Dom 16.01.2005
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PERSONAJES > EL EXTRAñO CASO DEL ESCRITOR QUE VIVE DE SU CONSULTORIO POéTICO

Fue titiritero, mimo en la compañía de Marcel Marceau, creador del Teatro Pánico, artista de vanguardia, director de cine, escritor de comics y poesía. Pasados los 70, sin embargo, el chileno Alejandro Jodorowsky hace furor en un café de París, donde todos los miércoles atiende a muchedumbres desesperadas y las cura con recetas poéticas como robar, o comer un bife durante 22 semanas seguidas, o romper siete sandías a puñetazos. A continuación, un retrato de este gurú sin moral.

Por Martín Solares

Todos los miércoles a las siete en punto, Alejandro Jodorowsky sale de su casa, entra al café de la esquina y les interpreta el tarot a 22 personas, una por cada carta del tarot marsellés. Los boletos comienzan a venderse cuatro horas antes, al precio simbólico de tres euros; incluyen el obsequio de un libro, y se agotan en un minuto. “¡Hay gente que está aquí desde las 12 del mediodía!”, dice el gerente, “grupos enteros que acampan aquí”. El café se encuentra cerca de la Gare de Lyon, en el número 32 de la Avenue Daumesnil. Se llama Les Téméraires, y hay que ser valiente para aceptar que un poeta que rompió a martillazos un piano exhiba los secretos más íntimos de tu vida. Jodorowsky tiene fama de ser el diablo en persona.
A las siete en punto, la multitud se abre y deja entrar a un hombre de 74 años, de barba y melena blancas, que carga una pila de libros. Una vez que se ha despojado de su abrigo, el escritor despliega un paño morado sobre la única mesa vacía, que le está reservada. Medio centenar de personas se aglomeran de inmediato, en su mayoría mujeres: una italiana muy hermosa; una actriz conocida, que pretende pasar de incógnito; una señora que viene de Chile a que le lean el tarot en lugar de su hermana enferma; un grupo de viajeros con el sleeping bag en la espalda; una fumadora compulsiva, de fuertes rasgos neuróticos; dos vamps españolas; un andrógino estilo Farinelli y un trío de homosexuales burlones que celebran cada ocurrencia del maestro.
La primera es una adolescente temblorosa. El poeta le ordena revolver las cartas, extenderlas y elegir tres. Jodorowsky examina sus ojos, las manos, el timbre de voz. No acepta que le tomen fotos para no distraerse, niega con la cabeza cuando una periodista de Radio France Internationale pretende registrar la sesión, y durante las siguientes dos horas y media tratará de averiguar quiénes son las personas que tiene delante de sí, a través del tarot y el análisis de su árbol genealógico. Si la ocasión lo amerita, les sugerirá realizar un acto de psicomagia, un acto poético diseñado especialmente para ellos, con el que puedan comprender y cambiar su realidad: desde robar y comerse un bife durante 22 semanas seguidas, romper siete sandías a puñetazos o dejar nueve rosas blancas en la tumba de un abuelo. La duración de la consulta varía de acuerdo con cada persona. A una mujer que recibe quimioterapia le dedicará más tiempo que al promedio, y le aconsejará insultar a su padre y luego convencerlo de que le pague un viaje a donde ella desee. Cuando la mujer le pregunta si eso no es demasiado, el chileno replica: “Soy un gurú sin moral, hace mucho descubrí que la moral nos impide curar”. Al despedirla agrega: “Y deje de fumar tanto”. La mujer trastrabilla, confiesa que aún fuma tres paquetes al día, a pesar de las indicaciones del médico.
Mientras esto ocurre, uno de los asistentes de Jodo riñe a una joven que filmó la sesión, pues la actriz no quiere que se difunda lo que se dijo sobre ella y amenaza con llamar a la policía si no se destruye el video. La joven se niega, y el griterío es tanto que debe ir ante Jodorowsky, cámara en mano, y entregarle el casete. Cuando ella explica que la cinta era el diario de su viaje por Europa, ocurren dos cosas notables: el chileno la apunta con un dedo flamígero y la reprende por filmar sin permiso, para regocijo de los creyentes más furiosos. Y al mismo tiempo, le devuelve el casete por debajo de la mesa, con un gesto que no advierten sus fans. La muchacha se va, disimulando la risa. Pero este pase, que dejó contento a tirios y a troyanos, Jodorowsky no lo hubiera intentado 40 años antes.

El arte de la provocación
Alejandro Jodorowsky fue titiritero, mimo en la compañía de Marcel Marceau, creador del Teatro Pánico, artista de vanguardia, director de cine, escritor de comics, novela, memorias, cuentos, fábulas zen y, sobre todo, poesía. Actualmente Alejandro recuerda a uno de los iniciados que recorren sus novelas. Se diría que el artista de la provocación, como el protagonista de El topo, pasó a otra fase de su vida, donde todos los miércoles se disfraza de santo para ayudar a las personas. Pero para que esto fuera posible, primero debió descubrir un secreto sagrado.
Un período clave en la vida de Jodorowsky fue la invención de los efímeros, que luego se llamaron happenings en Estados Unidos y ahora se conocen como performances en todo el mundo. En uno de ellos vistió a un maniquí como si fuera su propio padre, lo disfrazó de rabino, y antes de castrarlo le arrancó las entrañas.
–Era mi época feroz. Allí conocí a Allen Ginsberg y a Ferlinghetti. Todos los beatniks lo vieron.
¿Qué requisitos debe tener una performance para ser un espectáculo de calidad?
–Depende del buen gusto del que la haga. Cuando empecé, mi idea era sacar al teatro del teatro. Me decía que el error del teatro era que se repetía siempre y trataba de ser eterno, idéntico a sí mismo, cuando en realidad vale por sus accidentes. En teatro había que buscar algo que nunca se pudiera repetir: si aceptabas que la representación se hiciera una sola vez, te liberabas de la obra y hacías un espectáculo donde las cosas se podían romper o desaparecer, podías usar humo, gelatina, plastilina, fuego, destrucciones, construcciones. Una performance real es aquella que nunca se puede repetir, y llega a su degeneración cuando el artista va a un lugar y a otro y la repite. Eso ya es teatro. La esencia de la performance es que nunca se repita: un hecho que sucede una vez y nunca más.
“Comencé en los años ‘60. Empecé rompiendo el piano, fue mi entrada en México, creo que en el 59. Me decía: si el toreo es una obra de arte, si el torero es el artista y el toro su instrumento, entonces el torero hace su obra y al final destroza su instrumento, mata al toro. Voy a tocar un rock en el piano, voy a sacarle su canto del cisne y después lo voy a matar. Me llevé a una orquesta, empezaron a tocar un poco de rock mexicano, tomé un mazo y empecé a pegarle hasta que lo hice añicos. Rompí el piano en medio del escándalo nacional más grande, y al final me crucifiqué entre las cuerdas. ¡No te puedes imaginar el espanto que causó eso! El programa en el que me presenté era una emisión cultural, que nadie veía. Pues rompí el rating más alto que había. ¡Fue un escándalo! Llamaron cinco mil personas y entre ellas el secretario de Educación. Dije: ‘En la próxima emisión voy a entrevistar a una vaca sobre arquitectura y va a saber más que el secretario de Educación’. Me mandaron llamar del canal y me dijeron: ‘En Televisa no entra ninguna vaca’. Les contesté que ya había muchas haciendo telenovelas. Me cerraron las puertas, así que me llevé la vaca a la escuela de arquitectura y la entrevisté frente a dos mil estudiantes. La puse de culo hacia el público, e interpreté su trasero como una catedral gótica.”
“Otra vez estaba en una emisión y los otros invitados decían que ya no se podía hacer un escándalo. Dije que podía hacer un escándalo en un minuto. ‘A ver, hazlo’, me desafió uno, así que saqué una Biblia y la empecé a patear. Todos se pararon a detenerme, que si estaba loco, que qué me pasaba, y yo seguía pateando la Biblia por todo el estudio. ¡En un minuto se armó el escándalo! Llegaron miles de llamados, y ¡cómo me insultaron! De gusano, ¿de qué no me trataron? Había una campaña publicitaria que decía: ‘Ponga la basura en su lugar’. Pasaba la gente, tachaba basura y escribía mi apellido. ¡Qué no me hicieron! Recibí como dos mil insultos, amenazas de muerte, me cerraron los teatros, me echaron ácido en las sillas del espectáculo que montaba, llegaron los granaderos, me tuve que escapar por la ventana del teatro, me metieron preso tres días. Fue tremendo. Locuras de juventud.”

Un secreto sagrado
Jodorowsky puede trabajar en muchas realidades a la vez, pero lo que lo ha mantenido con un eje, artísticamente hablando, es que todos los días dedica por lo menos una hora a escribir sus poemas, y alrededor de ese trabajo poético se ha dado el resto de su obra, la psicomagia incluida.
–Escribo poemas desde que era adolescente, pero mi primer poema lo publiqué a los 60 años. Para mí la poesía no es como hacer cine o novelas, que son para un público. La poesía es para buscarse a sí mismo, para encontrar lo mejor de sí mismo en la expresión escrita. Con desesperación, porque la belleza o la autenticidad interior son muy difíciles de encontrar. Cuando escribo poemas me siento como alguien que buscara un diamante en un bote de basura. He llegado a escribir un comic en media hora, y luego resulta que ese comic vende un millón de ejemplares. Pero la poesía es la cosa más seria y difícil que existe en el mundo, es una agonía... Todos los días, en cuanto me despierto, me voy a un café con una libreta y no regreso hasta haber trabajado al menos una hora en mis poemas. La poesía es un acto, no es un don. Y sin ese acto, sin ese trabajo, sin esa belleza, el mundo se muere.
¿Y la realidad?
–Los magos dicen que la realidad es lo que tú piensas que es. En el pensamiento mágico gran parte de la realidad es subjetiva, proyectada por nosotros mismos. La búsqueda importante es saber lo que es el mundo sin mí. Me encantaría, no sé lo que es.
La persecución de la realidad comenzó en la infancia del poeta. Jodorowsky no lo duda un minuto:
–Mi padre era completamente ateo. Desde los cuatro años me repetía: “Dios no existe. Un día te vas a morir, te vas a pudrir y eso será todo, no te hagas ilusiones, no hay vida después de la muerte”. Desde entonces siempre he estado buscando una aspirina metafísica.
Ahora es Alejandro quien se dedica a repartir aspirinas todos los miércoles en su cabaret mystique. Sin contar el asombro que produce la lectura del tarot y el árbol genealógico, la coronación de esas sesiones son los actos poéticos, o performances personalizadas, que Jodorowsky recomienda a quienes lo consultan. Entonces le pregunto:
¿El arte que no sana no es arte?
–Si el arte no sirve para curar, no me interesa. Fui un adorador de Dostoievsky, de Proust, de Kafka, pero sólo son manifestaciones de una gran neurosis. Se la pasan describiendo su ombligo, escriben desde la neurosis. Cuando comprendí esto, me dije: “Es suficiente, estoy harto, lo que me interesa es el arte que cura”, y entré de lleno a la terapia. Ahora busco el contacto personal, y para eso inventé la psicomagia, que es la aplicación de mi teatro y de la poesía a la terapia. Además de escribir, imparto talleres donde revisamos los árboles genealógicos de los presentes, para encontrar qué problemas tienen, cuáles son las dificultades que enfrentan, y les doy un consejo que, esencialmente, es la poesía en acción. Mucha gente cambia su forma de vida a partir de eso, porque la poesía cambia la vida.
Son casi las 10 y la sesión está terminando. Al levantarse el último de sus consultantes, Jodorowsky revisa el registro de las cartas que salieron ese día y la lista de los actos que impuso. Me decía que la suma de esos actos debía conformar un extraño poema cuando, en lugar de retirarse, como es su costumbre, el poeta me llamó y me ordenó sentarme frente a él. Por supuesto, traté de negarme, alegando que sólo había ido a escribir un reportaje, pero el poeta fue categórico, así que barajé las cartas y elegí tres. Sería un ingrato si negara que al dar vuelta la primera carta, Jodorowsky acertó con una de mis preocupaciones de ese entonces.
Pero no tendría la menor capacidad crítica si no reconociera que un poeta de su edad y experiencia podría haber llegado a la misma conclusión sin usar el tarot. El hecho es que lo mismo ocurrió al dar vuelta las otras dos cartas. A continuación, el poeta me sugirió realizar un acto muy divertido, que parecía el verso de un poema. Y aunque no lo he realizado –y quizá no lo haga–, tengo que aclarar que la sola invención de ese verso bastó para mejorar mi humor ese día, y los siguientes, y que jamás se le podría ocurrir a un farsante que no fuera al mismo tiempo un poeta.

Marcel Marceau, el olvidadizo

¿Qué piensas cuando ves a otras personas interpretando lo que tú has inventado? ¿Por ejemplo a Marcel Marceau?
–Pienso: “Esto me va a pagar un desayuno”. ¡Oye, cómo me costó que me diera los derechos! Cuando trabajaba con él, me pareció que le faltaba una pantomima poética, algo de peso, profundo, así que le escribí El fabricante de máscaras. La registré antes de mostrársela, se la di, se entusiasmó como loco, de inmediato la hizo y tuvo gran éxito. Cuando le pregunté si me iba a pagar algo, Marcel dijo que no se acordaba. Tuve que sacar el papel del registro y demostrarle que yo poseía los derechos, pagó y asunto resuelto. Una vez, paseando por Nueva Delhi vi a un limosnero haciendo esa misma pantomima, y la gente le daba monedas. Me dije: mira, ¡eso salió de mi mente y le da de comer a un mendigo en la India! ¡Qué bueno! ¿No?

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