigo de La Plata”, te presenta el Indio. ¿Te impresiona un poco verte en esa foto de época?
–La verdad es que mi mayor preocupación en ese momento era que no se me cortara una cuerda. No andaba con un segundo violín, como hacen los guitarristas. En el primero de esos recitales, en 1993, me hicieron una tarima especial, como la que tenían las chicas de Blacanblus. Teníamos mucho retorno de nuestro sonido, y prácticamente no escuchábamos nada que proviniera del público. Además yo siempre toco con los ojos cerrados. Pero de pronto oigo que la masa estaba coreando la melodía de mi solo. Increíble. Hacía una semana que el disco estaba en la calle y ya se sabían todos los temas, ¡incluidos los solos de violín! Entonces abro los ojos y lo veo a Solari con la cabeza sobre sus brazos cruzados, escuchándome con atención, como uno más del público”.
Sergio creció escuchando música clásica, de Mozart a Stravinsky sin escalas. Dice que La consagración de la primavera –que tocó por primera vez con la Sinfónica Nacional cuando tenía 30 años – fue para él como Gaby, Fofo y Miliki: hasta en la sopa. Una vez en la orquesta del Argentino, estuvo bajo las batutas de grandes directores. Simon Blech, Pedro Ignacio Calderón, Stefan Lano. Recuerda con afecto al último director que tuvo, Alejo Pérez, pero no quiere seguir nombrando para no ser injusto con la ristra de nombres ilustres a cuyas órdenes se puso por la causa de la música. En cuanto a repertorio sinfónico, su enumeración es, lógicamente, más impresionante aún. Tal vez, viéndolo desde afuera, el músico de orquesta parezca una pieza anónima cuando no desagradecida, como maliciosamente mostró Federico Fellini en su fabula política Ensayo de orquesta. Pero la realidad es diferente. Ser parte de una obra de Prokofiev, de la increíble “Sinfonía de los 1000” de Mahler (Sergio la tocó en el Luna Park), de Salomé de Richard Strauss ó de alguna de las 9 de Beethoven son experiencias de cultura de difícil parangón. En ese sentido, el violinista aun se estremece cuando rememora su intervención en las Gurre-lieder de Shoenberg en el Teatro Colón. “Normalmente una orquesta normal tiene 16 violines por fila; acá eran 25. Y dos coros enormes. Una locura.”
Si bien hoy la barrera entre “culto” y “popular” carece de entidad, haber participado de Edipo Rey de Stravinsky y de Lobo suelto, cordero atado de los Redondos puede parecer un contraste fuerte. En ese sentido, ¿reconocés a Jorge Pinchevsky como un pionero en el pasaje de una esfera a otra?
–Si, totalmente. Lo conocí cuando yo era chico. Jorge laburaba con mi viejo en el Argentino y en la orquesta Municipal. Cuando a esta última la quisieron cerrar en 1968 –como está pasando ahora, lamentablemente– él militó a favor de su continuidad. Por entonces todavía no tenía relación con el rock. Hasta que un día el Mono Cohen lo invitó a la casa de la Cofradía de la Flor Solar para mostrarle un violín con un pick up de Winco adaptado. Jorge volvió a su casa a la mañana siguiente. De ahí en más se convirtió en una figura central en el naciente rock argentino. Grabó con la Pesada y puso al violín en un lugar insólito para la época. Vos fijate en la película Hasta que se ponga el sol. Ahí lo tenés: Ese tipo con esos pelos, tocando un violín... Él estuvo en esa foto, era estrella cuando debutó Sui Géneris. Eso nadie se lo pudo negar jamás. Luego hizo una carrera internacional con Gong; lástima que esas grabaciones casi no se conozcan.
Sergio desgrana anécdotas como si ensayara veloces digresiones de un tema central. Pero siempre vuelve. Desacelera un poco y vuelve. El mundo de la música es una fuente de historias grandes y pequeñas. Con las primeras se escriben libros, aunque las divertidas siempre son, por supuesto, las pequeñas. Sergio las colecciona en su memoria, que, como la de todo buen músico, rara vez falla. Uno de sus tópicos favoritos refiere al contraste entre la espiritualidad que solemos adjudicarle a la músicaclásica y el costado terrenal de quienes asumen la tarea de darle forma a esas catedrales en el aire.
Dame un ejemplo de vida prosaica entre los músicos de una orquesta sinfónica.
–Bueno, alguna vez yo toqué en una función escuchando por los auriculares un partido de Gimnasia. Me animé a correr ese riesgo porque usaba el cabello muy largo, el director no veía los auriculares, y yo toqué las notas correctamente. Éramos 120 músicos, 16 violinistas. Y jugaba el Lobo, no me lo podía perder.
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