Dom 02.05.2004
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CINE

Monsters Inc.

El terror es británico: ahí están Drácula, Frankenstein, Mary Shelley, Bram Stoker, H.G. Wells y Jack el Destripador para atestiguarlo. Pero en el cine, Hollywood llevó la delantera gracias a los estudios Universal. Hasta que en la década del 50 la productora Hammer Films recuperó el cetro para el Reino Unido. Un ciclo del BAC sobre terror y cine fantástico rinde homenaje a algunas películas de esa “casa del horror británico”. Y José Pablo Feinmann, programa en mano, hace lo mismo.

› Por José Pablo Feinmann

A modo de introducción
Hay cosas que los ingleses no saben hacer: invadir las colonias españolas del Río de la Plata, por ejemplo. O evitar goles de Maradona. Otras sí, otras las hacen con insuperable perfección: la Revolución Industrial, la batalla de Waterloo (toda una superproducción), la colonización de la India, detectives drogadictos, asesinos de prostitutas en calles neblinosas, teatro isabelino (un especial hallazgo británico, en verdad), Helen Mirren (otro), Hugh Grant, Pierce Brosnan, Sean Connery que alza la ceja derecha y dice “Bond, James Bond”, el puente sobre el río Kwai, la guerra de Malvinas y la minuciosa, cruel destrucción de la ciudad alemana de Dresde. Muchas más, claro. Pero se trata de mencionar algunas sólo para decir lo que ya queda dicho: las cosas que hacen bien las hacen muy (muy) bien. Entre esas cosas, por fortuna, se encuentra el cine de terror. (También el fantástico, pero, creo, menos.)
Vamos a la cuestión. Hay un pretexto (un elogiable pretexto) y es que el BAC (British Art Centre) ofrecerá al gozoso público que se le acerque durante los días martes de algunos meses que, con alguna suerte, tendrán lugar de aquí en más, un ciclo de cine fantástico y de terror. Aquí me aprisiona un mal recuerdo. Cierta vez el BAC ofreció un ciclo dedicado a Peter Sellers, me pidieron una nota y yo (acaso un catarro, un súbito estreñimiento, una náusea que se extendía a la totalidad de la existencia en general o apenas un mal día, uno sólo pero justo el que debía escribir el texto) redacté una serie de líneas horrorosas sobre el actor de Doctor Insólito. En verdad, el tipo nunca me gustó demasiado, pero tampoco era sincera ni, menos aún, equilibrada la repugnancia irrefrenable que expresaba la nota y que –no lo dudemos– perjudicó la exhibición del BAC. Con alegría me dispongo a corregir ese mal momento. Este ciclo del BAC es una total maravilla, un hallazgo, un deleite orgásmico. Es posible que mucha gente no vaya. Pero no es menos cierto que hay gente que atraviesa su vida sin comerse un helado de dulce de leche y chocolate. Porque eso es este ciclo. Un helado de chocolate y dulce de leche bañado en sangre, en sangre muy roja, abundante, en insolente technicolor.
La mayoría de los films pertenece a la productora Hammer, que revolucionó el cine de terror por segunda vez. Es decir, luego que la Universal lo hiciera en los inicios de los años treinta (incorporando los hallazgos del expresionismo alemán). El tema es interminable y si una editorial inteligente me adelantara algunos dólares como para tirar unos tres años haría acaso un gran libro. Pero es inútil. Peras al olmo. Hagamos entonces esta nota con humildad, entusiasmo y tratando de llevar a la serena conciencia de los lectores acontecimientos que ocurrieron en un estudio inglés durante los cincuenta y los sesenta y fueron, lo juro, espantosos e inolvidables.
Los dos primeros films que proyecta el BAC son británicos pero no de la Hammer. No importa. Que nadie se los pierda. El hombre invisible (1933) es de James Wahle, basada en la novela de Wells y protagonizada por un Claude Rains a quien sólo se lo ve una vez en toda la peli: en la escena final y muerto. No hay duda, era invisible. El siguiente es (¡cómo escasean las palabras, los adjetivos, las posibilidades del maldito y siempre limitado lenguaje para expresar... lo inexpresable!) lo que es, lo que será, lo que nunca dejará de ser: una de las obras maestras de la creatividad humana. Uno de esos momentos que justifican el paso (raramente justificable) del “hombre” por este mundo. Se llama Al morir la noche, es de 1945, son una serie de episodios encadenados y pesadillescos pero uno de ellos (¡ah, ése!) llega a las cimas de la perfección, a lo romántico-sublime, a lo gótico-grotesco, a lo metafísico: es la historia de un ventrílocuo y su maléfico muñeco, lo hace (al ventrílocuo) Michael Redgrave, un clásico del teatro isabelino y glorioso padre de Vanessa. Al muñeco lo hace el mismísimo Satanás, quien, por esa modalidad sutil y hasta clandestina con que a veces se manifiesta, no figura en los créditos.

Lugosi, eterno y triste
Habían pasado muchos años de los films de la Universal. Incluso la Universal (digámoslo: canallescamente) había humillado a sus propios monstruos. Los amontonó en películas olvidables buscando redituar con la cantidad, no la calidad. Metió a Drácula (aquí en manos de John Carradine), al Hombre Lobo (Lon Chaney) y a Frankenstein (Glenn Strange) en un bodrio que protagonizaba Boris Karloff. (Lugosi se salvó de ésta.) Luego puso a Lugosi como Frankenstein. (O, claro, como el “monstruo” de Frankenstein.) Sin aclarar (para humillación de Bela) que el personaje, aquí, era ciego (sí, ¡ciego!). Y si no lo aclararon fue por una cuestión de dólares, de pequeños dólares que ahorraron cortando el film. Al cortarlo cortaron la escena en que se decía que el “monstruo” se había quedado sin esa cualidad tan habitualmente difundida: la de ver, la de mirar. Bien, el pobre Bela (buscando hacer bien su trabajo) camina todo el tiempo como un cieguito, pero –para su desdicha infinita– el espectador “no sabe” que está cieguito y piensa, sin más, que se bajó tres damajuanas de tinto al hilo y por eso anda por ahí a los tumbos, borracho, idiota, irredimiblemente ridículo, todo a la vez. Para colmo, en el futuro lo esperaba Ed Wood. También la inmortalidad, pero al elevado costo de una vida de perros. No sé si es justo. (Menos justo es, seamos francos, que le dieran ese Oscar que largamente merecía y subiera a buscarlo Martin Landau. Se lo dieran a Martin Landau. Se lo llevara a su casa Martin Landau. Y Lugosi, bajo tierra, con la capa del Conde y puteando contra tanta injusticia y sin que nadie escuchara. Para colmo, años después, en ese programa de ese señor Lipton, Landau le quiso hacer un homenaje y, para certificar lo bueno que era Bela actuando, aconsejó a los exquisitos alumnos del Actor’s Studio la cuidadosa visión de Bela Lugosi Meets a Brooklyn Gorilla. Dolorosamente, las carcajadas llegaron hasta la íntima tumba del otrora glorioso Conde como la más cruel de las estacas posibles.)
La última vez que la Universal incurre en la sumatoria de sus monstruos es la mejor de las veces y es la formidable Abbot y Costello contra los fantasmas (1948). Gran comedia de terror de Charles Barton en la que el dúo protagónico (frecuentemente tonto, por no abundar) deja espacio para un lucimiento serio, honestamente trabajado de los grandes monstruos del estudio. Lugosi hace su última gran interpretación. También Lon Chaney y el “monstruo” frankensteiniano de Glenn Strange no erra nunca. Sólo un increíble descuido: Lugosi muerde el cuello de una señorita ante un espejo y ahí lo vemos: reflejado en él. ¡Epa, Bela! ¿Tanta merca tenías encima? ¿No era (como) elemental decirle al director (¡tú, nada menos, el Conde!): “Perdón, señor Barton, pero los vampiros no se reflejan en los espejos”? Claro, Barton habría dicho: “En esta película sí”.
Y ahora, los sublimes aportes de la Hammer. Primero, La maldición de Frankenstein (1947), ya con dirección del grande y genial artesano del estudio: Terence Fisher. La originalidad es el color. En primer término, pongamos. No es que no hayan existido pelis de terror en colores. (Hasta Lugosi hizo una: Muerta de miedo, anterior a El ocaso de una vida, de Billy Wilder, que, quién no lo sabe, no era “de terror”, pero en la cual, célebremente, el muerto, William Holden, narra el film. Bien, no. En esta exquisita basura, en esta inapelable imperfección, en este “low budget” sin “budget” y sólo “low”, en este suburbio del arte y de todo cuanto pueda ser considerado dentro de algún estamento de la belleza, el narrador de la historia, ¡antes que en Sunset Boulevard!, es el cadáver de una mujer, en una morgue convencional, ante un médico que acaba de confesar: “No sé de qué diablos murió esta señora”, y la Cámara se acerca al femenino fiambre y ella –en Off, es cierto– serenamente dice: “Es una historia que sólo yo puedo contarles”. Créalo o no, cómo quiera, pero es así: Billy Wilder se robó el recurso narrativo de El ocaso de una vida de esa peli de Lugosi. ¡De cuántas fuentes se nutre la inmortalidad de Bela!)

Colmillos, sangre, sexo
Sigo con La maldición de Frankenstein. Aquí, el prometeico doctor de la dulce Shelley es malísimo, perverso. ¡Hasta se acuesta con la mucama! El monstruo que hace Christopher Lee es más una babosa desarticulada, con una jeta blanca (no pálida, blanca como si le hubieran tirado un balde de cal que pensaban usar en un decorado) y unos tajos y unos ojos rojizos y más que miedo te produce algo que ronda el asquito. Sólo el asquito, poca cosa.
Lo grande habría de llegar al año siguiente. Un Lee firme, altísimo, sexuado, con unos colmillos sedientos e insoslayables. (Es la primera vez que Drácula usa colmillos en el cine. Mérito de la Hammer. Antes, apenas antes, en un film mexicano, El vampiro, el bicho de marras lucía unos caninos considerables, pero siempre hay un antecedente y siempre el antecedente es incompleto y, al cabo, olvidable. El primer Drácula con colmillos, con hambre, con colores agresivos, con ganas de morderse a las minas por todo tipo de pecaminosos motivos –no sólo los ligados a la nutrición, no sólo transfusionales– sino porque, en fin, estamos en los cincuenta y el Conde es hetero a reventar y se muere por las minas, y con su uña demoníaca se abre una venita y de la venita chorrea sangre y una mina se la bebe con un entusiasmo ostensiblemente fellatiano, ese Drácula es Christopher Lee.) El film es Horror of Dracula, de 1958 (aquí le pusieron simplemente Drácula), lo dirige Terence Fisher y Peter Cushing hace (inolvidablemente) Van Helsing, humillando desde este pasado la payasada de Anthony Hopkins en el desangelado intento de Coppola. (Que utiliza bien a la dulce, carenciada, castigada por los perros del Hollywood más inmundo, Winona Ryder en la escena fellatiana, con Gary Oldman cortándose la venita y Winona que se le tira encima y bebe como de la mismísima fuente nutricia de la vida eterna.) Del film de Fisher, Lee y Cushing no puedo hablar. Es tan pero tan bueno. Tan poderoso, inspirado, terrorífico... que jamás dejé ni dejaré de temerle. Para mí, Drácula es Christopher Lee. La película la vi en Córdoba, durante unas vacaciones y (aunque ya no era un pibe pero, aclaremos, en los cincuenta, en la edad de inocencia, éramos, los niños burgueses al menos, largamente niños, largamente inocentes o interminablemente boludos) el terror me dejó sin habla. Demoró diez años la Hammer en hacer la secuela (Drácula vuelve de la tumba) y en esos diez años reduje mi miedo al Conde pero incorporé otros, y luego otros y otros más. Es posible que no me abandonen nunca, pero seamos sinceros: pocos alcanzaron las cimas de terror a las que me condujo el Conde. Sólo, acaso, la banda de vampiros que se abatió sobre el país cierto día del mes de marzo de 1976. Pero, ¿eran vampiros? ¿No es injuriar al Conde gótico-romántico de la neblinosa Transylvania decir que las ratas cuarteleras de nuestros años infelices eran vampiros? El vampiro es un ser metafísico. Es inmortal, pero está muerto. Desea, pero nunca se colma. Lo injuria la luz. Está condenado a matar lo que ama. Su soledad no tienen redención. Su cansancio no tiene reposo. Vive sólo para encarnar lo peor de la existencia, sólo el lado oscuro de la calle. En el film de Browning, en 1931, en la escena de la Opera, Lugosi, en uno de sus momentos sublimes, que los tuvo y no fueron pocos, dice: “Hay cosas peores que la Muerte esperando al hombre”. Dos años después Hitler era canciller del Reich. Y Heidegger (que acaso pensara en el Conde al proponer al Dasein como “ser para la muerte”) pronunciaba el discurso del Rectorado, adhiriendo al único ser humano que fue más allá que Drácula en el arte áspero del horror.

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