POR GABRIEL D. LERMAN
A primera vista parece la avanzada palermitana en el sur, más exactamente en Parque Chacabuco. Pero a poco de andar uno descubre que el restaurante Urondo, nombre de tan potente resonancia poético-política, ha operado un cruce entre ciudad y gastronomía digno de atenderse. Algo semejante, quizás, está ocurriendo en San Telmo y Montserrat. El movimiento es parte del efecto de irradiación del boom de Palermo Viejo, esa explosión de diseño y gastronomía que llevó a bifurcar el apodo del barrio en dos nombres nuevos: Soho y Hollywood. Allí, una modernidad de rebuscada elegancia y refinamiento pastel dejaba como saldo una impronta cool bella y feliz, suave, de maíz y madera. En lo que hace al comer y beber, la nueva cocina palermitana recreaba estilos y despabilaba oficios. La sofisticación y la mezcla funcionaron como el espejo periférico de otros tantos cambios en la industria de las vidas cotidianas que cundían arriba del Ecuador. Pronto esta revitalización tuvo sus correlatos: las señales de cable a la carta, los negocios de ropa y tanta otra tela para cortar y góndolas para consumir.
Pero la proliferación de locales comerciales y de gente –como era fatal– terminó saturando las calles palermitanas, y hubo quienes orientaron sus antenas hacia la virginidad de viejos barrios abandonados. Y los relanzamientos, se sabe, siempre traen aciertos y pifiadas. En San Telmo, los bares y restós con aires de primer mundo se filtraron entre los añejos pubs ochentistas; en Montserrat, mientras tanto, coexistieron con esos restaurantes típicos de clase media, tan cerca y tan lejos a la vez de la toma de decisiones. Para citar al emprendedor Javier Urondo, hijo de Paco, el poeta y militante cuyo nombre bautiza el restaurante: “El punto es tomar de lo nuevo lo que a uno le interesa, lo que a uno le gusta, y ponerlo donde más ganas se tenga”. ¿Quién puede ir a un lugar como Urondo, suerte de isla del tesoro extraviada en calles donde ya no quedan ni bodegones ni boliches ni pizzerías? ¿Es el norte el que se metió en el sur, o el sur se apropió de algo de toda la fanfarria moderna que ya sofoca al otro lado de la ciudad? “Para mí –agrega Javier–, ir a comer a un lugar era siempre ir de paseo a un barrio. Yo no creo en los circuitos gastronómicos.”
El local, que supo ser almacén de ramos generales y restaurante coreano, es la típica esquina de barrio con ochava, puerta y dos ventanas con cortinas de metal, que a su vez tiene entradas simétricas por cada cuadra. Desde cualquier mesa se puede ver cómo se fugan las dos calles, Beauchef y Estrada, en un declive que ubica a Urondo en la parte baja. Mesas de madera, altas y tradicionales, manteles blancos y una suerte de ascetismo oriental con aire de campo, vuelven el ambiente diáfano y cálido. La cocina a la vista, con orgullosas campanas a modo de extractores, aporta el toque moderno. Sus responsables, el propio Javier junto a Florencia Kral, hacen lo que saben: magret de pato con batatas e hinojos, salmones blancos con muselina de papas, solomillo de cerdo relleno, lomo marinado en aceto balsámico, papines andinos y hierbas. Y de entrada, el ya emblemático Copetín Urondo: una picada que se aleja de los tradicionales embutidos y avanza sobre los quesos especiales, el bresaola (fiambre curado en casa), calabaza, berenjena, verduras y/o aceitunas negras. O una ensalada verde. O el paté casero con un exquisito pan de campo.
La carta de vinos, con un versátil repertorio a cargo de Sebastián Koncurat, da cuenta de que la enología, como disciplina, también vivió su refundación. Hay noches en que la luna se pierde entre esas azoteas bajas de Parque Chacabuco e ilumina el empedrado junto al farol de mercurio. Y entre el recuerdo y la nostalgia, uno revive la vieja y bella idea de que se puede entrar a un lugar y salir siendo otro.
Urondo queda en Beauchef 1204.
Abre de miércoles a sábados, de 20 a 1.
Reservas al 4922-9671 o a
[email protected]