› Por Rodolfo Rabanal
A partir de las seis de la tarde del lunes 26 de abril de 1937, los bombardeos nazis de la Legión Cóndor y algunos otros aviones italianos, aniquilaron la ciudad de Guernica casi en su totalidad. Del casco central no quedó nada.
El ataque duró tres horas con el agregado tremendo de bombas incendiarias y disparos de metralla sobre los sobrevivientes que huían. La pequeña ciudad vasca ardió sin remedio y en una población de cinco mil habitantes, se cree que durante las tres horas que duró el ataque murieron mil.
El teniente coronel Wolfran Von Richthofen comandó la operación aérea y declaró sentirse inmensamente feliz por el excelente desempeño de sus muchachos. La idea de Franco consistía en abrir el camino para llegar más fácilmente a Bilbao de modo que no vaciló en solicitar la ayuda de Alemania e Italia.
En muchos sentidos, la Segunda Guerra Mundial había empezado aunque nadie, o muy pocos, lo sospecharan. Lo que es seguro es que nadie pudo haber tenido la menor idea de que esa masacre iría muy pronto a dar origen a una gran obra de arte pictórica, seguramente entre las mayores del siglo veinte.
Los griegos decían que somos libres de hacer lo que queramos pero no de prever sus consecuencias. Las desdichadas –e inocentes– víctimas de Guernica jamás supieron que inspirarían a Picasso. Tampoco lo supo Hitler o el comandante Von Richthofen. La historia está poblada de agentes inesperados y circunstancias “en diagonal”.
En esos días últimos de abril de 1937, Picasso se devanaba los sesos en procura de una idea que no tomaba forma: le habían encargado una obra que representara a España en la próxima Exposición Internacional que se montaría en París ese mismo año. Pero el ya entonces famoso malagueño no hacía más que ir de café en café trazando bocetos con los que, minutos después, hacía bollos de papel que iban a parar a la basura.
Lo sorprendente, lo revelador de la trama, en principio invisible, que lleva a la concreción de un hecho son las intervenciones no planificadas que tejen la urdimbre de esa misma trama, precisamente. Tanto es así que, en este caso, sería lícito preguntarnos si existiría el Guernica sin la presencia –oportuna– del poeta español Juan Larrea.
Cuando Guernica fue destruida por los nazis, Larrea trabajaba en el departamento de prensa de la embajada de España en París y sus amigos de entonces eran Alberto Giacometti, Paul Eluard, André Breton, Max Ernst y Pablo Picasso, entre otros. Se dice que esa misma noche, la del veintiséis de abril, todo el grupo estaba reunido en el café Les deux Magots ignorando lo que terminaba de ocurrir en el país Vasco. Fue el arribo de Juan Larrea, demudado, lo que los puso al corriente.
La noticia que les trajo Larrea les heló la sangre, pero en un momento y en medio del ánimo consternado de todo el grupo, Picasso debió recordar que estaba hundido en una búsqueda sin salida y entonces dijo que no sabía cómo era una ciudad totalmente destruida.
Por lo que parece, se dirigió a Juan Larrea y había en su expresión un tono de pregunta. Larrea tampoco tenía demasiada consciencia de un destrozo semejante pero al cabo encontró una figura que contenía, indudablemente en términos simbólicos, un elemento fuertemente ibérico. Dijo que imaginaba el desastre pensando en un toro herido y lleno de furia en el interior de un bazar de porcelanas chinas. Un desbaratamiento brutal.
El genio de Picasso ha de haberse destrabado de inmediato porque tomó un papel y empezó a garabatear los contornos iniciales que lo llevarían a su Guernica. Tiendo a creer que no imaginaba que estaba a punto de elevar la estética de la Modernidad hasta un punto inalcanzable y de no retorno: después de Guernica el arte debería buscar nuevos rumbos. Mucho menos Juan Larrea –fino poeta español que escribía en francés y vivió en Córdoba, Argentina– habrá podido calcular el tremendo universo que desencadenó su frase.
El diez de mayo, Picasso se encerró en el amplio estudio de la rue des Grands Augustins que Dora Marr –su amante de entonces– le había conseguido y se puso a trabajar. No salió de allí hasta el 4 de junio, día en que consideró el cuadro terminado. Dora Marr, una experta fotógrafa –cuya infancia había pasado en Buenos Aires–, registró la tarea en muchas de sus instancias e incluso fotografió los innumerables bocetos que Picasso iba trazando mientras avanzaba en la obra.
El toro, cuya cabeza se orienta en una dirección inversa a la que lleva el cuerpo, parece presidir el descoyuntamiento doloroso de todas las figuras del cuadro. Dicen los entendidos que Picasso puso en la obra muchos de sus padecimientos y angustias –por ejemplo la imagen de su hermana muerta muy joven– e intentó acentuar esa impresión en la manifiesta reducción del cromatismo. Bien podría decirse que el Guernica es una pintura en blanco y negro. O mejor, directamente en grises.
La obra, notorio alegato pacifista que nació de un cruce inesperado de situaciones, mostraba una reproducción –al menos hasta 2003– en la sala de decisiones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lugar donde el gobierno de Washington y sus aliados ,con Colin Powell a la cabeza, resolvieron la invasión de Irak. El hecho es memorable porque –contra todos nuestros escepticismos acumulados– enseña que el arte, en algún punto, guarda poderes desconocidos y, en el caso del Guernica, un ineludible aliento de denuncia. Los dirigentes reunidos en el Consejo de Seguridad debieron sentir que el cuadro los estaba mirando y tan incómodos se habrán encontrado que, antes de empezar a hablar, acordaron taparlo con un gran lienzo. Sólo entonces –eludida la vergüenza– se habló de la guerra.
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