Dom 08.08.2004
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CINE

El diablo es una dama

Después de dos años de espera, finalmente se estrena en Argentina la gran película brasileña opacada en su momento por la monumental Ciudad de Dios: Madame Satâ, la vida de Joao Francisco dos Santos, negro, pobre, mitómano, criminal, mezcla de Josephine Baker, Jean Genet y Robin Hood Tropical que en el Brasil de los años 30 se convirtió a fuerza de navajazos y tacos altos en un artista en guerra permanente con la pobreza y la exclusión.

› Por Mariana Enriquez

Cuando se presentó en el Festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, en 2002, Madame Satâ no pudo contra Ciudad de Dios, la película sobre los veinte años de la favela carioca Cidade de Deus de Fernando Meirelles, que se llevó los grandes premios, y finalmente terminó compitiendo en la última edición de los Oscar. Pero el jurado no pudo evitar el reconocimiento y le otorgó el premio especial para primer largometraje al director Karim Aïnouz. Así viene sucediendo con la película que por fin tendrá estreno comercial: como está situada en los ‘30, su relato de la exclusión parece lejano, cuando en realidad es tan relevante como cualquier mirada más “actual”. A través de un artista marginal, negro, pobre, homosexual, crimimal que se reinventó en la Madame Satâ del título, reina-rey del Carnaval de Río, mito brasileño, Aïnouz reflexiona sobre las formas de resistencia en un país –en un continente– donde la exclusión es la regla. Y la reacción a esa exclusión, Joao Francisco dos Santos, la Señora Satanás, tuvo diferentes formas. “Fue un luchador”, dice Aïnouz. “Reaccionó con rabia, creatividad, violencia y dulzura. Nunca se desanimó.”
Joao Francisco dos Santos nació en la violenta Pernambuco, hijo de esclavos, y su madre lo vendió a los siete años. No se sabe cómo llegó a Lapa, en Río de Janeiro; un barrio de burdeles, hombres duros, alcohol, miseria, festejo que pisoteaba la desdicha. Un mundo de sobrevivientes, donde la violencia y la creatividad eran elementos imprescindibles para pasar la noche. Allí Joao formó su propia familia –llegó a tener hasta siete hijos adoptivos, niños recogidos de la calle– y convivió con una prostituta, Laurita, y un amigo gay que se paseaba con vestidos y en ocasiones atraía a hombres hasta la casa familiar para robarles. Ése es el momento de Joao que rescata Madame Satâ: al director no le interesa tanto el mito como su construcción, sobre todo después de descubrir que Joao era un mitómano, un hombre que se hizo a sí mismo, que renegaba de todos los estereotipos: si le decían gay, conjuraba el terror de su masculininidad y su negritud (medía 1,82 y pesaba 90 kilos; pocos manejaban las navajas como él), y les recordaba su pobreza feroz; pero cuando le decían negro, recurría a su fascinación por Scherezade y Josephine Baker, sacudía sus camisas de seda y se pavoneaba embutido en pantalones ajustados. La fuerza de Joao en la película radica en su única exigencia: la de respeto. Hay una escena especialmente estremecedora, cuando con su familia (Laurita y Taboo) quiere entrar a un burdel frecuentado por los ricos de Río; la ira con que reacciona cuando los echan es justificada y lo convierte en una causa de un solo hombre; por pura intuición, por necesidad, Dos Santos era un pionero, un hombre que entendía –y luchaba contra– su época. Una época que, después de todo, no ha cambiado tanto. “Desgraciadamente, muchos de los problemas de los años ‘30 todavía existen, y una manera de hablar del presente es mirando la historia pasada”, dice Aïnouz. “La sociedad brasileña carece de permeabilidad e incluso donde parece haber integración entre los diferentes sectores, el abismo social sigue creciendo. Pero no soy pesimista. Creo que Madame Satâ es una película optimista y redentora. Después de todo Joao Francisco nunca se consideró a sí mismo una víctima.”
Joao Francisco también era un criminal. Aïnouz lo define como “una mezcla de Josephine Baker, Jean Genet y un Robin Hood Tropical”. De sus 76 años, 27 los pasó en la cárcel por cargos tan diversos como indecencia, robo y prostitución; mató a un hombre y se le atribuyó también el crimen del compositor Geraldo Pereire –acusación dudosa, porque el artista de marras tenía tres certificados de defunción diferentes–. Pero en 1942, después de diez años de prisión, ganó el concurso de trajes de Carnaval de Deer Hunters y se transformó en una estrella que reinventaba su pasado cuando hacía falta.
Pero a pesar de tener como tema un personaje tan fascinante, Madame Satâ no sería la enorme película que es sin la personalidad avasallante del actor debutante Lázaro Ramos. “Para mí el paisaje de esta película es su cuerpo”, dice Aïnouz. “Objetivamente es lo único que posee. Parte del cuerpo para exhibirse y para esconderse. Sólo el cuerpo quedó de la cultura negra después de la diáspora. El cuerpo utilizado en la música, el baile, la ropa, el placer sexual.” El cuerpo de Lázaro Ramos, de una virilidad arrolladora –de un erotismo palpable– está tan cómodo amenazando a su gran amor, un delincuente buscado por policías y ladrones al que Joao llama príncipe oriental por la paradójica delicadeza de sus hermosos rasgos, como acariciado por sedas, vestidos y maquillaje azul sobre los ojos. Joao Francisco creaba sus propios personajes (“La Negra de Bulacoche”, “Jamacy”, “La Reina del Bosque”, “Santa Rita del Cocotero”) y también se inspiraba en la mitología china, los personajes de Cecil B. De Mille y el candomblé. Mestizaje, collage cultural, su voz estaba en transformación constante, como el mundo que lo rodeaba.
Madame Satâ tiene algo de onírico, y de químico. Película de resaca y amaneceres penosos, de perfume barato y rudo olor a sexo, parece impulsada por un fervor que recuerda a la urgencia de la cocaína, a las noches blancas de parloteo insomne. Lázaro Ramos aporta esa energía loca, que pasa de la dulzura, la confesión, el arropar a los bebés al golpe, el insulto, la degradación, el mordisco, el encuentro sexual brutal y apasionado seguido de la nostalgia de un tango que se escucha desde la ventana de su casa miserable. Se enfrenta a la policía, al estigma; se enfrenta a sus propias limitaciones y a la insoportable certeza de saberse un gran artista que quizá nunca pueda ser conocido, no ya reconocido. Nunca se queda en el conflicto de su homosexualidad: para él era algo dado. “Lo que más me interesaba”, explica el director, “era tratar las razones que lo llevaron a retar cualquier intento de aislar, segmentar o atomizar su identidad. Sería una pena si el personaje fuera percibido a través de segmentos sociales porque sería todo lo contrario a su experiencia. Los temas raciales, sexuales o sociales no son nunca el punto de interés de la película”.
Aïnouz tiene razón. Madame Satâ no es una película gay, ni acerca de la negritud, o la pobreza. Así como Joao Francisco no dejaba que lo definieran, Madame Satâ elude los rótulos. No es tampoco una operación de rescate, a pesar de que durante muchos años “Madame Satâ” fue apenas el nombre de un boliche de San Pablo, y que la única biografía del personaje era un humilde libro del periodista brasileño Rogerio Durst. Es quizás una síntesis de esa dualidad que encarna el nombre que Joao Francisco eligió para sí mismo: una sofisticada francesa y el demonio, temible y destructivo. Una cruza de violencia y deseo, miseria y elegancia, celebración y muerte que captura el vértigo de Brasil. El de entonces y el de ahora.

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