› Por Svetlana Alexiévich
No quiero volver a escribir sobre la guerra... No quiero vivir de nuevo inmersa en la ‘filosofía de la desaparición’ en vez de en la ‘filosofía de la vida’. Recolectar la interminable experiencia de la no-existencia. Cuando acabé La guerra no tiene rostro de mujer pasé mucho tiempo sin ser capaz de estar presente cuando, tras un pequeño golpe, a un niño le sangraba la nariz. En las vacaciones me tenía que alejar corriendo de los pescadores, que lanzaban alegremente sobre la arena a los peces extraídos de las profundidades; sus ojos saltarines, petrificados, me daban náuseas. Cada persona tiene una cantidad determinada de fuerzas para defenderse ante el dolor, sea físico o psicológico, y las mías estaban agotadas. El chillido de una gata atropellada por un coche me volvía completamente loca, desviaba la mirada frente a cada lombriz aplastada. Una rana pisoteada y reseca en mitad de la carretera... Muchas veces he pensado que los animales, los pájaros, los peces, también tienen derecho a su propia historia del sufrimiento. Algún día se escribirá.
Y de pronto... Si es que se puede decir “de pronto”. Estamos en el séptimo año de guerra... Pero no sabemos nada más allá de los heroicos reportajes televisivos. De vez en cuando nos sentimos golpeados por esos ataúdes de zinc procedentes de un país lejano y que no encajan con las diminutas dimensiones de las viviendas urbanas. Luego quedan atrás las salvas fúnebres y otra vez reina el silencio. Nuestra mentalidad mitológica es inmutable: somos justos y sublimes. Y siempre tenemos razón. Arden y se extinguen los últimos destellos de las ideas de la revolución mundial... Nadie se da cuenta de que el incendio ya está aquí. Nuestra casa está en llamas. Ha empezado la Perestroika de Gorbachov. Aspiramos a una vida nueva. ¿Qué nos deparará el futuro? ¿De qué seremos capaces después de tantos años de letargo artificial? Mientras tanto, nuestros chicos se están muriendo en un país lejano por algo que desconocemos...
¿De qué se habla a mi alrededor? ¿De qué se escribe? De deberes internacionales y de geopolítica, de intereses soberanos y de las fronteras del sur. Y la gente se lo cree. ¡Se lo creen! Las madres que hace nada se arrodillaban sumidas en la desesperación frente a los ciegos cajones de metal en los que les devolvían a sus hijos, hoy dan discursos en las escuelas y en los museos militares para animar a otros muchachos a “cumplir con su deber ante la Patria”. La censura vigila atentamente los reportajes bélicos para que no haya mención alguna de las pérdidas humanas, pregonan que el llamado contingente limitado de las tropas soviéticas está ayudando a un pueblo hermano a construir puentes, carreteras y escuelas, a repartir fertilizantes y harina por los pueblos, y que los médicos soviéticos asisten a las mujeres afganas en sus partos. Los soldados que regresan llevan sus guitarras a las escuelas para cantar aquello que pide hablarse a gritos.
En la estación de autobuses, en una sala de espera medio vacía, había un oficial sentado con su maleta, a su lado un chico con la cabeza rapada al estilo militar escarbaba con un tenedor la tierra de la maceta de un ficus seco. Dos pueblerinas, con su ingenuidad natural, se sentaron a su lado y le preguntaron de todo: ¿adónde, por qué, quién? El oficial acompañaba a su casa al soldado, que había perdido la razón: “Desde Kabul no para de cavar, cava con cualquier cosa que tenga en las manos: una pala, un tenedor, un palo, un bolígrafo”. El chico levantó la cabeza: “Tenemos que escondernos... Cavaré una trinchera. Soy muy rápido. Las llamamos fosas comunes. Cavaré una trinchera muy grande donde quepamos todo...” Era la primera vez en mi vida que veía unas pupilas tan anchas como el ojo.
Estoy en el cementerio municipal... A mi alrededor hay centenares de personas. En medio, nueve ataúdes forrados con tela roja. Hablan los militares. Un general ha pedido la palabra... Las mujeres de negro lloran. La gente guarda silencio. Tan solo una niña pequeña con trenzas se ahoga en sollozos junto a uno de los ataúdes: “¡Papá! ¡¡Papá!! ¿Dónde estás? Me prometiste que me traerías una muñeca. ¡Una muñeca bonita! He dibujado para ti toda una libreta con casitas y flores... Te estoy esperando...” Un oficial joven toma a la niña en brazos y se la lleva hacia un coche negro que hay aparcado afuera. Pero durante mucho rato seguimos oyendo: “¡Papá! Papá... Papá, te quiero...”.
El general pronuncia su discurso... Las mujeres de negro lloran. Nosotros guardamos silencio. ¿Por qué guardamos silencio?
No quiero estar callada... Y no puedo seguir escribiendo sobre la guerra.
Con esta entrada, fechada en junio de 1986, comienza el recién traducido al castellano Los muchachos de zinc (Debate), el libro de la ganadora del premio nobel de literatura que recopila voces de los protagonistas de la Guerra de Afganistán, en la que entre 1979 y 1989 combatieron un millón de soviéticos. Publicado originalmente en 1990, es su tercer libro, sucesor de La guerra no tiene nombre de mujer y Últimos testigos, ambos publicados originalmente en 1985.
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