CINE > MAXIMILIANO SCHONFELD
Desde hace tiempo en la pequeña localidad de Crespo, en Entre Ríos, conocida por la avicultura, surgen realizadores de cine potentes, personales, de voces destacadas. Iván Fund, Eduardo Crespo y ahora nuevamente Maximiliano Schonfeld, que estrena su segunda película, La helada negra, que puede entenderse como un díptico junto con su debut, Germania, filmada con no actores de la región, todos descendientes de alemanes del Volga afincados a pocos kilómetros de Crespo. En La helada negra, protagonizada por Ailín Salas, Schonfeld se acerca al género fantástico con un relato donde una desconocida que llega al pueblo se revela como vehículo de la divinidad, posible santa: su origen es parte del misterio. Y en esta entrevista, Schonfeld habla de cómo trató las cuestiones de la identidad en estos pueblos de inmigrantes, cómo fue trabajar con una actriz profesional y sobre qué le ponen al agua de su pueblo entrerriano.
› Por Diego Brodersen
Hay que empezar a hablar seriamente de la movida de Crespo. De ese pequeño municipio entrerriano de poco más de 20 mil habitantes, conocido fundamentalmente por ser la Capital Nacional de la Avicultura, ha surgido durante los últimos años un puñado de realizadores cinematográficos con una voz no sólo personal sino bien audible. Potente. De esas tierras viene Iván Fund, el más prolífico del contingente, director de La risa, A/B y Los labios, esta última en codirección con Santiago Loza. En Crespo nació Eduardo Crespo, cuyo apellido, paradójicamente, no se relaciona directamente con su lugar de origen, responsable de Tan cerca como pueda y la reciente Crespo (La continuidad de la memoria). Y también, sin que se agoten aquí los nombres propios, Maximiliano Schonfeld, quien debutó en el largometraje hace cuatro años con Germania y ahora regresa a las salas comerciales con La helada negra, luego de su paso por el Festival de Berlín y la última edición del Bafici. Todos de Crespo, todos de treinta y pico. Vale la pena preguntarse qué les dieron de comer de chiquitos. “Deben ser los pollos”, bromea Schonfeld, aunque de inmediato aporta un dato esencial, confirmación empírica de que al talento hay que darle de mamar, acunarlo, empujarlo a dar los primeros pasos. “Hay una cuestión de amistad. Y estuvimos todos juntos cuando se abrió un curso de cine en la ciudad de Paraná, en el 2001, poco antes del quilombo. Eran profesores de la ENERC (la escuela del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) que daban clases temporariamente. Alguien con una camioneta nos pasaba a buscar y nos llevaba hasta allá, esperaba que terminara el curso y nos traía de vuelta. Tan simple como eso. Pero es cierto que no es algo tan común en lugares pequeños como Crespo, donde básicamente hay muchos pollos y gallinas. Tal vez sea más casualidad que causalidad. Pero no lo sé. El único antecedente que conozco, también en Entre Ríos, se dio en Gualeguay y sus alrededores hace muchísimos años: de allí surgieron muchos escritores como Carlos Mastronardi, Juan José Manauta, Juan L. Ortiz, Arnaldo Calveyra. Todos de una misma zona, de un lugar muy chico. Recuerdo que Mastronardi, cuando le preguntaban por el fenómeno, decía que era tan simple como que en esa época las escuelas eran buenas y que les daban a los chicos cosas interesantes para leer”.
Germania fue filmada a menos de diez kilómetros de Crespo, en la Aldea Santa Rosa, con un grupo de actores no profesionales, gente de la zona con una característica en común: todos ellos son descendientes (segunda, tercera y hasta cuarta generación) de alemanes de la región del Volga, en Rusia. Hijos, nietos y bisnietos de inmigrantes que comenzaron a llegar desde Europa a fines del siglo XIX en busca de mejores oportunidades, y se desperdigaron a lo largo y a lo ancho del territorio argentino en diversas colonias y aldeas, con cierta preferencia por la provincia de Entre Ríos. Un mundo eminentemente ario, rubio como la miel, asimilado a la sociedad criolla (no hay aquí nada ni remotamente cercano al universo amish de Testigo en peligro) pero que, sin embargo, continúa manteniendo algunas costumbres ancestrales. Si en su ópera prima Schonfeld narraba una historia de futuro destierro concentrado exclusivamente en los “alemanes de Entre Ríos”, en La helada negra es la llegada de un elemento externo a ese universo, una extraña joven de pelo ensortijado y tono azabache, el punto de partida de una historia con aristas religiosas, casi místicas. “Tal vez no lo parezca, pero me estoy alejando de Crespo a pequeños pasos”, afirma el realizador. “La helada negra fue rodada en Valle María, a unos sesenta kilómetros de mi ciudad natal. La idea de tomar un único sitio como gran locación simplifica el rodaje y, además, permite profundizar el contacto con el lugar, ir un poco más allá de su utilización como simple decorado. Después de Germania sentí que había una puerta que cerrar; que debía completar, de alguna manera, esa película. Y creo que La helada negra es eso: una respuesta a Germania, su lado B”.
El elemento disruptivo en La helada negra tiene el rostro de la actriz Ailín Salas, una chica que parece salida de la nada, aterrizada en el planeta Tierra de golpe y porrazo: ya en el primer minuto de proyección, su diminuta figura recortada contra la inmensidad del campo, Alejandra mira de pronto hacia las cercanías del lente de la cámara, como si estuviera haciéndole un guiño al espectador. El que la encuentra tirada al costado de una acequia (¿dormida, muerta, aparecida?) es Lucas, un joven campesino de la zona interpretado por Lucas Schell, el no-actor que Scholfeld ya había dirigido en Germania. En las escenas subsiguientes, los primeros contactos entre la extranjera y los lugareños darán lugar a una ligera desconfianza superada en base al trato cordial y a la posibilidad de echar una mano en las faenas cotidianas, básicamente atendiendo a los animales y a los cultivos, con la temida helada negra que da título al film como amenaza latente. Peligro que, mágica o milagrosamente, se evapora gracias a la presencia de esa chica de cabellos oscuros y mirada profunda. De hecho, hay varios elementos cercanos a lo fantástico en el tono elegido por Schonfeld, a partir de un preciso trabajo de guión, encuadre y fotografía, sumados al uso de la música y, por supuesto, la dirección de actores. “Es un camino hacia el cual me estaba dirigiendo casi sin saberlo. Ahora estoy escribiendo un proyecto de ciencia ficción. Me parecía importante que la película tuviera una entrada y una salida de fábula. Así como me interesaba que Germania funcionara como una postal, en este caso estaba muy presente la idea del cuento, como un relato contado por una abuela. Por eso la materialización de la helada con efectos especiales fotográficos que abre la película, realizada con imágenes analógicas reelaboradas. Había algo en el hecho de trabajar alrededor del tema de la fe, de las creencias, que se chocaba con la imagen digital de la cámara. Es como si hubiera una contradicción entre la imagen y lo que queríamos obtener de ella: el digital nos revelaba demasiado y la fe tiende a ocultarlo, a hacerlo menos evidente. Crear ese clima era esencial”.
El germen de la historia que descansa en el corazón de La helada negra es real. “El disparador fue un caso ocurrido cerca de Crespo, en una aldea llamada Boca del Tigre, mientras filmábamos Germania. Allí apareció un niño sanador en el medio del campo que salió en todos los diarios y la televisión. Los hombres y las mujeres hacían colas larguísimas bajo los árboles para verlo y había un componente muy interesante: la gente no sólo pedía por su salud y la de los suyos, sino que también había cuestiones ligadas a la rentabilidad del campo. Ahí comencé una investigación que se relaciona con el campo de la sociobiología. Lo que me interesaba era el componente biológico más que el metafísico de la religión: las imágenes, las posturas, las palabras. La idea de la naturaleza como un regreso a lo sagrado, el santo que surge de la tierra”. A medida que el concepto de intervención divina, a través de la mediación de la recién llegada, comienza a correr por las chacras y el pueblo cercano, la pequeña granja de la familia que le dio cobijo comienza a transformarse en un lugar de peregrinación, con un cobertizo como improvisado centro de reuniones entre los feligreses y la aparente santa. Ailín Salas aporta a su personaje una necesaria dosis de misterio, aunque aminorada por una actitud muy terrenal, por momentos incluso carnal, que parece chocar con el aura de santidad que comienza a tejerse alrededor suyo. Eso y el misterio de su origen, que la película va iluminando hasta revelarlo casi por completo en una escena bisagra. “En un principio la idea era trabajar con una protagonista que fuera, como el resto del reparto, no profesional. Pero en algún momento apareció una sugerencia de producción en forma de pregunta: ¿qué pasaría si rompemos ese esquema con una actriz experimentada? Después me di cuenta de que era también una forma de reforzar la idea de la disrupción, del elemento foráneo en un mundo ordenado, incluso como una cosa energética irrumpiendo entre los no-actores. Recuerdo que le conté la decisión al resto del reparto durante una comida, mientras devorábamos un lechón: va a venir una actriz de Buenos Aires. Y cambió todo: eso impuso una seriedad, una suerte de distancia en el buen sentido que ayudó mucho en los resultados finales. La experiencia fue fantástica y Ailín hizo un trabajo de acercamiento a ese mundo, previo al rodaje, que incluyó, por ejemplo, sentarse a ordeñar a las vacas”.
A nivel visual, La helada negra es enigmática y elegante, enmarcada por amaneceres y atardeceres anaranjados, pero también por campos apenas iluminados por una luz misteriosa, opaca, ennegrecida. La dirección de fotografía de Soledad Rodríguez acapara la atención no tanto por su despliegue de virtuosismo sino por los contrastes entre la iluminación de las distintas escenas. Y por esos planos-secuencia vía steadicam que no parecen estar allí para enfatizar el esfuerzo y la osadía de sus hacedores (ese onanismo técnico) sino para generar un hálito inmersivo en un microcosmos desconocido para la mayoría de los espectadores. O para bailar, literalmente, junto a los vecinos del pueblo, prolijamente ataviados con sus trajes típicos, en la última escena de la película. Schonfeld reflexiona unos instantes y afirma que “tal vez la idea haya sido meterse en la imagen, nadar en ella; la cámara tenía que soltarse y moverse. Hay algo que decía el director chileno Raúl Ruiz que me gusta mucho: la idea de seguir a los extras. Es decir, de quedarse con personajes que tal vez no sean tan relevantes en la película, de evitar el hecho de estar siempre en el lugar donde teóricamente está la acción que debería importarnos, dejar un instante la trama principal e irse por los costados”. La historia del film ciertamente toma bifurcaciones y algunos desvíos, describiendo sucintamente a otros personajes secundarios que, a pesar de ello, resultan esenciales en la construcción de ese universo en particular. Y de otros, como el integrado por un grupo de trabajadores golondrina que acampa en las cercanías de la aldea. “Eso es algo que me interesa mucho, porque si bien estos descendientes de alemanes están absolutamente asimilados en la sociedad local y ya forman parte indivisible de ella, sigue habiendo modos particulares que están relacionados con su origen. Muchos siguen hablando en alemán y hay otras cuestiones o principios culturales muy fuertes, inquebrantables. Y eso es lo más difícil de retratar en una película, porque es algo que puede sentirse pero que no puede verse. Y está también esa relación con los trabajadores golondrina, esta nueva inmigración interna de misioneros o formoseños que viajan y se insertan en estas pequeñas aldeas a trabajar. Viven aislados, casi incomunicados. Llena en parejas, usualmente muy jóvenes, con sus pequeños hijos, y se ponen a trabajar en los campos o con las gallinas ¿Qué será de los descendientes de estos nómades? ¿Cuál será su identidad futura?”
De identidades, aunque de una manera no literal, hablan las dos películas de Schonfeld hasta la fecha, que casi podrían comprenderse y describirse como un díptico. El apellido del realizador es una pista de su origen y también de algunas de las razones por las cuales su cine gira alrededor de ese grupo de coterráneos que la mayoría de los habitantes de la Argentina desconoce por completo. “Mi papá se crió en el campo y aprendió el castellano recién a los quince años. Obviamente, hasta ese momento hablaba solamente alemán. Mi mamá, en cambio, era una mezcla: su papá, es decir mi abuelo, había sido adoptado, era uno de estos trabajadores nómades que fue admitido en el seno de una familia de origen germano. Pero aprendió alemán y finalmente se casó con una de las hijas del matrimonio. Toda esa historia familiar, que es muy común en la zona... nunca me la habían contado. Y tampoco son cosas que se enseñen en la escuela. Existe una especie de negación, a pesar de que para uno era lo más común del mundo estar rodeado de banderas alemanas y bailes típicos. En mi caso, comencé a indagar después de la adolescencia: ¿por qué existía ese silencio, de donde surgía, por qué éramos como éramos?”. Lejos del cine de tesis, de las ideas rígidas expuestas con imágenes enunciativas, La helada negra prefiere utilizar esas cuestiones como una excusa para plantear, poéticamente, algunas ideas sobre los márgenes de la identidad. Y sobre ese don inasible, que se posee o no se posee, que muchas veces suele confundirse con la superstición y que puede aparecer en los momentos y lugares más insospechados: la fe.
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