Dom 30.01.2005
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HOMENAJES > DIEZ AñOS SIN MIGUEL BRIANTE

Un gaucho metafísico

Buenos Aires, 1977. En el mítico BárBaro de la calle Tres Sargentos, Miguel Briante, entrevistado por María Moreno (compañera de bares y redacciones), desmenuza sin anestesia un momento singular de la bohemia y la literatura argentinas. Destinado originalmente a la revista Pluma y pincel, el texto que sigue es el retrato cómplice de un escritor cuya obra, compilada y reeditada últimamente por Sudamericana, todavía aguarda el reconocimiento que merece.

› Por María Moreno

–Gorriarena los saca mejor –decía Miguel Briante probando un clarito en Alexandra.

No nos habíamos ido a dormir desde que habíamos tenido que sacar a un juez de la nación del zaguán de la sastrería donde estaba tirado. El juez se llamaba Peña y vivía en la calle Peña. Qué fino.

“Yo venía de 05 cuando, de repente, la pared entró y yo me caí”, había dicho el juez. Pero a 05 lo habían cerrado hacía tiempo, y hubo que acompañarlo a su departamento, donde quedó acostado bajo un crucifijo, con la frente abierta y manando sangre. “No llamen a nadie, soy un juez de la nación. No me va a pasar nada. ¿Creen que es la primera vez?”

Entonces pensamos en los anillos y en que el juez se merecía uno. Habíamos leído lo que Roger Caillois había escrito sobre un escarabajo borracho, el Goliath Regius, el Gran Zeppelin de los insectos: toda su vida consiste en emborracharse, acción que para él, como para algunos de nosotros, tiene la dimensión de lo inevitable.

Briante dibujaba en una servilleta según la descripción de Caillois, más poética que propicia para un identikit: “Bajo el arco doble de terciopelo color pulga, se abren las alas violetas, con iridaciones oscuras de aceite en descomposición. Su membrana transparente está plegada sobre sí misma como lencería de desposada o paracaídas de guerra”. La versión de Briante tenía un estilo deliberado de hombre de las cavernas de Lascaux. Decía que los anillos de la orden Goliath Regius iban a ser de alpaca y el diseño del escarabajo –en lo posible– estilizado; los miembros del club debían beber bebida blanca, ser conocedores y tener resistencia o, al menos, ingenio.

–Quiero ser la única mujer del club –reclamaba yo, animada por los claritos más flojos que los de Gorriarena y por esos momentos únicos en los que se es consciente de estar participando de una fundación. De pronto Briante hizo una mueca, abolló la servilleta y la tiró por sobre el hombro.

–Te digo que no va. ¡Es igual a un anillo de Manucho!

Y los anillos no se hicieron.

Éramos los que, escapados de las redacciones en horario de trabajo al BárBaro, ponían coca-cola en el whisky. (Lo pedíamos en vasos chicos para despistar a los jefes que andaban muy cerca, entre los maníes, tomando sus puritanos cafecitos.) Así que cuando le hice una entrevista a Briante, eliminar el tuteo y el aire de entre nos me pareció demasiado artificial. Nos encontramos temprano, al menos para nosotros. Más temprano debía ser en General Belgrano, donde seguramente aún no podían detectarse, entre las sombras del atardecer, esas lucecitas de bar que orientan a los personajes de los cuentos de Briante: el loco Toledo, Marcelino Iglesias, el Moro, todos ordenados en torno del bolichero Arispe. En el BárBaro se podía sentir nostalgia de esas pulperías metafísicas de Briante en las que unos gauchos de Molina Campos hablan con sentencias zen y crean una posgauchesca cuya única política es la de la lengua.

“Poné una coma para bajar a tomar agua”, solía decirme Miguel –alguna vez mi severo editor– como quien enseña a desmalezar un campo. Recuerdo sus sentencias que tenían siempre algo de consejo de viejo Vizcacha –“si ganás siempre, no vas a perder nunca”– o de cachada de peón: “Entraste como yegua sudada”. Esa tarde me repitió algunos: conmigo se jactaba de tener una relación pedagógica. Pero estaba en juego algo más que cultivar aforismos: un gusto por la síntesis que comenzó con un ideal aristocrático y terminó afilándose en un estilo que hacía de lo mínimo otra cosa. Un estilo donde, si era necesario, se repetía para aclarar, y lo no dicho tenía que ver con el secreto, no con la elipsis. Borgismo, por supuesto.

La guerra de los bares

–BárBaro ya no es lo que era. Mirá ahí, en esa mesa de adelante: son los amigos del barrio del turco Asís.

Hace mucho ruido aquí. ¿Por qué no vamos a otro sitio? ¿La Paz, por ejemplo?

–Detesto La Paz. La Paz es un bar de estación de tren a la madrugada. Yo siempre dije que ahí están los que perdieron el avión. Aunque ahora parece que en BárBaro se juntan los que perdieron el tren lechero. Eso que ves ahí no es BárBaro.

¿Cuándo BárBaro es lo que era?

–A lo mejor todavía los lunes a la mañana, algunas tardecitas... Pero ahora no... ¿Ves ese tipo? Es de La Paz.

¿Y?

–Cuando la gente de La Paz empieza a venir a BárBaro, acá ya no se puede venir. Hay una frase que dice: “En el BárBaro está la resaca del Moderno, pero el Moderno dio gente importante y BárBaro nada”. Y de acá salió gente como De la Vega. Y de La Paz, nadie. Y hay algo muy vital aquí que La Paz no tiene. En BárBaro yo he visto mesas de siete personas donde cada uno pagaba una botella de champagne. De aquí se va a bailar a Mau-Mau y de La Paz a llorar al Ramos...

¿Cómo se gana en BárBaro?

–Sabiendo pelear, pagando más vueltas de whisky, defendiendo a una mujer. En La Paz a una chica seguramente un poco tilinga que no fue al Nacional Buenos Aires y cuya única aspiración es, quizá, ser jefa de redacción de Vosotras, se la seduce siendo el dueño de una mesa, comentando la última película de Bergman, largando información, contando el mejor chiste de analistas. Acá eso no pasa. Porque puede que si te ponés a hablar de pintura esté sentado el señor Rómulo Macció y te diga: “¡Un momentito!”, o que si mencionás a Lacan descubras que adelante tuyo está el único tipo que lo tradujo al castellano.

¿Habría algo más genuino en BárBaro?

–Yo creo que aquí pesan más ciertos valores como la lealtad. Hay una cierta grandeza. Yo vengo aquí y no a La Paz porque, como escritor, si la clase más alta que puedo detectar en un lugar es la media, a mí esa experiencia no me interesa. Por otra parte, como experiencia balzaciana, si se quiere, BárBaro es más rico en discursos, en personajes. En La Paz son todos iguales o tienen algo en común.

¿Qué?

–La impotencia.

¿Las chicas de BárBaro?

–Libres. En BárBaro una chica se va con uno a las dos horas. Por otra parte, si se casan, si tienen chicos, siguen viniendo. En La Paz o porque engordaron, o porque ya no son lo que eran, se las deja de lado. Tienen que “borrarse”. Es gracioso, pero BárBaro en el fondo es más familiar.

¿Qué pasa si vas con el código de BárBaro a La Paz?

–Yo creo que ganás. Si estás en una mesa donde hay una chica que es la primera vez que va y pedís una botella de champagne, perdés. Hay que esperar al tercer día que oiga hablar de Lacan, de Bergman y del libro de la semana, entonces... ése es el momento de descorchar la botella. Aquí jugábamos un juego que se llamaba “El rapto de las sabinas”: consistía en ir a La Paz y traernos dos o tres chicas para BárBaro. Al poco tiempo estaban adaptadas.

¿BárBaro es más Fitzgerald?

–Sí, y La Paz es Roberto Mariani.

Whisky whisky whisky

¿Venir aquí te ayuda a escribir?

–Venir aquí me atrasa.

Cuando te llamé por teléfono me dijiste lo que muchos escritores argentinos: que acababas de llegar del campo.

–La diferencia es que yo tengo una sola hectárea.

¿Donde escribís mejor, acá o en tu campo de General Belgrano?

–En Belgrano.

¿Las mujeres?

–No, porque me gustan mucho.

¿No hubo mujeres que se propusieran ayudarte a escribir?

–Sí, y fueron las que más me lo impidieron.

¿Usás estímulos?

–Whisky, a veces. Al principio, cuando empecé con el programa de televisión Día de cierre, antes de salir en cámara me tomaba un té de tilo. Ahora tres whiskies. Salgo al pelo.

¿Necesitás un ámbito especial para escribir, interlocutores, diálogos en torno de la escritura?

–Mirá, en mi pueblo hay un tipo que vivió mucho tiempo en el campo y que sabe mucho de eso. Le di a leer un relato mío, la historia de un gaucho, y me marcó algo que a lo mejor a un “intelectual” se le hubiera pasado. Me dijo: ¿A vos te parece que se puede poner “una yegua de sinuosas caderas”? ¿Dónde viste vos una yegua con las caderas sinuosas? Ese tipo de lectura me interesa.

¿Te gusta todavía Las hamacas voladoras?

–Me gusta todavía el cuento que titula el libro: la historia de una chica que trabaja en un parque de diversiones y que, de pronto, después de una serie de castigos y humillaciones, decide aumentar al máximo la velocidad de las hamacas y provoca una catástrofe. También se podrían rescatar “Capítulo Primero” y “Ultimo día”. Eran trabajos primerizos donde hacía mucho hincapié en el dominio técnico y a veces eso llevaba la historia a un segundo plano.

Hablame de Kinkón.

–En principio Kinkón era un personaje de mi pueblo, negro, que se rumoreaba había venido del Brasil, después había estado en el Uruguay y se había escapado de una revolución cruzando a nado el Río de la Plata. Cuando yo tenía nueve años me enteré de que lo habían matado de diecisiete puñaladas. Kinkón era muy viejo y usaba anteojos. Ninguna de las puñaladas lo agarró en el suelo. Mi primera mujer redactó un informe de dieciséis páginas después de ver algunos registros y hablar con un comisario de la policía. Mi novela es un intento de reconstruir la historia o, mejor dicho, la no historia de Kinkón. Es un informe más conjetural que certero, donde la mayoría de los testimonios aparecen como contradictorios. Es todavía una novela de un cuentista. Si la volviera a escribir, lo haría de otra forma, buscando más la crónica, un poco a la manera de Capote en A sangre fría.

Los escritores ladinos

¿Qué le debés al periodismo?

–Sobre todo la certeza de que hay un lector que hay que tener en cuenta. Que es preciso seducir, atrapar.

¿Complacerlo?

–No: seducirlo, pero dándole lo que yo quiero. Yo no pienso que el sentido último de un libro debe darlo el lector. Creo que, en ese caso, si el lector debe completarlo con la imaginación, en el libro hay algo que falla. Yo aspiro a que el lector entienda exactamente lo que quise decir.

¿Con qué criterio hacés tu sección de comentario de libros?

–Fundamentalmente me enojo y condesciendo. Lo que primero le pido a un escritor es que escriba en castellano, que conozca la sintaxis, algo bastante difícil de obtener. Abriendo libros argentinos me he encontrado con cosas increíbles como “pongo los huevos en las hueveras ovales de la contratapa” –una “pastillita” de Silvina Bullrich–, o con que Beatriz Guido, para hacer un poco de historia argentina, inventa en Escándalos y soledades una familia donde el mayor de los hijos tiene cincuenta años y el menor uno.

¿Qué es escribir bien?

–Narrar algo de la manera más corta y lo más perfectamente posible. Un poco como decía Valéry: con la soltura y la elegancia de un hombre de mundo. Algo que en la Argentina sólo parecen estar dispuestos a hacer aquellos escritores que fueron a colegio inglés o tuvieron una institutriz inglesa. La literatura fue de ellos hasta que llegó el populismo, y entonces se reemplazó la novela por la biografía: para escribir primero fue preciso haber estado en un reformatorio. Menos mal que aquí no hubo guerra, porque a lo mejor ser huérfano hubiera bastado.

¿De qué escritores aprendiste más técnica?

–De Maupassant, por supuesto, y del Joyce de Dublineses y El retrato del artista adolescente. Creo que ese estilo suyo de historias truncas, lento, jadeante, capaz de poner un mayor énfasis en el clima que en el relato, es todavía inigualable. Borges, desde ya, el único que respira en argentino. Después de él vienen Payró y Wernicke, que para mí son los escritores ladinos de la literatura argentina, los que escribieron textos absolutamente originales y no se casaron con nadie.

–Y ahora unas últimas preguntas de estrella de cine. Si no fueras escritor, ¿qué te hubiera gustado ser?

–Estanciero.

¿A qué le temés? (No me digas que a la muerte.)

–A lo mismo que busco: la fama, la gloria, el reconocimiento.

¿Qué pensás en una noche de insomnio?

–Que me gustaría ganar el Premio Nobel para ir a recibirlo borracho.

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