CINE - POR QUé EL ALEXANDER DE OLIVER STONE HACE AGUA
El verso alejandrino
Tenía al público envalentonado con la épica (Gladiador, Tolkien, Troya, Rey Arturo) y a un héroe que había conquistado el mundo, derrotado ejércitos inimaginables, amado a mujeres, hombres y caballos por igual; y como protagonista le ofrecía las posibilidades de la leyenda, la grandeza de la Historia y la intriga del cine. Sin embargo, el Alexander de Oliver Stone consigue eso que Alejandro Magno nunca conoció: el aburrimiento.
› Por Mariana Enriquez
La popularidad de Alejandro Magno no será mayor ni menor después de Alexander de Oliver Stone. La fiebre por el conquistador macedonio arde desde el principio de nuestro tiempo, y en rigor nunca cesó. Pero desde hace poco menos de una década, a Hollywood se le ha dado por revitalizar las superproducciones de tema épico/clásico. Los resultados son dispares: películas dignas (Gladiador), muy buenas (Corazón valiente), geniales (El Señor de los Anillos), tontas (Troya), pésimas (Rey Arturo). En este contexto, la vida de Alejandro de Macedonia es el Santo Grial de los cineastas, la mejor de las historias con el mejor de los protagonistas y oportunidad para todo: intriga, épica, miserias, heroísmo, política, leyenda. Pero, desgraciadamente, el conquistador cayó en manos de Oliver Stone. Así, Alexander es un absurdo completo. Y una de las películas más indecisas jamás vista.
¿Por qué? Porque Stone no se decide jamás por una línea narrativa. Alexander quiere ser una película de psicología de personaje, de análisis de la personalidad del Gran Hombre, algo que a Stone le encanta (Nixon, The Doors, Comandante). Pero todo es trazo grueso. Debemos creer que Alejandro de Macedonia era un neurótico que conquistó el mundo porque estableció una relación edípica con su madre sobreprotectora (¿y qué otra le queda si mamá es Angelina Jolie?) y sufrió porque papá lo despreciaba o ignoraba. Aunque pronto la línea freudiana se desdibuja y vamos a la guerra. Pero Alexander no es una película de acción: apenas tiene dos batallas. Una de ellas es la célebre batalla de Gaugamela, en la que Alejandro venció al rey Darío de Persia, aunque se encontraba en seria inferioridad numérica. ¿Qué hace Stone? Sobreimprime carteles, indica por dónde avanza cada flanco, intenta explicar la obra maestra de la estrategia que el conquistador elaboró, y sólo logra aburrir al espectador hasta la locura. En cualquier documental del History Channel la batalla de marras es más entretenida y emocionante que en Alexander. Ni siquiera es una película didáctica. Esas largas explicaciones estilo JFK –recordemos las trayectorias de las balas que mataron a Kennedy– están a cargo de la voz en off de Anthony Hopkins (Ptolomeo); típica narración cansina que Hollywood siempre refrita cuando tiene que hablar de algo que sucedió hace mucho, mucho tiempo.
Alexander tampoco es una película de amor. A veces parece que sí, sobre todo por los diálogos cariñosos de Alejandro y Hefaestión. Stone anda golpeándose el pecho porque decidió dejar explícita la “bisexualidad” del conquistador. Pero la mirada de Stone sigue siendo prejuiciosa, aunque sea bienintencionada: no hay una sola escena de sexo –¡ni un pico!– entre Alejandro y su compañero; lo más cercano a un encuentro carnal entre hombres es el beso que Alejandro le estampa al eunuco Bargoas. Sí hay, en cambio, escenas de sexo heterosexuales, todas violentas. Por otra parte, Stone parece creer que para acentuar la cuestión gay es necesario maquillar a los actores hasta el límite del glam rock –con frecuencia, Alexander recuerda a Velvet Goldmine– y elegir muchachos de belleza etérea como Jared Leto (Hefaestión), Jonathan Rhys-Meyers (Casandro, y casualmente el protagonista de Velvet Goldmine), el propio Colin Farrell y el grueso de los hermosísimos extras. Todos tan delgados y esbeltos que es imposible imaginarlos cargando una lanza, ni hablar de conquistar el mundo en 336 a.C. Nadie es feo en Alexander, salvo el pobre Hopkins: Val Kilmer está un poco arruinado como el tuerto rey Filipo, pero se le nota que fue impactante en sus años mozos; Olimpia, la madre de Alejandro, es Angelina Jolie –a Stone no le importó que los actores que interpretan a madre e hijo tengan la misma edad– y la esposa del conquistador es Rosario Dawson –igual a Angelina, pero morena. Como desfile de los seres humanos más agraciados del planeta, Alexander funciona a la perfección. Nobleza obliga, hay que concederle a Stone que está clara la relación amorosa Alejandro/Hefaestión, y que el homoerotismo cunde en la película; al menos no cae en la cobardía estúpida de Troya, que reemplaza a Patroclo por unprimo medio opa de Aquiles, lo cual no sólo tergiversa La Ilíada sino que vuelve incomprensible la ira del héroe.
Lo más frustrante en este desaguisado es que, tratándose de Alejandro Magno, Stone podría haber arriesgado cualquier teoría. Por allí esboza algo de pensamiento amalgama, y cae en la lectura del conquistador como pionero visionario del multiculturalismo: si EE.UU. tuviera líderes como Alejandro, parece decir Stone, otro mundo más plural sería posible. Es insoslayable que la batalla de Gaugamela tuvo lugar –se cree– cerca del actual Irak. Pero Stone no subraya esta declaración política, como no subraya nada. Podría haber hecho de Alejandro un héroe, un monstruo, un déspota, un soñador, un visionario, un criminal, un semidiós (algunos historiadores han llegado a decir que el conquistador estaba “clínicamente loco”). Como anuncia el mismísimo trailer del film, la más grande de las leyendas fue real; entonces, como leyenda, podría haberse tomado libertades. Pero no. Todo es de una tibieza pasmosa: jamás menciona que Alejandro destruyó con igual fervor que construyó, pasa de largo por las muy bien documentadas matanzas y la terrible retirada de la India le toma apenas cuatro minutos. Y, ¿por qué no recreó la conquista de la isla de Tiro, alcanzada gracias a malecones construidos artificialmente por el ejército macedonio, o la mítica visita al oráculo de Siva que declaró a Alejandro hijo de Ammnón? Las escenas épicas de Alexander son mediocres, y resultan penosas si se las compara con la apoteosis de El Señor de los Anillos. La historia ofrecía oportunidades para desbordes imaginativos, pero en la película todo es convencional. En este sentido, es mucho más valiosa la serie animada Alexander (criatura de Hiroshi Aramata con diseño de personajes del coreano-norteamericano Peter Cheung) que aquí puede verse por Locomotion: toma a los personajes como arquetipos, reelabora hechos históricos, agrega estética futurista, monstruos mecánicos, falta el respeto y resulta deslumbrante.
La crítica internacional se ha ensañado mucho con los actores, Farrell en particular. Pero lo cierto es que el mercenario irlandés no es lo peor de la película... y hasta quizá sea lo mejor. En muchas escenas, su Alejandro es creíble y hasta complejo –hasta donde el guión se lo permite–: todo un triunfo de la voluntad. El problema es que Stone parece pensar de la forma más elemental imaginable: Alejandro era célebre por su carisma: ergo, hace falta un actor famoso por su carisma. Colin Farrell, con su encanto de zarpado, es uno de los personajes más carismáticos de Hollywood. Pero la fuerza de su personalidad no puede sacar adelante diálogos involuntariamente cómicos y un peinado que recuerda a todos los integrantes de Bon Jovi circa 1986. Val Kilmer repite la performance de The Doors interpretando a un rey borracho y a Angelina Jolie le pidieron que haga un acento vagamente transilvano que es espeluznante, pero no por los motivos deseables. Hopkins hace lo que sabe hacer, y el resto acompaña con los ojos delineados hasta el estado de mapache. Por motivos desconocidos, un personaje tan importante en esta historia como el rey Darío tiene una sola línea de diálogo y ningún desarrollo.
Oliver Stone, mientras tanto, está a la defensiva, convencido de que Alexander fracasó en la taquilla por culpa de los críticos. Y del puritanismo norteamericano. “El sexo es un problema hoy en EE.UU. La gente no fue al cine porque los medios decían que Alejandro era gay. Apuesto a que pensaron: ‘No vamos a ir a ver una película sobre un líder militar que tenía algo raro’. EE.UU. no entiende la historia antigua como lo hace Europa.” Lo que el director no parece comprender es que al grueso de la crítica no le preocupa el tema de la sexualidad de Alejandro –la mayoría celebra que al fin se haya transgredido el tabú–; la mayoría deseaba que Alexander fuera buena, y algunos incluso le dieron la derecha a Stone asegurando que la película era mala, sí, pero al menos había que admitir que era arriesgada. Colin Farrell, por su parte, esquivó el bulto con una declaración simpática: “Mis amigos dijeron que la película no es exactamente Gladiador”.Entonces, ¿qué es Alexander? Una cosa rara. Una película fastuosa pero fea, cara pero desaprovechada, pretenciosa, errática, sumamente confusa y confundida. Un desastre de proporciones tan grandes que hasta puede ser reivindicada algún día. A lo mejor Stone se volvió loco en serio y tiene razón cuando dice que la crítica y los espectadores no lo comprenden.