Dom 08.08.2004
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PLáSTICA

El pintor de cuentos

Ermitaño, mítico, con una única muestra individual en vida, admirado hasta la devoción, citado en innumerables películas, celebrado por innumerables escritores y utilizado en las tapas de innumerables clásicos de la literatura norteamericana, Edward Hopper ha entrado a la historia como el pintor que mejor capturó el aire de Norteamérica, convirtiendo a los modelos de sus cuadros en auténticos personajes. Ahora,ese aire desembarca en Europa gracias a la retrospectiva de la Tate Gallery.

POR RODRIGO FRESáN (Desde Londres)
Abundan y hasta sobran los pintores de paisajes y retratos, de naturalezas vivas y muertas, de abstracciones y símbolos. No son frecuentes, en cambio, los pintores de cuentos. Y, entre ellos, ninguno los escribió mejor que el norteamericano Edward Hopper.
Nacido el 22 de julio de 1882 en Nyack, NY, y muerto el 15 de mayo de 1967 –sentado en su silla favorita y mirando uno de sus cuadros, en su estudio de Washington Square– el fóbico Edward Hopper, quien sólo se prestó a una exposición individual cerca de sus cuarenta años, es ahora protagonista de una retrospectiva en la Tate Modern de Londres. Aquel que, a la hora de la síntesis y la sinopsis, declaró que todo lo que había querido lograr no había sido otra cosa que “retratar de la mejor manera posible el efecto del sol sobre el costado de una casa”, expone ahora y aquí setenta cuadros, grabados y dibujos que pueden contemplarse y leerse –hasta el próximo 5 de septiembre– como si se tratara de una antología de relatos del pintor favorito de los escritores.

Poner la tapa
O, por lo menos, el pintor favorito de los editores. Porque –como bien dice John Updike– Hopper se ha convertido en “el omnipresente y póstumo ilustrador de cubiertas para libros” y, es verdad, tan sólo en mi biblioteca Hopper invade sin resistencia alguna títulos de Harold Brodkey, de Raymond Carver, de John Cheever, de John O’Hara, de John Irving y de William Styron. Hopper queda bien en todo clásico americano del siglo XX porque perfila y destila como pocos cierta inasible e inquietante propiedad inherente al Made in USA. Si Norman Rockwell es la versión edulcorada del asunto, Hopper –más allá de su trazo limpio y de sus ambientes bien iluminados– aporta, siempre, un dejo de tristeza elegante y educada, pero tristeza al fin. La sospecha de que algo no ha salido del todo bien, de que algo más o menos feo ha sucedido o está por suceder. Por eso, otra vez, la sensación de mirar cuentos; de sentir que uno sorprende a los personajes –nunca a los modelos– en el centro exacto y dramático de una trama que tiene un antes y un después, es cierto; pero de la que Hopper se las arregla para aislar y redactar el momento justo: esa epifanía urbana o campestre, ese instante en que los que aparecen o desaparecen en sus cuadros piensan exactamente eso.

Cuéntame una pintura
Gail Levin –la más importante especialista en Hopper; autora, entre otros, del catálogo raisonné del pintor; de una exhaustiva “biografía íntima” que investigó el perfil ermitaño y desagradable del artista y reivindicó la figura hasta entonces accesoria de su sufrida y castigada esposa, la también pintora Josephine Nivison; y de una investigación detectivesca, Hopper’s Places, sobre los paisajes reales que acabaron siendo ficciones de pincel– exploró también esta feliz tensión entre letra y óleo en dos libros. Edward Hopper: The Poetry of Solitude (1995) y Silent Places: A Tribute to Edward Hopper (2000) –en venta en la formidable librería y tienda de souvenirs de la Tate Modern, alguna vez planta baja de una usina colosal– reúnen textos de escritores inspirados en y por el pintor; y allí firman gente como Paul Auster, Michael Connelly, Jeffrey Deaver, William Faulkner, Peter Handke, Ira Levin, Norman Mailer, Joyce Carol Oates, Lawrence Sanders, David Thomson y el ya mencionado John Updike. Y, claro, hay una inevitable mayoría de escritores noir y su presencia no es casual: Hopper era fan confeso de los films policiales y “con gangsters”; adoraba a Bette Davis y consideraba a All About Eve una obra maestra (“¿Y qué?”, le respondió la actriz cuando se lo dijo en persona); y alguna vez declaró: “Cuando no estoy con humor para pintar, me voy al cine por una o dos semanas”. Y, sí, rastrear en sus cuadros todos esas sombras y todos esos encuadres, y uno de los atractivos de la muestra londinense es el ciclo de películas hopperianas organizado por Todd “Far From Heaven” Haynes. Allí están títulos como Gigante, Badlands, Matar a un ruiseñor, Blue Velvet, La noche del cazador, La sombra de una duda (aunque, a la hora de Hitchcock, lo cierto es que mucho más Hopper es el voyeurismo inmobiliario de La ventana indiscreta) y se extraña la versión americana de Pennies from Heaven donde Herbert Ross planta casi todas las escenografías como modelos “al natural” de cuadros de Hopper para que Steve Martin –adorador del artista en cuestión y, creo, dueño de un par de sus cuadros dentro de su nutrida colección privada– mata y muere en nombre del amor y de la locura. Y donde, también, Christopher Walken baila y no deja de bailar, y qué difícil pintar a alguien así.

Ahí está
Si bien la muestra de la Tate Modern es apenas una muestra de lo que guardan las tripas del Whitney Museum, aquí están clásicos como Summer, Excursion into Philosophy, Summer Evening, Self-portrait, Office in a Small City y el casi adiós de esos Two Comedians saludando desde el escenario (no están, lástima, los clásicos y despojados Rooms by the Sea y Sun in an Empty Room). Aunque lo que todos los visitantes buscan y encuentran –flanqueado por abundantes sketches y estudios preliminares– y los obliga sin esfuerzo alguno a que se detengan durante largos y reverentes minutos frente a él es el clásico e inevitable Nighthawks. Ya saben: una mujer y dos hombres y el encargado tras la barra de un bar contemplado desde las afueras de una noche, y el desafío y la victoria de Hopper a la hora de, dijo, “vencer la dificultad de pintar, simultáneamente, un interior y un exterior. Aquí, las paredes, totalmente construidas de cristal y sólo interrumpidas por finos marcos de metal, permiten difuminar al máximo el adentro y el afuera del edificio”.
Homenajeado hasta la exageración (ha llegado a ser visitado por Homero en un episodio de Los Simpsons) y basureado hasta la blasfemia (ese poster donde las figuras de Hopper son suplantadas por Bogart, Marilyn, Dean y no me acuerdo quién más... ¿Brando?), Nighthawks –bautizado así por la mujer de Hopper, ganador del Premio Ada S. Garrett Prize de 1942 otorgado por el Art Institute of Chicago– tiene, sí, una génesis literaria.
Cuenta Gail Levin en su biografía de Hopper que, a principios de los años cuarenta, el pintor tenía ese lienzo apaisado, pero no sabía qué poner dentro de él. Probó varias cosas con el lápiz, pero nada parecía conformarlo del todo. Entonces, Hopper se acordó de un relato que había leído casi dos décadas atrás en la revista Scribner’s. Un relato que le había inspirado la necesidad de agradecerle al editor con una carta donde se leía: “Resulta refrescante encontrarse con algo así en un semanario norteamericano luego de casi ahogarse en toda esa pulpa empalagosa que constituye buena parte de lo que se escribe en nuestro país. Gracias a que no hace concesión alguna a los prejuicios populares, a que no enmascara la realidad para hacerla más potable, y al perfecto truco en el mecanismo de su final, puede decirse que no hay imperfección alguna en este cuento”.
El título del cuento era The Killers, de Ernest Hemingway. Hopper decidió pintarlo y reescribirlo.
Ahí está, colgado, para que ustedes lo lean mirándolo.

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