Dom 03.10.2004
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ARTE

Lo poco bueno que hubo en la Bienal de San Pablo

En una de las ediciones más flojas de su historia, la XVI Bienal de San Pablo presentó, bajo la curaduría del alemán Alfons Hug, una selección tibia y poco rigurosa del arte contemporáneo. Aunque amontonados dentro de un formato de exhibición que pega manotazos de ahogado y huele a rancio, éstos fueron algunos de los trabajos que lograron conmovernos pero, sobre todo, consolarnos frente a tamaña desolación artística. Ya lo había avisado Dubuffet: “El arte no debería dormir en camas especialmente tendidas para él”

› Por María Gainza

Neo Rauch (Alemania): Konvoi, 2003
Uno no puede dejar de asombrarse ante cómo un artista de Alemania del este, tan evidentemente desinteresado en el sensacionalismo, ha logrado insertar su pintura en la escena contemporánea con semejante fuerza. Alejadas del realismo social, inspiradas en las revistas a las que tenía acceso de niño, en los paisajes industriales de Leipzig, en los obreros, amas de casa, soldados y pilotos de su ciudad, Rauch crea un mundo entre nostálgico y satírico: figuras tiesas y desproporcionadas que flotan en colores sucios y desteñidos entre fábricas abandonadas. Y nunca carga las tintas: “lo ideal sería que nadie llegara a interpretar del todo mis cuadros”, dijo Rauch. ¿Acaso la pintura no había muerto? “Y bueno, cuando caen esos panfletos sólo hay que agacharse un poco y dejarlos pasar.”
Tom Sachs (Estados Unidos): Repair Station, 2002
Hágalo usted mismo, pareciera decir Tom Sachs mientras define su trabajo como un bricolage que recrea el mundo de los electrodomésticos. Hace un tiempo Sachs construyó heladeras, microondas, procesadoras, todas fabricadas en su taller de carpintero, con los cables a la vista pero funcionando aceitadamente. Ahora, pistolas y rifles en madera y cartón con los tornillos y resortes asomando se presentaron en una vitrina que exhibía la tensión entre una deliciosa fragilidad y un peligro inminente. Sachs crea objetos –esculturas– mientras se ríe de nuestra voracidad consumista, de cómo el packaging del monolítico modernismo nos ha vendido medio mundo como si todo fuera la misma cosa, de nuestra necesidad de satisfacción instantánea y del paso de lo manual a lo conceptual en el arte contemporáneo.
Catherine Opie (Estados Unidos): Sin título (Surfers), 2003
Desde hace unos años Opie registra las tribus urbanas. Los críticos la definen como “una retratista cultural o una documentalista social pero siempre con un giro”. Su última serie fue tomada durante las mañanas de Malibú, cuando un muro de niebla densa avanza y crece minutos antes de descorrer el telón. Opie, como un
monje frente al mar, elige, ya no el momento en el que la ola como rodillo grande y hueco es entubada por el surfista sino el instante previo, la monotonía que aguarda el subidón. Un deporte signado como ningún otro por el acto de la espera queda registrado en unas fotos inmensas y vacías que terminan evocando lugares del inconsciente.
Rachel Berwick (Estados Unidos): A Vanishing, 2003
La idea de extinción sobrevuela los trabajos de Berwick. En este caso literalmente: 600 pájaros de ámbar –material que puede preservar propiedades básicas como el DNA de Jurassic Park– inundaron el espacio colgando de varas de bronce. La iluminación dibujaba sus sombras sobre la pared recreando una jaula. Berwick –que hace un tiempo enseñó a dos loros a hablar un dialecto perdido del Amazonas– presentó, sin miedo a la cursilería, una instalación conmovedora en la que utilizó el modelo de Marta –la última paloma migratoria de Norteamérica, de una especie de la que en el siglo XIX Estados Unidos registraba más de 3 mil millones y que de golpe, al entrar el siglo XX, se extinguió– que terminó sus días en un zoológico de Cincinnati. Al ingresar a la sala, el público y los pájaros convivían, encerrados en ese limbo helado entre la vida y la muerte.
Jorge Macchi (Argentina): Caja de música, 2004
Con sus habituales giros poéticos, Jorge Macchi presentó una obra austera y de tal falta de pretensiones que sin buscarlo pareció darle un cachetazo a la opulencia paulista. El plano fijo de una cámara convirtió los carriles punteados de una avenida en blancos pentagramas musicales. Al entrar en cuadro, los autos que avanzaban cuando el semáforo se ponía en verde parecían disparar un sonido metálico como el de una cajita de música. Una melodía determinada por el azar –aquel único instante que permite la iluminación, según Duchamp–, donde los automóviles que ingresaban por la izquierda producían sonidos graves, mientras los que aparecían por la derecha producían agudos. La obra de Macchi, presentada en una pequeña pantalla, abrigaba frente a la desmesura reinante.
Zwelethu Mthethwa (Sudáfrica): Sin título, 2003
Olvidada, hacia el final del edificio y con un montaje pobre, la fotografía africana –invitada especial a la Bienal– apenas convocó al público. Sin embargo, para aquellos que llegaron a verla, demostró –como una ventana mal cerrada que deja entrar el aire fresco en una tarde sofocante– que aún se pueden crear imágenes sin recetas, más cerca del hueso o de eso que llamamos verdad. El orgullo y la nobleza de gente que vive en un territorio devastado fue registrado por Mthethwa evitando la mirada edulcorada con la que alguna vez reconocimos las poblaciones africanas.
Julie Mehretu (Etiopía-Estados Unidos): Mirando atrás a un futuro brillante, 2003
Un atlas que estalla y que al hacerlo superpone planos y veladuras como una pintura en combustión. Estadios, palacios romanos, villas renacentistas, aeropuertos, coliseos en tinta china conviven bajo unafuerza centrípeta de curvas de acrílico que recrean un esquema cósmico demente. Espacios sostenidos por poderosas corrientes subterráneas de caos, violencia y desorden. Formas que se desintegran como visiones apocalípticas en un mundo donde las civilizaciones surgen y caen con la fuerza de un tornado que arrastra sin misericordia cuanto encuentra a su paso.
Melik Ohanian (Francia): Siete minutos antes, 2000
Uno de los mejores trabajos de la Bienal: Ohanian rompió la unidad espacio-tiempo para contar en siete pantallas (pocas veces tan bien aprovechadas) los siete minutos previos a un accidente automovilístico. Flujos de tiempo, sin jerarquía ni orden, en imágenes de una textura hipnótica que sumergían al espectador dentro de un bosque, una cueva, una ruta nocturna y ponían en evidencia lo que ya se sabe y ya se ha dicho: que la realidad nunca se presenta como un todo ordenado sino como un caos fragmentado que nos envuelve y arrastra a su paso. Pero esta vez Ohanian lo hizo de una manera brillante logrando despegar de esa árida tierra de nadie que transita el videoarte.

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