CINE > KITANO VUELVE: AHORA, COMO UN SAMURAI CIEGO
Soy Kitano
Su prestigio ya lo precede. Empezó haciendo películas cuando era una celebridad de la televisión japonesa como parte de un dúo cómico de obscenidad indecible para su país, y hoy críticos, jurados y público del mundo se deshacen en elogios. Y lo más raro es que Takeshi Kitano no afloja: ahora se aleja de la yakuza, los policías y el siglo XX para estrenar su primera película de época: Zatoichi, la historia de un samurai ciego que lo entronca a una tradición en la que se cuentan Dashiell Hammett, Akira Kurosawa y Sergio Leone
› Por Hernán Ferreirós
En Occidente, Takeshi Kitano es un actor y realizador respetado, ganador de premios en festivales internacionales y autor de películas de género y muy personales a la vez, que despiertan tal entusiasmo en los críticos que, pareciera, no pueden esperar a verlas para empezar a elogiarlas. La conjunción de ascetismo, humor, policías o yakuzas y una buena dosis de “arte” (dada por el ritmo lacónico y la gratuidad y la belleza de las ideas expuestas que suelen desplazar a las películas de un género específico) producen una alquimia particular: más allá de los innegables valores del cine de Kitano, está bien, es culturalmente correcto que a uno le guste.
El “cool” irradiado por Kitano probablemente no existiría si Occidente lo hubiera visto del otro lado del espejo. En Japón, “Beat” (pronunciar “Bito”) Takeshi es una de las fuerzas más poderosas de la cultura pop que, en ese país, abarca una franja de basura mediática mucho más amplia que en el resto del mundo. Su ascenso a la fama no fue provocado por sus películas, que tienen una recepción moderada en su país, sino por el éxito masivo del dúo cómico The Two Beats que integró, desde 1972 y por casi diez años, con Kaneko Kiyoshi. El dúo cómico tradicional de Japón, llamado “manzai”, consiste en un personaje serio que cuenta una historia y otro, el tonto, que proporciona los remates. La comedia de “Beat” Takeshi y “Beat” Kiyoshi consistía en un largo monólogo de Takeshi, que enunciaba el mayor número de obscenidades por minuto sin remate alguno, sólo interrumpidas por observaciones del tipo “¿de qué demonios está hablando?” de Kiyoshi. Por ejemplo, Takeshi enumeraba métodos para hacerse una paja: sugería ir a un establo disfrazado de vaca pero ubicando el pene en lugar de las ubres. Con una insolencia adolescente, elegía temas sobre los que no se debía hacer humor: atacaba a los ancianos, a los enfermos, a los pobres o a las mujeres. En la sociedad japonesa, que hace un culto de la distancia, el respeto y el pudor, el show de Takeshi, más que un acto de genio cómico, era un acto de rebeldía y, como tal, fue inmediatamente abrazado por el público joven. En poco tiempo, The Two Beats llegaron a escenarios reservados para conciertos de rock y lideraron un “nuevo manzai”, iconoclasta y vulgar.
En los ‘80, “Beat” Takeshi decidió seguir solo. Protagonizó películas -algunas buenas como Furyo (1983) de Nagisa Oshima, junto a David Bowie y Ryuichi Sakamoto, en la que interpreta a un guardia de un campo para prisioneros de guerra, y otras abismales– y comenzó una prolífica carrera televisiva que lo convirtió en una de las mayores celebridades de Japón. “Beat” Takeshi llegó a tener siete programas simultáneos: de humor, de entrevistas, de concursos. En una emisión típica, “Beat” hace colgar, con varias grúas, a un ómnibus repleto de participantes sobre un lago; comienza luego un cuestionario: por cada respuesta incorrecta, el micro se acerca un poco más al agua; el juego termina con el ómnibus sumergido y con buzos rescatando a los participantes rezagados. ¿Cómo es posible que este hombre haya hecho Flores de fuego? En nuestros términos, es tan improblable y tan inesperado como que Dady Brieva decida escribir y dirigir películas y al primer intento le salga Un oso rojo.
A Kitano, al primer intento, le salió Violent Cop (1989), película que terminó reescribiendo y dirigiendo cuando el director original se cansó de someterse a las exigencias de la estrella. Este debut estableció su persona cinematográfica, todo lo contrario de su imagen televisiva: un solitario de muy pocas palabras, embargado por la melancolía pero capaz de erupciones de violencia extrema. El personaje no debía ser más que un policía duro a la Harry el Sucio –las comparaciones con Clint Eastwood existieron y persisten– pero terminó replicando, coincidencia o inspiración, a uno más rico, el interpretado por Alain Delon en El Samurai (1967) de Jean Pierre Melvielle, el primero de los grandes asesinos existencialistas. Con un humor inocente, slapstick que hace pensar en Chaplin o en Los Tres Chiflados, y un gesto impasible que hace pensar en Keaton, los personajes de Kitano también poseen una claridad zen, una percepción de la esencia de las cosas que los exime de hablar, de intentar explicarlas. Al mismo tiempo, son niños hipertrofiados que no se resignan a abandonar el juego, la sinrazón, la libertad del mundo de la infancia. No es casual que la autobiografía de Kitano -.seguramente puesta en el papel, como sus más de setenta libros publicados, por un escritor fantasma– se llamara El regreso de los niños, tal como el film que dirigió poco tiempo después de recuperarse de un accidente de moto casi fatal. La siguiente película, Flores de fuego (1996) es su mejor trabajo. Acaso una reflexión sobre su condición –tras el accidente permanece con parte de su cuerpo paralizado– este film también revela un vacío del que emana la melancolía pero, esta vez, no es tanto la infancia perdida sino la imposibilidad de cerrar las heridas, la tristeza de tener que convivir con ellas cotidianamente. Un personaje riega flores muertas: de eso trata la película. ¿Cómo alguien que conduce un programa de concursos pudo imaginar semejante metáfora?
Se podría pensar que por su formación, por su competencia en el entretenimiento más popular y en el más sofisticado, Kitano debió encabezar el proyecto de una remake de Zatoichi con gran entusiasmo. Pero no. El realizador nunca tuvo demasiado interés en las muy populares historias del masajista ciego, ni las conocía demasiado bien. Sin embargo, emprendió el proyecto porque así se lo ordenó una bailarina de strip tease de 76 años llamada Chieto Saiko.
Zatoichi nació en una serie de novelas de Ken Shimosawa. Cuando fueron adaptadas al cine, en más de treinta films realizados entre 1962 y 1989, se volvió parte de la mitología nipona contemporánea. El personaje es un masajista ciego de finales del período Edo (el siglo XIX) que recorre los caminos como un vagabundo pero es un maestro insuperable en el uso de la katana. Es un héroe comparable a nuestro Zorro, aunque con muchas diferencias: la mayor es que no es precisamente un depósito de virtudes sino un jugador empedernido que suele actuar movido por el dinero. Esta ambigüedad moral lo pone por encima de buena parte de los héroes populares, más simples y monolíticos, aunque comparte con ellos su poder irreductible a la hora de combatir. Zatoichi fue interpretado siempre por Shintaro Katsu, cuya fisonomía redonda y bonachona es, en Japón, inseparable de la del personaje. Aparentemente, Katsu tenía tanta facilidad para encarnar al masajista como para contraer deudas a cuenta de sus futuros trabajos. Aquí entra Chieto Saiko, la stripper, en la historia de Zatoichi. La mujer, apodada Mamá, comenzó a bailar en la década del 50 en el teatro porno Rokku-za. Dos décadas más tarde, era la dueña de ese local y de otros 20 reductos de strip tease en todo Japón. También era una de las acreedoras de Katsu. En 1970, uno de sus préstamos salvó de la bancarrota a la compañía productora del actor. Cuando ese destino anunciado finalmente se hizo inevitable, la mujer se quedó con los derechos del personaje. Tras la muerte de Katsu, en 1996, Saiko decidió que había que filmar una nueva historia de Zatoichi como homenaje al actor. De modo que contactó a la figura más famosa de Japón, “Beat” Takeshi, para que lo encarne. Luego de varias negativas, y ante la imposibilidad de desalentar definitivamente a la mujer, Kitano empezó a interesarse. Después de todo, con sus películas nunca había tenido un gran éxito comercial y Saiko tenía los derechos del personaje más popular del país, ofrecía un cuarto de la financiación y le otorgaba libertad total para hacer la película. Así, se hizo la voluntad de la bailarina.
El Zatoichi de Kitano tiene poco que ver con el de Katsu. Físicamente, no podría ser más distinto. A la contundencia física del actor original,Kitano opone la fragilidad de una figura siempre encorvada; ya no es calvo, sino que porta un nada decimonónico platinado y, en una sola historia, tiene tantos enfrentamientos como Katsu en el serial completo. Además, y ante todo, este Zatoichi no es tanto una película de aventuras como un musical: hay melodías pegadizas, hay coreografías, hay tapdancing, también hay samurais, ¿algún problema?
La historia, que sí es característica del género, es similar a la de Yojimbo (1961), el clásico de Akira Kurosawa inspirado en Cosecha roja, policial negro de Dashiell Hammett. Yojimbo, a su vez, generó una remake en formato spaghetti-western en Por un puñado de dólares de Sergio Leone con –¿quién otro?– Clint Eastwood. En todos estos relatos, la rivalidad entre dos bandas es fomentada y, luego, usada en propio beneficio por un extraño: el Agente de la Continental, Yojimbo, El Hombre Sin Nombre, Zatoichi. Una genealogía curiosa que atraviesa eras y naciones. Esta versión es la más oriental de todas, ya que Kitano la convierte en una reflexión acerca de los velos que se imponen al mundo, acerca de la apariencia y la realidad.
Zatoichi, el masajista ciego, llega a un poblado exprimido por dos clanes. Allí conoce a la tía O-Ume y a su sobrino Shinkichi, tan adepto al juego como el mismo masajista, que lo reciben en su casa, creyéndolo un vagabundo. Tras una noche de juerga con Shinkichi, el masajista escucha la historia de los hermanos O-Kinu y O-Sei, únicos sobrevivientes de una matanza organizada por el clan Ginzo, el más fuerte de los dos. Sin decirlo nunca y por diferentes razones, Zatoichi se enfrenta uno a uno con los miembros de este clan, lo que resulta en donaciones forzadas de litros de hemoglobina –la sangre digital fluye con un ímpetu pocas veces visto– por parte de los malos. El clan suma a sus filas al temible ronin Hattori, quien debe prestarse como asesino a sueldo para obtener el dinero que necesita su esposa enferma. En una resolución a la altura, por lo menos, de O. Henry, el ronin muere buscando ese dinero, al tiempo que la esposa se quita la vida para no forzar a su marido a matar por ella. En este marco plagado de violencia, aunque cada vez más sintética y más eludida -las luchas de Zatoichi son de una brevedad cuántica, le basta un movimiento para desparramar todo el sistema sanguíneo de sus oponentes por el suelo, en composiciones de una gran belleza abstracta–, la película se permite reflexionar sobre la naturaleza de las cosas y darnos una versión zen de la realidad. El mundo se muestra como un conjunto de apariencias engañosas: casi nadie en la película es lo que parece, hay mujeres que son hombres, sirvientes que son amos, amos que son sirvientes. El único que puede ver por encima de estas apariencias es el ciego, Zatoichi -.quien, finalmente, tampoco es lo que parece–, lo que sugiere que la percepción es un juego de velos que opaca la verdad. Por primera vez, y acaso inspirado por la katana de Zatoichi, Kitano evita los planos secuencia y recurre a un montaje vertiginoso. Sin embargo, la película, que no renuncia ni a un ápice de complejidad narrativa por tratarse de un entretenimiento popular, no siempre es muy clara en la exposición y en el cruce de temporalidades. Pero esto es un problema menor que se redime cuando todo queda coronado por una coreografía de tap, que es apenas tres millones de veces más entretenida que cualquier cosa que pueda verse en Chicago, en la que todos son felices y los que más sufrieron vuelven a ser niños. ¿Cómo puede ser que a un tipo que se burla de los viejos en TV haya pensado algo así? Es fácil: porque “Beat” Takeshi tiene un don escaso llamado talento. Y eso hasta un ciego puede verlo.