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Una escritora elige su escena de película favorita: Cristina Bajo y el final de La extraña pasajera, con Bette Davis
La extraña pasajera (1942), de Irving Rapper, con Bette Davis, Claude Rains y Paul Henreid. Ganó un Oscar a la mejor banda de sonido (de Max Steiner, de la que Bette Davis se quejó por considerarla “demasiado intrusiva” en relación a su interpretación), y tuvo dos nominaciones: mejor actriz protagónica (Davis) y mejor actriz de reparto (Gladys Cooper).
Por Cristina Bajo
El cine tuvo un protagonismo inmenso en nuestra infancia. Viviendo en medio de las sierras de Córdoba, en Cabana, un lugar donde ni siquiera había ómnibus, donde las próximas poblaciones eran Unquillo (a unos 5 km) y Río Ceballos (a 15 km), teníamos tres cines para elegir. Mi padre, que era ingeniero, solía dirigir obras lejos de casa; se iba a la mañana temprano y a veces llegaba, cansado, al anochecer, después de manejar varias horas por caminos de tierra, en un Ford 36.
Muchas veces intentó rebelarse y en ocasiones se salió con la suya, pero en general, al vernos a todos cambiados, sentados en fila en la galería si era verano o en el living, al lado de la estufa a leña, si era invierno, tuvo la paciencia de comer algo, meternos en el auto a los cinco –después seis hermanos– y a mi madre y llevarnos a ver alguna película en el viejo cine de Unquillo, que tenía unos palcos horribles y donde habitualmente ocupábamos los mismos lugares.
Crecimos con películas como el Robin Hood de Erroll Flynt o El despertar, con Gregory Peck; las del Far West de Randolph Scott, los corsarios de Burt Lancaster y Arturo de Córdova, al mismo tiempo que nos fascinaba el Macbeth de Orson Wells, el Hamlet de Olivier o su inolvidable Ricardo III. Mamá era el motor que mantenía nuestro entusiasmo en alto, comentándonos películas que hasta hoy me resultan emblemáticas, y que en muchos casos, por esas cosas del mercado, demoré cuarenta o cincuenta años en ver: La guerra gaucha era una de ellas; Pampa bárbara otra; el infaltable Lo que el viento se llevó. Y La extraña pasajera.
Y puesta a recordar películas de antaño, me di cuenta de que no fueron esos grandes hitos del cine de mi época (Hace un año en Mariembad, Hiroshima mon amour, Nido de ratas, Los amantes) sino películas intrascendentes, como La extraña pasajera, en blanco y negro, estrenada cuando mi madre era muy joven y yo tenía cuatro años. Crecí escuchando hablar sobre ella, de la hija sometida (Bette Davis) a los caprichos de su perversa madre (creí que era Ethel Barrymore, pero en realidad fue otra gran actriz de carácter, Gladys Cooper, la que se metió en la piel de la malvada). Para los amantes del drama tenía otro aliciente: fue una de las primeras veces que apareció el psicoanálisis en la pantalla y el inolvidable Claude Rains, que fascinaba a las mujeres en el rol del psicoanalista. Es él, Rains, quien incita a Bette a apartarse de su madre, y con la ayuda de varias jóvenes –cuñadas, sobrinas que le prestan ropa elegante– ella sube al transatlántico en el que encontrará el amor (el actor Paul Henreid) que la liberará. El título en inglés lo anticipaba: Now Voyager.
Años pasé pensando en esa película, sin haberla visto. Hasta encontré la novela, de Olive Higgins Prouty, en una librería de viejo. Y un día, hace pocos, caída del cielo, como regalo de la vida, que va cancelando deudas pendientes, di con ella en una tienda de videos. La he visto varias veces, y aun después de sesenta años de estrenada (1942), me quedó claro por qué mi madre la recordaba y por qué lloro como loca cuando la paso. La madre autoritaria, el patito feo, la bella durmiente, la dificultad en concretar un amor, la posibilidad de ayudar a la hija del amado, que siendo más chica padece una situación semejante a la de la protagonista, con su familia.
La fotografía en blanco y negro es excelente, la dirección, de Irving Rapper, impecable. Los actores, perfectos en su rol. Ganó dos Oscar, se hicieron infinidad de afiches, y los cultores del cine la ubican, entre las preferidas, al lado de Casablanca. Y a través de todos estos años, todavía me sigue conmoviendo la frase del final: los protagonistas no pueden casarse (la esposa de él, una católica algo trastornada, no le da el divorcio) y según la moral de la época, apenas si pueden tratarse socialmente; entonces, uno de ellos (no recuerdo si la Davis o Paul Henreid), ante la suave queja del otro sobre aquella situación, le contesta algo así como: “Tenemos las estrellas. No pidamos la Luna”. Esa frase me ha venido a la memoria muchas veces, y me ha servido de advertencia cuando, habiendo conseguido gran parte de lo deseado, aspiro a algo más, quizás el trozo que no cabe en la boca.
Y me siento muy cerca de esos seres casi patéticos, que han logrado encontrar un lugar donde los otros no pueden tocarlos, en un jardín, mirando la noche y conformándose con lo que los dioses se han dignado concederles.