ENTREVISTAS > MERCEDES MORáN
Actriz de teatro con una fuerte impronta popular y siempre llena de matices, se trate de Gasoleros o de La ciénaga, Mercedes Morán protagoniza por estos días un unipersonal con una propuesta diferente e íntima. En Ay, amor divino, recrea su vida en base a recuerdos, sobre todo de la infancia de pueblo en la provincia de San Luis, con textos propios y dirección de Claudio Tolcachir. Mientras filma Maracaibo, un film sobre cómo los padres pueden afrontar o no la pérdida de un hijo, y recién llegada de Cannes, adonde viajó para presenciar la exhibición de Neruda, de Pablo Larraín, Morán retoma los pasos que la llevaron a evocar su vida en escena.
› Por Salvador Biedma
Hace frío, atardece, Mercedes Morán está sin dormir. Pasó la noche en el rodaje de Maracaibo. Se pueden notar los lógicos signos de cansancio cuando ella abre la puerta de su departamento, pero no pasan ni cinco minutos antes de que esos signos se borren. Habla entusiasmada, nadie podría imaginar que esta mujer –entre ventanales inmensos con una hermosa vista a la ciudad– no durmió. Ni que lleva semanas de actividad frenética, que incluyeron un viaje a Cannes, para la exhibición de la película Neruda, y el estreno de un unipersonal con texto propio en el que cuenta experiencias de su vida sin interpretar el personaje de otro, desde ella misma. Parece descansada, fresca, con ganas de pensar cada pregunta.
Maracaibo, dirigida por Miguel Angel Rocca, cuenta la reacción de un matrimonio (en particular, del padre, interpretado por Jorge Marrale) ante la muerte inesperada de un hijo. Morán dice que el tema la obsesiona y que abordarlo desde un personaje le resulta “sanador”. También plantea que supone un riesgo hacer un drama cuando muchos van al cine buscando entretenerse. Los riesgos le gustan, afirma, y la obra que acaba de estrenar es un “último riesgo” porque ahí se presenta “sin disfraz”.
El espectáculo se llama Ay, amor divino. Es un unipersonal en el que va hilvanando anécdotas que vivió: de su infancia en Concarán, un pueblito de San Luis (“hay gente que te habla del barrio y de ‘la sabiduría del barrio’; bueno, yo tuve pueblo, no barrio”), de las relaciones con sus padres, con sus hermanos, con lo religioso, de la mudanza a Buenos Aires, de lo que escuchaba en la radio o veía por televisión... Una serie de evocaciones en las que brilla como actriz, con una intensidad que arrastra amablemente a los espectadores por un abanico que va de la carcajada a la tristeza.
La idea era contar historias que, en muchos casos, ella suele repetir en reuniones de amigos. “Vendría a ser una especie de Landriscina”, dice en broma. “Tenía muchas ganas de plantear una relación distinta con el público y compartir estas evocaciones”. Cuando le contó el plan a Claudio Tolcachir, que ya la había dirigido en Agosto y Buena gente, él se entusiasmó y le dijo que se pusiera a escribir. “Bueno, pero vos sos el encargado de que sea un hecho teatral y no la mera historia que cuento en mi casa”, pidió ella.
Las evocaciones ocupan la mayor parte de la obra, pero hay un segundo acto corto o epílogo (Morán no se decide a entenderlo de un modo u otro) con un lenguaje diferente, más reflexivo, sobre el paso del tiempo, los cambios, la edad; desde sus sesenta años que no los aparenta, la actriz habla de la menopausia, del amor, del sexo, de cómo todo eso fue variando.
¿Por qué decidiste hablar ahora desde vos?
–No sé. Seguramente lo iré descubriendo con el transcurrir del espectáculo, me irán pasando las cosas que me tengan que pasar y diré: “Ah, se ve que quería hacer esto porque...”. Los personajes siempre han sido un escudo protector. Me encanta componer a otras mujeres, me gusta ser muchas otras, pero esta vez sentí la necesidad de sacarme esos trajes. Y quería ver si lograba la relajación y la comodidad para contar desde mí. Pero no sé por qué necesité un nivel de exposición diferente.
Hablás de esa exposición como un espacio de calma, no como algo negativo.
–Sí, siento que no es ese lugar de exposición que te tensiona o te lastima o te da pudor, sino un espacio de familiaridad. Creo que se trata de un juego más de la actriz, que esta vez decide sacarse todas las caretas.
¿En qué momento hablaste con Tolcachir para que fuera el director?
–Cuando se me ocurrió la idea. Tenía la necesidad, por el acto de confianza y entrega y exposición, de sentirme más amparada que nunca, así que me rodeé de gente que me contiene y que es sincera conmigo. Mi marido (Fidel Sclavo) hace la dirección de arte, Gonzalo Córdoba Estévez la escenografía, Mónica Toschi el vestuario...
Morán comenta que no pensó este unipersonal para una larga temporada. Y, como tiene gran preponderancia su infancia en el pueblo (“creo que los primeros años son los que más te marcan”), le parecía ideal presentarlo en distintas provincias. La obra, entonces, se presentará dos meses en el Maipo y luego empezará ese otro recorrido. “Ahora que mi hija más chica se fue a vivir sola, me siento con otra libertad para disfrutar de las giras”. Pareciera que se cierra un círculo: la única vez que había hecho un unipersonal (Ángeles perdidos), debió suspenderlo a los dos meses porque estaba embarazada de su hija menor, justamente, y había tenido una pérdida.
Su primera hija (también llamada Mercedes, también actriz) nació antes de que ella cumpliera veinte años. Poco después tuvo a María. Se había casado a los diecisiete, cuando aún cursaba la secundaria, lo cual implicó anécdotas que muchos conocidos le preguntaron si iba a incluir en Ay, amor divino. Por ejemplo, la directora del liceo de señoritas mandó a llamar a su “padre, madre o tutor” porque Morán había ido a clase con una pollera muy corta; se presentó su primer marido, el “tutor”, que tenía veintitrés o veinticuatro años, en moto, pelo largo, hippie; la directora le explicó lo de la pollera y él le respondió: “Es que tiene muy lindas piernas”.
Tuvo a su tercera hija –Manuela– dos décadas más tarde, con Oscar Martínez. Dice que fue muy revelador porque “inevitablemente no sos la misma persona a los cuarenta que a los veinte, hay una cantidad de cosas ya conquistadas, con los pros y contras de cada etapa”. Señala que sus hijas más grandes seguramente tuvieron de chicas una mamá muy cercana, con gran vitalidad, pero que por eso mismo las habrá dejado más solas; la menor, en cambio, tuvo una madre madura, que tenía en claro que lo que más le gustaba estaba adentro, en su casa, “lo cual puede ser tranquilizador, pero bastante aburrido también”.
Comenta que ella, de chica, estaba muy imbuida en el catolicismo de su madre y, al mismo tiempo, era traviesa y curiosa. También dice que en la preadolescencia, ya en Buenos Aires, se volvió sumamente introvertida y que luego se “curó” gracias a la actuación. Le resulta paradójico eso: “Lo aconsejable para un inseguro sería esconderse, no salir a enfrentar a los toros. No sé qué mecanismo te hace tener esa contrafobia. La naturaleza de las actrices mezcla una enorme inseguridad y una enorme valentía”.
Decís que eras inhibida, pero uno ve tu historia y no imagina eso de una chica que, por ejemplo, se casó al terminar cuarto año.
–Es que también sufría unas ansias de libertad muy fuertes, que no podía gobernar. No hacía estas cosas envalentonada. No era por falta de miedo... A veces, una escapa para adelante.
Entonces, ¿un poco te casaste para irte de lo de tus viejos?
–Totalmente. Cuando lo decidí, lo primero que pensó mi madre fue que me casaba de apuro. Yo decía: Sí, apuro por irme de acá (se ríe). También he sido precoz. Recuerdo que, a los diecisiete, todas mis amigas eran más grandes que yo. Las actividades de las chicas de mi edad me aburrían.
¿Y a qué se dedicaban tus viejos?
–Mi mamá era maestra
¿Llegó a ser maestra tuya?
–Como no me adapté al colegio del pueblo, fui a la escuela de las quintas, donde ella era directora. No la tuve de maestra, pero sí de directora. Mi papá nos llevaba a las dos, a veces en auto y a veces en moto. Cuando nos vinimos a Buenos Aires, siguió siendo maestra. La docencia siempre le gustó; como vocación de servicio, digamos. Y mi papá trabajó de todo. En San Luis tenía unas minas de cuarzo, quedó sordo muy joven por las explosiones. Fue remisero, trabajó en la Biblioteca del Congreso... Y tenía una gran vocación política. Llegó a ser diputado provincial.
Reivindicás haber vivido tu infancia en un pueblo. ¿Te gusta esa cosa anfibia de haber pasado después a Buenos Aires?
—Sí. Yo soy una mujer de ciudad, definitivamente. Cada tanto, necesito recluirme en un lugar chico. La escala de pueblo me tranquiliza. Para salir de vacaciones, me gusta ir a lugares pequeños. Pero es ambiguo porque, así como necesito esos lugares, que eran los que mi padre amaba, tengo lo otro: mi madre se ahogaba en el pueblo y quería la gran ciudad.
Una amiga le comentó que estaba tomando clases con Lito Cruz aunque no pensaba ser actriz y Morán decidió inscribirse. En realidad, ella quería estudiar sociología. Tuvo una entrevista con el profesor y él le pidió que preparase un monólogo. Vuelve a recitarlo en Ay, amor divino. Un monólogo de Yerma, De García Lorca. Hace unos años, trabajó con Lito Cruz y le preguntó si se acordaba de eso. Desde ya, sería imposible que él se acordara del monólogo de cada aspirante, aunque (lo imita) “de vos sí me acuerdo, cómo me voy a olvidar de vos”. A ella aún le resulta un poco sorprendente trabajar con sus maestros.
En esas clases, se sintió atraída por la actuación. Al poco tiempo, María Herminia Avellaneda convocó a alumnos de Cruz para unos especiales en Canal 7. Junto a Ludovica Squirru y otros compañeros, Morán hizo algo que llamó la atención. Entonces, fue convocada nuevamente, para un especial de Susana Rinaldi.
A eso le siguió un papel, ya con continuidad, en Rosa de lejos. Cuando terminó el programa, le ofrecieron participar en una novela con Andrea del Boca, pero ella, por los prejuicios que existían –aún existen– entre los actores con respecto a la televisión, dijo que no y se volcó al teatro con una obra que tuvo éxito en el circuito off: El efecto de los rayos gamma sobre las caléndulas, de Paul Zindel. “Una obra preciosa”, comenta. “El otro día la vi y tiene una vigencia increíble. Las protagonistas son una madre y la hija. Siempre tuve la fantasía de volver a hacerla en el papel de la madre. Debuté siendo la hija”. Le gusta haberse alejado en su momento de la televisión y haberse formado en teatro porque ahí se ejercita de otro modo el instrumento del actor, se lo llega a conocer de otra manera, afirma.
La popularidad a gran escala le llegó quince años después, con el prestigio ganado y muchísimo trabajo detrás, en una seguidilla impactante. En 1998 le dieron un Martín Fierro por su papel en el ciclo Señoras y señores. Entre 1998 y 1999 estuvo entre los protagonistas de la exitosísima tira Gasoleros y ganó un segundo Martín Fierro. Luego, cuando vio que querían hacer otro programa repitiendo la fórmula, volvió a decir que no y se metió a actuar en una película independiente de una directora entonces desconocida: La ciénaga, de Lucrecia Martel. “Yo miraba mucho cine, pero no era una entendida, no sabía ni una octava parte de lo que puedo entender hoy. Fui comprendiendo de a poco la envergadura de la película. Nunca voy a olvidar que, cuando fuimos por primera vez a un festival, directores como Polanski se rendían ante La ciénaga, ante el talento de Lucrecia”.
Ay, amor divino la hizo pensar mucho en Martel, con quien tienen en común la infancia en pueblos de provincias. Dice que, cuando trabajaron juntas, hablaban mucho de eso, de los modelos de mujer que vieron de chicas, que se reían de ciertos giros lingüísticos o del mito de que las grandes ciudades son riesgosas, como si en los pueblos no existieran peligros, cosa que La ciénaga, por ejemplo, desmiente de plano.
El unipersonal tiene texto tuyo. ¿Solés escribir?
–Durante muchos momentos de mi vida he escrito, pero sin la intención de publicar, salvo cuando una editorial insistió mucho e hicimos el libro Las diosas se desnudan con Betty Couceiro. Escribo en etapas que me resultan reveladoras o movilizantes: los embarazos, el proceso de algún espectáculo... Pero son textos que funcionan como descarga, no tienen otro propósito.
¿Cómo fue el proceso de escritura de Ay, amor divino?
–Con esa misma tendencia, escribí liberada, sin ningún tema en especial. Después, le di al conjunto una forma, una estructura. Los une algo vinculado al amor, a distintos tipos de amor. Muy lejos de mostrarme como alguien que ha vivido alguna cosa extraordinaria. El espectáculo es la historia de una persona común y corriente.
Ay, amor divino tiene funciones viernes y sábado a las 21 y domingo a las 19.30 en el Teatro Maipo, Esmeralda 443.
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