› Por Claudio Zeiger
Cuando reciba esta carta, querido rey, la angustia de la que le hablé casi en secreto de confesión durante su última visita, se habrá terminado de disgregar en la nada o, al menos, habrá menguado lo suficiente como para permitirme retomar el aliento y encarar los nuevos, innúmeros problemas que debo enfrentar. Aquí, las cosas públicas no están lo que se dice del todo bien. No andarían yendo bien o más o menos bien, ni exactamente bien regular, ni bien más ni siquiera bien menos. Y para colmo, el mal tiempo: ¡el peor invierno del que se tenga noticia en cinco siglos! y eso que este pedazo de tierra del Imperio donde nunca se pone el sol, era bien templado y como que nos íbamos volviendo tropicales. Ahora no hay lógica ni consuelo meteorológico. Si hace frío, se quejan, si calor, se soliviantan. Las huestes plebeyas, acostumbradas a los dispendios de la anterior gestión están levantiscas y se niegan a pagar los tributos que nosotros prontamente enviaríamos hacia las arcas de la metrópoli, como corresponde, y que debimos aumentar en estos meses (sumas cuantiosas, he de admitirlo) aunque con magros resultados ya que el Cabildo y las Juntas demagogas avalan al populacho simplemente para congraciarse con zambos, mulatos y criollos que en verdad no tienen frío sino que buscan refocilarse en el calor de sus bien provistos aposentos.
Lo cierto es que hasta ahora no hemos recaudado lo que se debe. Aquí discuten que si de una, que si a cachitos, que si toda entera, que se va la luz o se viene el agua. Y eso por no hablarle, rey, de las vituallas. Tanto mentar al granero del mundo, y alardear de que tenemos todos los climas y los suelos y las mil y una verduras y forrajes, últimamente andan escaseando el aceite y la manteca. Se dice que el aceite iba a subir mucho ya que las últimas reservas se derrocharon arrojándolas hirviendo a los invasores ingleses, que por defenderlo a usted, querida majestad, venimos quedando mal con otros países serios y no menos majestuosos a los que deberemos pedir perdón en tiempo y forma, pero vamos de a uno. Y la manteca, es otro producto que no sé por qué se les metió en la cabeza que es como dicen con graciosa expresión, de “primera necesidad”, siendo fácilmente reemplazable por un pedazo de grasa para la fritura, o la margarina o vaselina para otros menesteres. O por el aceite…
En otro orden de cosas, con nuestros enemigos internos, que son más intensos que numerosos, la cosa, a pesar de todo, pinta sencilla por ahora. Cada vez que profieren alguna proclama, manifiesto, o atizan el descontento en el populacho o siquiera osan abrir la boca para emitir un bostezo, nuestras autoridades emiten a su vez un bando o bandazo pidiendo la captura de tal o cual miembro del ex gobierno y sobre todo sugiriendo la captura en mazmorra de la innombrable lideresa prófuga. Aun conscientes de que de tanto ir el cántaro a la fuente al final se rompe, por el momento la estrategia es acertadísima, ya que ante cada acusación que, en rigor, se reduce a una (“¡Ladrones!”), se quedan como congelados; y con ellos sus seguidores, que son tan pero tan puntillosos que rechazan los asuntos materiales más que los franciscanos y pretenden una pureza espiritual que ni los jesuitas se la pedían a los indios convertidos. Así, sumado al candor de un pueblo que a decir verdad, creyó todo lo que dijimos en la última campaña para el recambio de autoridades de nuestra graciosa aldea, la vamos llevando bastante bien. Vamos mal pero vamos bien, si me permite la paradoja. Bah, no nos echan a patadas, por decirlo en buen romance.
A veces, en esa duermevela que precede al sueño, cuando repaso las faenas del día siguiente y que tanto me cansan de antemano (estoy muy cansado, querido rey), me pregunto cómo seguir. Es aquí, es ahora, me digo pero me voy adormeciendo. Entonces en ese momento se me aparece la máscara del maldito imitador que me hace sombra y doble en el circo criollo. Así como a veces siento que nuestros enemigos me fuerzan a sobreactuar mi oposición a ellos para ser yo mismo, este imitador me lleva a parecerme cada vez más a mí mismo, es decir, a imitar a mi imitador. Tanto es así que convoqué a Palacio al Conductor y lo forcé a reconciliarnos en público a pesar de que nunca nos habíamos peleado aunque quizás sí distanciado, y cuando el Conductor y yo hacíamos unas morisquetas prestándonos nuestras caras para mostrar lo felices que estábamos rascándonos las espaldas, he ahí que el imitador salió de Palacio imitándome y ya nadie sabía quién imitaba a quién, palimpsesto infinito que quizás sea metáfora de nuestra angustia imitadora.
No puedo cerrar esta carta sin comentarle que gracias a la oportuna intervención de nuestro mayor orgullo cívico, la Guardiana de la Seguridad Ciudadana Periquita Sánchez de Bullrich, hemos detectado y desarticulado una banda de forajidos moros que pretendían alterar el orden y la tranquilidad pública amenazando, en primer lugar, a mi persona y prometiendo atentar contra lugares sagrados como el centro de los Abastos. Estos infieles moros han tenido la cara de amenazarme en su infame lengua de 140 caracteres endiablados, pero nosotros, gracias a nuestro cuerpo de valientes peritos metropolitanos, los hemos traducido y los hemos dejado en descubierto, y hemos hecho saber a todos los potenciales forajidos que usan las redes marítimas, terrestres o sociales que los iremos a buscar uno por uno (¡no va a quedar ninguno!) frase que evoca miedo y respeto en todos los buenos vecinos con memoria. Guerra al infiel.
Termino estas líneas deseándole que goce de buena salud, antes de que se consuma la vela a cuya luz escribo.
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