Dom 15.08.2004
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TEATRO

La risa polaca

Sumándose a los festejos por el centenario de su nacimiento, la escena porteña convoca el alma corrosiva de Witold Gombrowicz en dos espectáculos inquietantes: La pornografía, versión libre de la novela La seducción; y Opereta, una farsa feroz sobre el poder y la apariencia.

› Por Carolina Prieto

En el año del centenario del nacimiento del polaco Witold Gombrowicz, la escena local se suma a la epidemia planetaria de homenajes con el estreno de dos obras casi secretas, muy distintas entre sí pero ideales para evaluar la riqueza del legado de un escritor que llegó a la Argentina a fines de los ‘30 en un viaje promocional, quedó varado en Buenos Aires con el estallido de la guerra y sobrevivió aquí casi un cuarto de siglo en condiciones más bien precarias. Su estilo provocador le valió el repudio del oficialismo cultural vernáculo, en especial del grupo Sur, pero Gombrowicz se las ingenió para seguir escribiendo, viajar por el país y hasta fundar una selecta pandilla de discípulos jóvenes (Miguel Grinberg, Jorge Di Paola, Mariano Betelú, Alejandro Russovich, Juan Carlos Gómez) que reproducirían, cada uno a su modo, la excentricidad burlona y corrosiva de su prédica.
Ese espíritu inquietante es el que retoma el actor, dramaturgo y director Gonzalo Martínez en La pornografía, su impactante versión libre de la novela La seducción, que tras unas primeras funciones en el Centro Cultural Ricardo Rojas acaba de reestrenarse en el Espacio Callejón. En apenas una hora y con una puesta muy cuidada, Martínez captura la atención del público con la historia de un joven que llega a una finca “para definirse”, según sus propias palabras, y tropieza con un cuarteto de personajes que lo envuelve en una serie de manipulaciones inocentes y a la vez perturbadoras. Muy bien actuada y con una factura impecable (la escenografía remite a un interior ascético: hay un colchón en el que aparece el recién llegado con el rostro tapado por una máscara, una araña elegante que cuelga del techo y una melodía de Arvo Pärt), la propuesta se tiñe de rareza e invita al público a imaginar y disfrutar, en primera instancia, a través de los sentidos.
“Gombrowicz juega con las palabras de un modo muy artificial, pero crea una verdad y una intensidad sensorial impactantes”, comenta Gonzalo Martínez. “Y este procedimiento es muy teatral: al entrar en una sala todo es ficción, artificio, pero lo que se crea durante el tiempo de la representación es una realidad escénica. Y ahí todo lo que sucede es real.” Martínez leyó muchas de las novelas de Gombrowicz, pero fue La seducción la que terminó impulsándolo a llevar ese mundo a escena. “No por su dimensión anecdótica ni para contarlo –aclara el director– sino más bien para intentar hacer una transcripción sensorial. La seducción es el libro que mejor condensa su obra.” La obra de Martínez –en la que confluyen también fragmentos de Ferdydurke, la novela que consagró a Gombrowicz– combina una gran naturalidad interpretativa (los actores son tan convincentes como desopilantes) con una puesta en escena de estilizada artificialidad, dos planos que se articulan no sin sacarse chispas, un poco como se acomoda el protagonista recién llegado a las propuestas lúdicas, ridículas y osadas de los anfitriones, que lo obligan en un momento a confesar: “Ustedes son tan despreocupados, tan libres. Yo no tengo ese swing”.
Un camino muy distinto eligió Adrián Blanco, responsable del montaje de Opereta, que conoce por fin su versión porteña. (Es el estreno gombrowicziano que faltaba: antes Jorge Lavelli había montado Yvonne, princesa de Borgoña, y Laura Yusem El casamiento.) “Siempre me sentí fascinado por la forma de la opereta, en mi opinión una de las más felices que ha producido el teatro. Así como la ópera tiene algo de torpe, de irremediablemente abocado a la pretensión, la opereta, en su divina idiotez y en su esclerosis celestial, toma sus alas del canto, de la danza, del gesto, de la máscara, y me parece el teatro perfecto, perfectamente teatral. No es extraño, pues, que me haya dejado tentar”, escribió alguna vez Gombrowicz. Blanco tomó la posta: recuperó el texto que allá por los ‘80 le había recomendado el psicoanalista y escritor Germán García, se carteó con Rita, la viuda de Gombrowicz (que le cediógratis los derechos de la obra), y encaró un montaje francamente titánico, con más de veinte intérpretes en escena, música en vivo, distintos ejes temáticos, momentos cantados y toda clase de saltos temporales.
Opereta expone en clave grotesca, en el marco de una aristocracia frívola y temerosa, uno de los problemas clave del imaginario gombrowicziano: la dificultad humana de exhibirse sin máscaras. Disfraces con brillos y colores llamativos, personajes arquetípicos, voces que desentonan a propósito, pasos de baile ridículos y ritmos variados dan vida al universo colorido y decadente en el que dos nobles se enfrentan por la tenencia de Albertina, una chica que sueña con la desnudez mientras sus pretendientes buscan (en vano) tentarla con los trajes más caros. El poder monárquico, el nazismo y los cambios sociales asoman en pinceladas superpuestas en un espectáculo que refleja la sociedad como un carnaval patético.
Casi un año y medio le llevó a Blanco pergeñar este proyecto centrado en la ceguera de un sector social pendiente de las apariencias y la moda como factor de diferenciación social. Aquí todo vínculo se vuelve posesivo, los hombres coleccionan mujeres como trofeos de caza y el mal gusto se filtra por todos lados. De ahí las escrupulosas disonancias musicales que campean en la obra. Retrato alegórico de las cortes menemistas, o de cualquier clase dominante en una sociedad desarticulada, el grupo del reino imaginario de Himalay cuenta incluso con una especie de Ante Garmaz venido de París para presentar las nuevas tendencias. Pero la mirada de Gombrowicz, feroz con los aristócratas, no es más piadosa con los revolucionarios, a los que “muestra encorsetados, rígidos, como eran durante la Guerra Fría, cuando escribió la obra”, comenta Blanco. “Y eso es en parte lo que me interesó: la capacidad de Gombrowicz de reírse de todos.”
Blanco define su elenco como “un zoológico humano” de especies variadas: gordos, flacos, musculosos, gráciles, torpes, altos, muy bajos. “Yo soy el primer mono –aclara el director–, aunque el público no me vea.” Tampoco se ven del todo los músicos, velados por una tela blanquecina que los convierte en siluetas traslúcidas. Pero lo que importa es que se oigan: el sonido del trío que integran Juan Sicardi (piano y guitarra), Jerónimo Naranjo (bajo) y Diego Rozo (percusión) es estimulante y sugiere los climas festivos de una marea de personajes desorbitados. Y sus voces son un verdadero remanso.

La pornografía, los viernes a las 21
en Espacio Callejón, Humahuaca 3759.
Opereta, los viernes a las 21 y sábados a las 22 en El Club del Bufón, Lavalle 3177.

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