Dom 21.04.2002
radar

PLáSTICA

Tres al hilo

Tras casi tres años sin exponer, Marcia Schvartz desembarcó en el Centro Cultural Recoleta con una muestra que vale por tres: la serie de flores de cerámica que apenas disimulan su verdadero origen de vulvas y falos; las telas sobre las que pinta mariposas negras del noroeste argentino; y una serie de “backlights” realizados con ventanas cubiertas de alquitrán por las que se asoma siempre la misma idea fija.

POR MARTA DILLON
El fragmento del viejo manual hace su anuncio antes de entrar en la sala: “El asfalto líquido llega al Mar Muerto procedente de las grietas de la tierra y de manantiales calientes”. Asfalto sirio empleado por los egipcios para embalsamar. Polvo de momias. El material que desafía al tiempo, el que fue capaz de conjurar la corrupción de la muerte. El que eligió Marcia Schvartz para descomponer el negro sobre la tela, el único negro que puede ser rojo, o marrón, o alguno de los tonos del óxido que suele delatar, justamente, el tiempo. Y ahí están, como una promesa de final de viaje que se atisba desde el inicio, las alas de la mariposa de Norte Negro, el cuadro que nombra la muestra. No importa cuántas flores tenga este jardín, el brillo de los esmaltes sobre la superficie de cerámica –de tierra, en definitiva– que emula las formas vegetales es, en principio, piedras que en la noche alumbran el camino. La noche está en las telas. Y al oscuro hipnotismo de las alas negras se va la mirada, cautiva. Es la pintora la que desarma el hechizo como si quitara con la mano una invisible tela de araña. Ella prefiere a Siria, otra tela de gran tamaño donde la mariposa, bajo una luna llena, se posa sobre una mujer. Marcia hace un óvalo con las dos manos, separadas y dice: “En Salta había unas mariposas así, gigantes, negras, peludas. Atrapé dos, quería traérmelas. Pero me dijeron que eran símbolo de la muerte y rápidamente las solté”. Igual quedaron allí, en su memoria, pasó años buscando esa textura del polen que los insectos toman de los cactus. Y ahí está ahora cercando la cabeza volcada de la mujer. Podrá haber sido la suya, alguna vez, pero se puso a salvo. Ahí está Marciana como prueba, la tela en la que se expande el asfalto en sus tonos orgánicos. De frente a un atardecer de brillos dorados, se situó ella misma, como un cactus espinoso que trepa como una cabra hacia la luz. La muerte la tienta, sólo para conjurarla.
La carcajada es un tajo en el centro del dramatismo. Es abrupta y contagiosa, una risa de toda la cara; queda rebotando como perlas sobre las flores de cerámica. ¿De qué se ríe Marcia? Tal vez sea de alivio. Detalla sus estrategias como quien acaba de descubrir un atajo para hacer trampa en una carrera. Como si la vida se tratara de hacerle zancadillas a la muerte. “Las cerámicas, sin proponérmelo, me salen muy eróticas. Porque en realidad son eso, son órganos sexuales de las plantas, están ahí, llamándonos”, dice y se ríe, para desprender cualquier resto de solemnidad que haya quedado adherido a sus dichos. Es cierto, toda su pintura es erótica, frente a la mayoría de sus telas se percibe un eco adentro, en el cuerpo, como si de pronto doliera una cicatriz antigua. “¿Qué es eso? No sé. Una sugestión, el sexo y la muerte, los dos grandes temas. Siempre estoy circulando por ahí, por la idea de final, el agua, los desnucados, por ejemplo, parece que estuvieran garchando, pero también les falta el aire.” Los desnucados son esos cuerpos que atraviesan su obra, la cabeza echada para atrás en una torción imposible, el trazo enérgico de los cuellos, inflados en un gesto que se libera de algo insoportable: el placer, el dolor. Alguna vez estuvieron en el río, cuando la pintora rastreaba su poética en El Tigre, arrastrada por la corriente de agua, acunada siempre por las mismas obsesiones. “No hace falta nada para que cualquiera entienda que el río es la vida que pasa y se va. O que un cactus es un cactus, cualquiera ve en él un sobreviviente, que no necesita cuidados, que se tiene a sí mismo y su carne.” Y son flores de cactus la mayoría de las piezas de cerámica, de pétalos como labios entre las piernas, guardando sus pistilos en reposo o envolviéndolo, erecto, como en la cala negra. Hay algo de extrema lubricidad en esas formas, dan ganas de tocarlas, de constatar su textura. “¿Éste no parece también una flor? ¿Y el azul? Es una concha.” Lo dice en un susurro, mostrando los sexos entre las flores. Es su triquiñuela, la red en la que atrapa a los cultores del buen gusto. Aunque más tentadoras sean las otras, las voluptuosas, esas que brillan como si hubieran sido lamidas. Muchas fueron horneadas por lanoche, mientras asistía a la agonía de su padre, intervenido por la maquinaria médica para que dure un poco más. “Alguna vez pensé que éstas eran las flores de la tumba de mi viejo, no sé si es así, pero me acompañaron. En esos días saqué una pieza del horno y cuando la vi, vi que eran los pulmones de mi papá. De verdad, es algo que sucede sin buscarlo. Tal vez sea por pura necesidad de no enloquecer, ¿no?” Cuando el color la envuelve, Marcia deja de pensar, es lo que dice, que la angustia es una gran usina y que el pecho se libera con la pintura. Nervio, el autorretrato que abre la muestra, nació en tonos pastel. Cuando su padre empezó a morir, lo tiñó por completo de violeta. Es un homenaje, el nombre es el título de una revista literaria que el hombre planeaba cuando vendió su librería, Fausto. Es la dedicatoria posible, cualquier otra hubiera soltado cumplidos que la pintora detesta.
El asfalto líquido proviene de manantiales calientes. El asfalto líquido cubrió los vidrios de viejas ventanas que sobraron cuando Marcia Schvartz recicló ese caserón de San Telmo que emite su queja en las escaleras de madera. Hace poco más de tres años que vive allí, casi el mismo tiempo que pasó desde su última muestra. En este tiempo la tentaron los brillos de los esmaltes sobre la cerámica, o los que aplica en sus cuadros como pequeñas tentaciones. Y la materia en el estado más puro posible: el barro que se hornea, el alquitrán, el polvo de momias que conjura al tiempo. Porque, en el tránsito de su mudanza, Marcia se despidió también de la fascinación y el dolor de la muerte joven que se llevó a sus amigos. Y supo que algo de su juventud se fue con esos cuerpos. Sólo que ella sigue aquí, obligada a madurar, a asistir a sus propios cambios. “Me interesa la transformación de la materia. El alquitrán es un elemento orgánico, se puede trabajar con soplete y darle una forma que va a seguir cambiando, porque el calor y el frío lo modifican. La cerámica es, en definitiva, tierra, que cambia, que se procesa, y esa transformación es como que te cura algo interno, de la vida.” Por eso, mientras el horno prepara su sorpresa, ella siente que está trabajando, aunque eso se trate sólo de esperar, como una vieja vizcacha que ya ha perdido la ansiedad por el acontecimiento. La madurez, igual, no le ha quitado nada de su ánimo de revuelta que lleva en la manga como un as. La serie de backlights que conviven con los objetos y las telas en la sala del Centro Cultural Recoleta son su última gran provocación. Primero vio las ventanas, las tapió con el negro del asfalto y rasgó su sombra para dar con las imágenes que se podrían espiar. Un hombre que se masturba, otro que se arrodilla entre las piernas de una mujer, la pareja fumando en la pose relajada del momento después. Esto de verdad la divierte. Suelta su carcajada como una colección de canicas desparramadas por un piso de cemento. Le gusta haber borrado cualquier eufemismo, y también haberse apropiado de un lenguaje “tecno para cagarse de risa. Yo, que no sé ni prender una computadora, también puedo hacer backligths, tiro un cable, pongo una lamparita y ahí están”, en su marco descascarado de ventana antigua para espiar algo que se muestra abiertamente. Al fin y al cabo, en este extremo del mundo los que se encuentran son Poor Artists, como el título del video que ella grabó para el British Art Council, en el que un puñado de artistas locales habla de sus dificultades en un inglés precario. Ni siquiera al BAC, que lo financió, le gustó el resultado final. Pero ella, como siempre, muere de risa ante su producto –que se proyecta los sábados y domingos también en el Centro Cultural Recoleta–, revulsivo para el mercado de arte convencional. Algo de eso se cuela en su intención de seguir con los backlights. Ya está pensando en hacer más, vio un cuadro mientras viajaba en colectivo, el chofer de espaldas, el parabrisas perlado de lluvia, alumbrado desde atrás, por supuesto. A Marcia todas las técnicas le hacen cosquillas, más ahora, que se siente liberada de algunos divorcios sobre los que tuvo que crestear para encontrar su poética: al principio se divorció la psicodelia de la utopía de un mundo mejor, la militancia delamor, el amor de su vocación de artista, el arte de la intervención en el mundo. Es la crisis la que soltó algunas de sus amarras, la crisis y las discusiones en las esquinas, el modo en que la gente ahora habla de política como si así lo hubiera hecho siempre. “Por fin puedo sacarme ese casquete de haber sido progresista, la fama de psicobolche.” Libre al fin para soltar su dulce veneno, puede entregarse a la materia. Caliente y flexible en sus manos.

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