Dom 14.08.2016
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PERÓN CANTABA TANGOS

› Por Mariano del Mazo

En la página 6 de la edición del diario La Nación del 30 de septiembre de 1965 se lee una nota con un título vago: “De temas del tango hablará Jorge L. Borges”. La precisión aparece más abajo: un texto que anuncia escuetamente “un ciclo de conferencias que ofrecerá todos los lunes de octubre a las 19 en primer piso, departamento 1, de la calle General Hornos 82” en las que “hablará de los Orígenes y vicisitudes del tango, El compadrito, El Río de la Plata a comienzos de siglo y El tango y sus derivaciones”.

Las charlas fueron grabadas y luego de un tránsito intercontinental que unió, como en una novela de espías, ciudades vascas y gallegas, se verificó la autenticidad de ese paquete de casetes. Con tino, fue digitalizado por el escritor José Manuel Goikoetxea y ahora es libro. El tango: Cuatro conferencias (Sudamericana) sirve como síntesis de la conflictiva relación que tuvo Borges con el género rioplatense y, también, como rescate de una oralidad que combina en su registro erudición y coloquialismo. La edición optó por mantener el espíritu charlista de las ponencias: es una desgrabación apenas intervenida. Conserva esas amables maneras borgeanas, que pueden llegar a rematar una cita de una leyenda escandinava en relación al tango con un “me parece” o un “¿no?”.

El abordaje de Borges es deliciosamente caprichoso: un cover apretado de su libro Evaristo Carriego, publicado en 1930. Su valor es menos riguroso que literario y menos histórico que ideológico. Las conferencias fueron dictadas por un escritor que en ese momento aparecía confinado a cierto anacronismo. A contrapelo de todo lo que representó la década del ‘60, capeaba el inicio del tsunami del boom de la literatura latinoamericana con la espada de la provocación. Soltaba sus ironías como sopapos a diestra y siniestra. En esa forzada falta de ubicuidad histórica, era tan respetado como impugnado. Los tangueros lo detestaban: ya había sentenciado que no le gustaba Gardel porque su sonrisa le hacía acordar a Perón. “Tengo una pesadilla recurrente -decía con su imperturbable estilo monocorde-. Sueño que Perón canta tangos”.

Así como Borges –frente a Cortázar, frente a las turbulencias de la época– había sido metido en el molde de un conservador sin matices, el tango también representaba un mundo anquilosado. Las orquestas habían desaparecido junto con las milongas populares, se reconvertían en sofisticados sextetos o quintetos y resistían en algunas pocas tanguerías. El rock and roll se confundía con El club del clan y el único que sacaba al menos un empate en el mercado era Julio Sosa. Cada parte con sus peculiaridades, Borges y el tango penaban hace medio siglo de manera análoga y por motivos comparables. Para decirlo de un modo brutal: Vargas Llosa y luego García Márquez y tantos otros fueron para Borges lo que el rock y la balada italiana para el tango.

Lo que se lee –lo que se escucha– en las cuatro conferencias es un profundo amor por el tango. Borges parte desde su reivindicación a Evaristo Carriego para trazar una sensible añoranza del Buenos Aires de comienzos del siglo XX, con sus casas bajas, los patios, los aljibes, para retomar dos estereotipos que atraviesan su obra: el gaucho y el compadrito. Profundiza su idealización de los años en que vivió en Palermo –un barrio marcado por “la secta del cuchillo”– y cuenta historias de Nicolás Paredes, de Juan Muraña, de Jacinto Chiclana. Esos personajes nutrieron algunas de las milongas que fueron grabadas ese mismo 1965 por Edmundo Rivero con música de Astor Piazzolla. La sociedad Borges-Piazzolla fue un fiasco, un ejercicio intelectual arrebatado en la hoguera de las vanidades. Borges lo llamaba Astor “Pianola”.

El tono de las conferencias es sobrio y ameno. Borges asume su pasión por la milonga y por los primeros tangos y reflexiona sobre la poética del tango cantado, al que relaciona con los “genoveses de la Boca del Riachuelo”. Gardel, dice, canta “el drama”, y entre explicaciones etimológicas, citas a poetas –de Lugones y José Hernández a Whitman y Dryden– y referencias a los “niños bien” y a los lupanares, hurga en las causas por las cuales el tango irrumpió como una música alegre y zumbona (“una jactancia valerosa”, dice) para ir transformándose –él usará el verbo “degenerar”– en una música “entristecida”. A Borges parece no importarle la ecuanimidad. Sus opiniones sobre el tango están contaminadas por su propia biografía y son como un juego arbitrario en el que cada elogio suena a definitivo (“el tango es el símbolo de la felicidad”) y cada cuestionamiento amablemente artero.

En estos últimos 50 años se ha escrito mucho y bien sobre tango, hecho que neutraliza el impacto de El tango: Cuatro conferencias. El impacto pasa, tal vez, por pensar en la actitud de Borges –ya definitivamente ciego, ya con su literatura consagrada como una de las más importantes del siglo XX– que cada lunes de octubre del 65 se sentó al atardecer a discurrir sobre rimas lunfardas y malevos, sobre academias de baile y el Cometa Halley, sobre Hilario Ascasubi y Oscar Wilde, en un departamento del barrio de Constitución. La escena proyecta una melancolía abismal. Pertenece a otro siglo, a otro mundo, a otra sociedad. Algo se perdió para siempre en el camino.

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