CINE
Ese oscuro objeto del deseo
Un hotel inmenso en Salta. Una adolescente con obsesiones místicas. Un médico forastero que la inicia en los secretos del deseo. La niña santa, la nueva película de Lucrecia Martel (La ciénaga), trenza esos elementos en una ficción oscura y sensual en la que todo parece a punto de estallar. Mientras espera el estreno local (el jueves 6) y el desafío consagratorio del festival de Cannes (donde la película participará de la competencia oficial), Martel habló con Radar de la religión, el misticismo, el erotismo adolescente, la fascinación por lo inmundo y las zonas de sombra y de luz de donde nació este film sorprendente.
› Por Mariana Enriquez
A esta altura, todo el mundo sabe que La niña santa, la última película de Lucrecia Martel, participará de la competencia oficial en el próximo Festival de Cannes. Pero ella le da la importancia justa. “Me da mucha sospecha cuando el ‘qué me pongo’ ocupa un lugar importante en mis preocupaciones. Ahora estoy en frío con todo, después será emocionante o por lo menos atractivo. Los franceses son muy particulares, y si eligieron la película es porque les gustó. No aceptan presiones. En ese sentido me halaga muchísimo.” ¿Y fantasea con ganar? Para nada. “Si fueran todos famosos y yo la única desconocida, creería que tengo chance. Pero hay mucha gente nueva. Es notable que Cannes haga eso: quieren recuperar la libertad de la narrativa cinematográfica y no se van a dejar avasallar por el mundo norteamericano. Que haya tantas películas no famosas le quita glamour al festival, pero le agrega mucho narrativamente. Estoy convencida de que esta situación hubiera sido imposible sin la guerra, sin la posición francesa frente al conflicto de EE.UU con Irak.”
Entonces, si se toma Cannes con tanta tranquilidad –pese a que todavía no sabe qué va a ponerse para desfilar por la alfombra roja–, ¿qué le preocupa? Sencillamente que la película guste, y que se reconozca el increíble trabajo de los actores: Mercedes Morán en su plenitud (“Toda una diva del cine: la única después de la Borges”); las chicas, María Alché y Julieta Zylberbger, hermosas y en interpretaciones enormes; la contención y profesionalismo de Carlos Belloso y Alejandro Urdapilleta, lejísimos, ambos, de cualquier registro “intenso”. Lucrecia, a los 37, está conforme con su película, agradecida a la producción de Lita Stantic y los hermanos Almodóvar, que no se metieron jamás con su visión artística. Y a pesar de los reconocimientos por anticipado, está nerviosa antes del estreno. Aunque la fuerza de su excelente película debería apaciguarla.
La niña santa comienza con una joven hermosísima que se emociona mientras canta un tema religioso. Es la coordinadora de un grupo de reflexión católica en una parroquia; está rodeada de adolescentes, y dos de ellas, Amalia (Alché) y su amiga Josefina (Zylberbger), cuchichean sobre los rumores sexuales que rodean a la catequista. Amalia vive en un enorme hotel salteño junto a su madre (Mercedes Morán) y su tío (Alejandro Urdapilleta); allí se convence de que ha recibido el llamado de Dios para cumplir su papel en el plan divino, justo cuando se instala en el hotel un congreso de otorrinolaringólogos. Uno de los médicos, Jano (Carlos Belloso), roza sexualmente a Amalia en la calle, en medio de una pequeña multitud que se reúne a escuchar las resonancias entre cómicas y tenebrosas de un thereminvox (el primer instrumento electrónico de la historia, invento de un científico-músico ruso). Y es entonces cuando Amalia decide que el acechador Jano será el hombre a salvar, la criatura a la que debe arrancar del camino del pecado.
Los mundos privados, el deseo que fluye y se cruza entre los personajes, los rumores y los secretos, la coincidencia de lo místico y lo erótico, las familias vagamente incestuosas, las apasionadas amistades adolescentes... De todo eso trata La niña santa, una película llena de tensiones subterráneas, tan personal y tan Martel como La ciénaga. La niña santa es una película de sensualidad latente, un mundo a punto de estallar, una caldera que bulle en el calor salteño, reforzada por los baños termales de la increíble locación, el antiguo Hotel Termas de Salta.
¿Cómo encontraste el hotel?
–Yo iba ahí cuando tenía 8 o 9 años, alrededor de 1974. Se terminó de construir en 1896 y tuvo un período de esplendor con la aristocracia argentina de principios de siglo; incluso tenía joyerías y un casino. Después empezó a decaer y fue imposible mantenerlo. A mediados de siglo fue hotel de sindicatos. Pero en el momento en que yo lo conocí estaba muy abandonado: mantener los baños y termas es muy caro, y esa parte estaba más derruida. Fue uno de los lugares más sensuales en los que estuve. No es que pasó algo, no conocí a nadie; es sólo la sexualidad que te afecta aesa edad tan informe. Recuerdo un olor medio alcanforado... Todo me parecía muy excitante. Andar por ahí, en un lugar tan grande, daba una sensación de libertad, de cosa prohibida. Cuando empecé a escribir la historia la situé ahí por lo evocativo de la sensualidad y el misterio. En un momento pensé que tenía que hacerla en un hotel más falso, un lugar tipo cines Hoyts, pero en Salta no había un hotel así. Y yo tenía una desesperación completamente irracional y absurda por filmar en Salta. Entonces fui al Termas a ver si podía ser. Estuve dos días, sola como un perro, y supe que tenía que ser el lugar.
¿Tuviste esas mismas sensaciones cuando volviste?
–Ahora siento algo parecido, pero con una máscara un poco horrenda. Es sensualidad, pero tiene algo tétrico. Creo que no lo reconstruyeron bien. Al reciclarlo le quitaron la magia, como suele suceder con los edificios viejos monumentales. No obstante es muy raro. Más de una noche me desvelé y me levantaba de madrugada; encontraba todas las luces prendidas –típico de gobiernos provinciales: no les importa mucho gastar, el hotel es estatal–, todos los salones iluminados, los pasillos, el jardín con niebla tipo Los otros, los lapachos añejos... Todos los que estuvieron ahí dijeron que había que hacer una película de terror. Circulan historias. Dicen que desapareció una chiquita que lloraba a la noche, supuestamente se quemó en una de las piletas termales... No sé. Todos tuvimos sueños fuertes e intensos.
Como en La ciénaga, la pileta de natación tiene un
lugar fundamental en esta película. Es casi un
personaje. ¿Por qué es una imagen recurrente?
–Me di cuenta de esa repetición durante el rodaje. Es raro, porque les tengo fobia a las piletas. Es más: retomé algo que estaba escribiendo antes de La niña... y también empieza en una pileta de natación. No tuve más remedio que ponerme a pensar que yo tengo un malambo con la pileta, y me di cuenta de que no me meto a las piletas, no voy, no voy a asados con pileta, no me gusta ver a la gente en traje de baño, no me gusta estar en esa situación, no me gusta nada de ese mundo. Me da un profundo asco. Veo todo: los pelos que flotan, el bronceador, la crema, el moco. No puedo dejar de verlo. La última vez que lo intenté metí los pies y tuve que salir. Me meto sin problemas en el Paraná o en el mar. Pero me da asco ese cuadrado celeste.
¿Y no te da asco filmarlas, entonces?
–No, me encanta. Es raro, porque uno también se fascina con lo que le da asco. Me gusta la camaradería acuática: un vestuario me parece algo inmundo, pero me gustan las conversaciones de los vestuarios, esa cosa vaporosa, toda la ropa que se humedece.
El cuerpo caliente
Así como en La ciénaga aparecían muchas heridas, en La niña santa hay un mundo atravesado por la enfermedad: un congreso de médicos, el zumbido en el oído del personaje de Helena, la fiebre...
–En esta película el síntoma físico es la fiebre. No tenía que haber nada externo, todo tenía que ser invisible, no tenía que haber laceraciones ni roturas. La fiebre se relaciona con el deseo y el éxtasis religioso, es el cuerpo caliente. Cuando escribo, casi siempre empiezo por las enfermedades. Para mí, lejos de ser una cosa tan negativa, como muchas veces suele suceder porque se aproxima a la muerte, la enfermedad tiene algo maravilloso, que es la desactivación de la percepción domesticada. Activa otra percepción. No hablo del ciego que tiene más tacto. Mi ejemplo es la fiebre, que para mí tiene algo de adicción, especialmente en la infancia. Es como estar drogado. O la hepatitis, con sus cuarenta días de cama. Te organizás otro mundo.
¿De dónde proviene tu interés por la enfermedad?
–Una persona que se interesa por la religión tarde o temprano se interesa por la medicina. Vienen pegadas, porque la medicina es como el gimnasio de la teología. Ahí todos los principios y los fundamentos delalma y el funcionamiento del cuerpo están claramente anclados desde una concepción de la realidad, de los valores. Lamentablemente –pero afortunadamente para el cine– la medicina occidental tiene un recorte de visión tremendo sobre la extensión del individuo, un recorte sobre el cuerpo que me resultó útil para meter ese universo en la película. Además me gustaba que fuera un médico el que se encontraba en una falta moral grave, porque en las provincias los médicos son personas cuya palabra es muy importante. Es una estructura histórica. La cuestión médica me iluminó para la puesta de cámara, porque me resultaba interesante usarla de una manera recortada y estática, donde se deja mucho afuera. No hay una equivalencia directa entre la medicina y la puesta; no analizo todo a ese nivel, pero suma.
¿Cuál es tu relación con el catolicismo?
–Es muy particular. Todo el terreno religioso me resulta sumamente erótico, con una parte oscura y sangrienta que saco del erotismo. San Sebastián y todos esos iconos sadomasoquistas no me interesan. Me parece erótica la concentración sobre la percepción que impone la religión. Hay millones de relatos de vidas de santos donde la percepción sobre el cuerpo de los otros o la atención sobre la percepción para no tentarse es sumamente sensual. Es lo único con lo que estoy amigada de la religión. Y además es mi formación y tengo que partir desde ahí: yo fui de Acción Católica, pero por distintos motivos me aparté de la idea de un dios padre con una voluntad sobre el mundo; desde el punto de vista filosófico me resulta sumamente pobre. En cambio me parece interesante la idea de la divinidad. Una vez que te apartás filosóficamente de esa idea metafísica de un orden hacia el que se encaminan todas las cosas, del plan divino, el mundo es sumamente misterioso y atractivo.
¿A partir de qué construiste el misticismo de Amalia?
–En ella confluyen cosas de amigas del colegio que tenían trastornos místicos. Había una en particular que inventaba pequeños mundos, procedía de acuerdo con eso y parecía muy misteriosa porque inventaba juegos en los que involucraba a más gente. El ámbito donde vivía era muy parecido al del hotel, tremendamente lúgubre. Lo que más me importaba del carácter de Amalia es lo que para mí tiene de interesante el misticismo religioso católico, que no es la parte estúpida de la autoflagelación sino una parte muy anárquica que es la potencia de sentirse conectado directamente con lo divino. La adolescencia es un hermoso momento para la pasión extrema. Fue bárbaro encontrar a María y Julieta, porque son una combinación ideal, y creo que sus rostros tienen algo bíblico. María tiene algo raro: cuando mira naturalmente, de frente, tiene una raya blanca debajo de los ojos: ésa es la imagen general de la adoración. Es algo hierático, como las pinturas del Giotto, entre el arte religioso y la pintura palaciega. Julieta me parece la versión más investigadora, posterior, donde hay una tentativa de rescatar la fisonomía del pueblo hebreo en intentos más documentales.
Otro tema recurrente es el de la circulación del deseo en la familia. En La niña es bastante peculiar la relación de Helena y su hermano: ambos duermen en la misma cama con Amalia...
–Estoy marcada por la experiencia de una familia numerosa y por la idea del espacio privado que puede ser invadido sin mala intención: así es cuando viven muchos en una casa, y hay que aprender a lidiar con eso. Lo que me gusta es algo que, dicho, suena espantoso: me atrae la sensualidad interna de la familia. Hay deseos incestuosos que fluyen en la familia y son lo más normal del mundo: es propio de dos o tres personas juntas. Son cosas difíciles de decir, porque parece que propongo que todo sea un viva la pepa; pero tampoco estoy de acuerdo con que sea tan terrible. Me parece que es una posibilidad más de lo humano.
La niña santa no es una película sobre el abuso,
y el hombre que comete la transgresión, Jano,
no está estigmatizado.
–No es un monstruo. Los monstruos, en verdad, son dispositivos que se pueden armar y desarmar: pesan sobre las personas, no salen de adentro. Como si fueran prótesis. Además, apoyar sexualmente no es para tanto, no es una violación; es algo tan cercano a una experiencia sexual infantil que era vital intentar que eso no se perdiera en el personaje. Jano es una especie de niño agigantado que no puede manejar todo.
El tembladeral
¿Te molestó que La ciénaga fuera leída como una
película alegórica?
–Creo que a veces las circunstancias históricas llevan a ciertos errores de lectura. No me preocupa, pero en su momento tuve que defenderme de la metáfora y la alegoría. La niña... va a iluminar a La ciénaga, porque el punto crucial sobre el que todas las demás preocupaciones se organizan en mi vida por suerte es muy sencillo: me preocupa el desamparo divino. Me pasó directamente. Cuando hay un universo organizado con un sino, con un plan divino, tratás de creer; cuando se acaba, quedás en el desamparo divino. Y aunque la palabra desamparo parece triste, es una situación fabulosa porque el mundo se transforma en algo que puede ser infinitamente diverso, con muchísimos caminos. Te libera. El desamparo divino es una idea muy positiva. La ciénaga y La niña santa tratan de universos donde todavía no se acepta el desamparo. Cuando uno doblega su voluntad es porque se la ha cedido a otro, y en un mundo donde el orden es preexistente, uno se la ha cedido a la divinidad. Cuando ese orden desaparece, te vuelve la responsabilidad y la voluntad tiene muchísimo valor. En mi opinión, a La ciénaga le hicieron una lectura muy negativa. Puede que esos personajes estén en una situación negativa, pero no es generalizable. Era un mundo que tenía que quebrarse. Y La niña santa termina antes de ese quiebre. La ciénaga era más existencial, La niña santa es más moral. Es una película en torno del juicio, de lo moral, de lo legal. Es más difícil de leer de forma alegórica, y creo que en unos años La ciénaga también va a perder esa lectura.
¿Por qué no filmaste un final en La niña santa?
–Termina antes de una revelación. O no. Para mí es importante imaginar que podría no haber nada revelado. Si hubiese filmado un final, habría convertido toda la película en un juicio. Así, en cambio, existe la posibilidad de pensar. No es la perogrullada del final abierto, pero cuando tratás algo que tiene que ver con los procedimientos en torno de la justicia, el bien, el mal, y deliberadamente no filmás la última escena, existe una mínima posibilidad o necesidad de tener que pensar qué va a suceder, y va a existir más de una hipótesis. En eso está la maravilla de la especie humana: nada pasa fatalmente. Sustraer el final le da una oportunidad al espectador mucho más interesante. La gente, sobre todo la más reaccionaria, desea que alguien les diga cómo son las cosas, es la misma idea del hacedor. Si eso no pasa, entran en un pequeño tembladeral que incomoda. Pequeño, claro está, porque sólo se trata de una película.