CINE
El nacimiento del terror
A los 81 años de edad, Eric Rohmer sigue sorprendiendo al mundo del cine: en la recién estrenada La dama y el duque se sumerge en el terror de los años de la Revolución Francesa con la excusa de contar una historia de amor. En diálogo exclusivo con Radar, el director explica por qué decidió pintar a mano los decorados, como cuadros, e “incrustarlos” luego como fondo, y qué piensa de los críticos que lo acusaron en Cannes de reaccionario, poco antes de que recibiera el León de Oro en Venecia.
POR ALAN PAULS
Eric Rohmer sigue siendo el más joven de los cineastas contemporáneos. A los 81 años –una edad en la que hasta los artistas más vitales abrazan las pantuflas y se retiran a gozar del capital acumulado-, este hombre locuaz, el más viejo de los niños terribles de la revista Cahiers du Cinéma, el último que se hizo un nombre como realizador (Mi noche con Maud es de 1969) y el único que François Truffaut reconoció como la eminencia gris de la Nouvelle Vague, se zambulle de cabeza en uno de los proyectos más complejos de toda su carrera. La dama y el duque (2001) está basado en el Diario de mi vida durante la revolución, de Grace Elliott, una inglesa que vivió en París en los fragores de la Revolución Francesa, desgarrada entre dos lealtades antagónicas: la monarquía –en la que, fiel al modelo inglés, creía encontrar la garantía de un régimen político civilizado– y el afecto por un ex amante, el duque Felipe de Orléans, personaje clave de la revolución que, a la hora de decidir la suerte del rey Luis XVI, su primo, no vacila en condenarlo a la guillotina. Sorpresiva digresión en una filmografía casi obsesivamente consagrada a las minucias del presente, el film, rodado en video digital, obligó a Rohmer a una inédita reconstrucción del París de fines del siglo XVIII. Se pasó tres años con el pintor Jean-Baptiste Marot, pintando docenas de cuadros inspirados en paisajes parisinos de la época; luego filmó a sus actores contra unos fondos verdes o azules; por fin, mediante una técnica “tan antigua como el cine”, incrustó las imágenes filmadas en los cuadros, en un proceso que le llevó seis meses y que sólo representa veinte minutos de las dos horas que dura película. Después de un falso contacto con el Festival de Cannes, del que Rohmer prefiere desentenderse (“La mundanidad masiva de Cannes nunca me interesó”, dice) pero que algunos atribuyen al carácter “reaccionario” del film, La dama y el duque se presentó en septiembre del 2001 en el Festival de Venecia, donde Rohmer recibió un León de Oro por su trayectoria.
Usted es un cineasta muy apegado al presente. ¿Cómo se le ocurrió la idea de hacer una película histórica?
–No es la primera vez. Ya con Perceval el galo y La Marquesa de O me había abocado a revisitar acontecimientos del pasado. De modo que sí, hago películas en presente, pero también me siento muy apegado a la Historia, y creo que es bueno que el público conserve cierto gusto por ella.
Como en La Marquesa de O, que “transcribe” el relato original de Von Kleist, en La dama y el duque usted omite en los créditos la categoría de guión y se limita a consignar el título del libro en el que se basó.
–Cuando hago un film moderno nunca adapto obras ajenas: me apoyo en mi propia visión de la realidad. Pero con las películas que transcurren en épocas lejanas me gusta apoyarme en un texto: como no he sido testigo de los hechos que narro, y como me importa mucho la exactitud, elijo obras que me parecen representativas. En Perceval y La Marquesa fueron obras literarias; en La dama y el duque son las memorias de Grace Elliott. Un libro de gran calidad literaria, por otro lado.
¿Qué más lo sedujo del libro de Elliott?
–Su forma, su carácter novelesco. Era casi un guión; estaba escrito como para cine. En especial sus diálogos, que son tan buenos que yo, que adoro inventarlos, en este caso preferí transcribir literalmente muchos de los que figuran en el original. Y también la mirada, el punto de vista que va construyendo. Elliott se pone en escena a sí misma: nos ofrece lo que vio, pero al mismo tiempo está presente en todo lo que cuenta. Más que una narradora es un personaje, y un personaje como los que me gustan a mí, sobre todo cuando son mujeres: positivo, valiente, enérgico. La protagonista de La Marquesa de O tomaba una decisión extremadamente valiente para su época: salía a buscar públicamente al padre del hijo que llevaba en el vientre. Grace es de ese mismo linaje.
La película describe un momento histórico fuerte (1790-1793: la fase del Terror revolucionario), pero también es una historia de amor, o más bien de lo que queda del amor cuando el amor se ha desvanecido.
–Me gusta que lo haya advertido: tenía miedo de que no se notara. El amor aparece poco en el libro; es evidente que a la heroína le da bastante pudor hablar de sus propios sentimientos. Yo no busqué mostrarlo de manera deliberada; se me filtró así, naturalmente. Aunque debo confesar que agregué aquí y allá algunos pequeños toques, detalles, gestos que no figuran en el libro: me parecía muy importante describir la clase de relación que Grace mantiene con el duque de Orléans.
“Su” Grace Elliott se pasa gran parte de la película mostrando el cuello y el pecho, como si fuera un objeto de deseo no sólo para el duque sino también, a su manera, para los revolucionarios.
–No lo había pensado, pero es interesante. Y el cuello, en efecto, llama enseguida a la guillotina. En general, cuando hago películas contemporáneas, me ocupo yo mismo del vestuario y acompaño a mis actrices y actores a las tiendas. Aquí, en cambio, tuve que contratar a un vestuarista, un chico muy talentoso que es el culpable de esos escotes.
El film le permite explorar el miedo, una emoción bastante infrecuente en sus películas. Hay un momento muy bello en el que Grace, después de haber ocultado a Champcenetz, explica en voz alta, como en un monólogo de teatro o un trance, cómo fue que se atrevió a correr semejantes riesgos.
–Efectivamente, y la teatralidad es deliberada. Tal vez ésa sea la parte del texto que me sedujo de entrada, el verdadero punto de partida de mi decisión de hacer el film: Grace esconde a un hombre con el que no simpatiza simplemente porque está horrorizada por lo que vio esa misma tarde en las calles: la multitud llevando en una pica la cabeza de la princesa de Lamballe. En el texto, en realidad, es sólo un apunte psicológico. Pero para mí la relación entre esos dos elementos (la osadía y el horror) es el corazón del film.
Hay también una gran dosis de suspenso: usted convierte al espectador en un testigo privilegiado de la amenaza que pesa sobre el personaje. En ese sentido, La dama y el duque es un film muy hitchcockiano.
–Quizá sí. Pero creo que en todos mis films hay suspenso, incluso en los que juegan con el enredo sentimental. Tal vez en este caso aparezca con más nitidez, porque lo que está en juego es lo que en el siglo XVII se llamaba “los Grandes Intereses”, es decir: no el interés personal del amor o la pasión sino la Vida y la Muerte.
También está la drástica separación de los espacios: los interiores protegidos y la calle como escenario del peligro más extremo.
–Es algo que me interesaba mucho. No soy hombre de teatro, pero debo decir que hay allí elementos importantes para pensar el asunto. En el teatro todo sucede en un interior; cuando lo que sucede “afuera” es realmente significativo, los personajes se limitan a relatarlo en escena, como se hacía con los hechos extraordinarios en las tragedias clásicas, que tenían prohibido representar los crímenes. La muerte es algo que siempre tiene lugar afuera. Lo que me interesa del cine es lo contrario: no confinarme en un interior sino mostrar la oposición, la discontinuidad que hay entre interiores y exteriores, cosa que refuerzo incluso en el trabajo con los decorados.
¿Cómo fue reconstruir el París del XVIII por medio de incrustaciones?
–Nunca me convencieron los decorados de las películas históricas. Todos, aun los mejores, terminan siendo cartón pintado. La otra opción era filmar en decorados naturales, en el interior de un castillo. Pero era imposible mostrar una ciudad. Salvo, claro, eligiendo algunos pedacitos ínfimos y compaginándolos de manera muy artificial. Con La Marquesa de O no tuve problemas: la historia transcurría todo el tiempo dentro de un castillo. En Perceval, elegí el cartón pintado y, para ir a fondo con laidea, imité la arquitectura que aparece en las miniaturas de la Edad Media. Y en La dama y el duque usé un procedimiento que existía desde hacía tiempo, pero era demasiado complicado: recién se simplificó y abarató con la tecnología digital. Tuve la primera idea de la película a fines de los ochenta; si demoré tanto en hacerla fue porque estaba esperando que la técnica progresara.
El efecto es extraño. Por un lado la decisión es realista, en el sentido en que usted reconstruye París a partir de las únicas imágenes “fieles” que hay (los cuadros de la época), pero por otro esa realidad pictórica produce una impresión de artificiosidad muy perturbadora, como de libro animado.
–En el caso de una época remota, la realidad es difícil de aprehender directamente. No se puede viajar por la Historia; no hay, como en Wells, máquinas para explorar el tiempo. Así que había que tomar una decisión: o bien mostrar elementos reales, empedrados verdaderos, partes de fachadas, etc., y montarlos para crear una ilusión de continuidad, o bien tratar de mostrar la calle en su conjunto, los puentes, las plazas, pero en versión pintada, es decir: suprimiendo su verdad material. Para mí, hay más realidad en una visión de conjunto, aun con la artificialidad de la pintura, que en una visión fragmentaria cuyos elementos serían reales.
¿Qué repercusión política tuvo la película en Francia?
–Oh, comentarios estúpidos, sin sentido. Le reprocharon que fuera monárquica, cuando para mí es muy moderada. Muestra los problemas que enfrenta un personaje que tiene un pie en cada campo: Grace Elliott tiene amistades del lado del duque de Orléans, de los “rojos”, y también del lado de los “blancos”, de la corte. Pero lo que la ata a unos y a otros no son tanto ideas como sentimientos, afectos. Es una inglesa; su pensamiento está a tono con los ideales ingleses de la época: una monarquía ilustrada, digamos. No por azar acepta hacer de correo para Charles Fox, un liberal que al principio simpatiza con la Revolución Francesa.
Pero la película siempre asimila el pueblo a la barbarie.
–Es la imagen que aparece en el libro de Grace Elliott, y convengamos que no deja de ser verdadera. Pero es una parte del pueblo. Por otro lado, las cosas no han cambiado mucho. Hoy, en las manifestaciones, hay por un lado la gente seria, que va a manifestarse, y por otro, mezclada con ella, una turba de marginales (lo que en Francia se llama casseurs) que van sólo para alborotar y saciar sus afanes de saqueo. Los que decapitaron a la princesa de Lamballe no representan a toda la gente de París, pero siguen existiendo: ya no cortan cabezas (y al menos en ese sentido son menos peligrosos), pero rompen vidrieras y saquean. Es la realidad, así que no veo de qué se asombran. Lo interesante de la Revolución Francesa es que las cosas no cambiaron tanto. Porque ¿qué es la revolución? ¿Quiénes la iniciaron? Los intelectuales, los filósofos, los burgueses. Los diputados de la Convención eran gente de leyes, notables; el mismo Robespierre era abogado. Pero manipularon a los elementos más incontrolables del pueblo. Y eso es lo que después no deja de repetirse. Es la ley de todas las revoluciones: la Comuna, la Revolución Rusa... Incluso ahora, en las manifestaciones anti-globalización, los dirigentes siempre se ven desbordados por esos elementos incontrolables.
Como Grace Elliott, usted no reivindicaría los ideales de la Ilustración.
–Lo que indigna a Grace, en realidad, es una especie de desviación, de traición. La Ilustración no debía conducir a esa brutalidad. Rousseau fue el inspirador de Robespierre, y Robespierre, al principio, era enemigo de la pena de muerte. Si se inclinó luego hacia el Terror fue, creo, más por pragmatismo que por una cuestión ideológica. La Ilustración era Condorcet, y Condorcet terminó suicidándose en la cárcel. La Ilustración era un hombre de ciencia como Lavoisier, que fue ejecutado. O un poeta como André Chênier. Todos fueron partidarios de la revolución, lo que no les impidióser ejecutados. Lo que muestra La dama y el duque es esa perversión del ideal liberal. Un hecho histórico. Pero es una desviación que aparece por todas partes. También en la religión: en el cristianismo, por ejemplo, donde condujo a la Inquisición, o en el islamismo, donde, como hemos visto, lleva al terrorismo.
Daría la impresión de que usted, a los 81 años, decide trabajar con el video digital y con tecnologías de avanzada, pero no para “avanzar” sino para retroceder, ir hacia atrás, para reencontrarse con una cierta juventud del cine: los decorados pintados y los intertítulos evocan el cine mudo.
–Siempre hay que recuperar una cierta juventud del arte. Gauguin, Picasso, Paul Klee: los grandes artistas modernos siempre han vuelto en algún momento a las fuentes. Por otra parte, si me preguntaran cuáles son mis modelos, yo no mencionaría a los cineastas que me sedujeron de joven (Hitchcock, Renoir, Rossellini, Hawks) sino más bien a los primeros, a Griffith, o incluso a Lumière.
Usted suele definirse como un conservador. ¿No es ése el secreto de su juventud como cineasta?
–Para avanzar hay que conservar. No hay futuro sin pasado: si hay un pasado, entonces uno tiene ganas de hacer algo distinto.
¿En qué está trabajando ahora?
–He contestado todas sus preguntas y no contestaré ésta. Nunca hablo de mis proyectos. Pero le diré algo: no pienso jubilarme.