Dom 30.06.2002
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TODO MENOS NATURAL

CINE Autor de El arpa birmana –lo único que Occidente supo de él durante años–, el japonés Kon Ichikawa es tan prolífico como Ozu o Kurosawa y más longevo que Rohmer o Resnais. Sólo que indescriptiblemente más deforme. En su filmografía se agolpan alegatos pacifistas, comedias, adaptaciones literarias, experimentos de género, sagas humanistas, melodramas eróticos, thrillers y hasta un film de muñecos protagonizado por el Topo Gigio. Una notable retrospectiva de la sala Leopoldo Lugones permite conocer el talento de este cineasta ecléctico y desbordante, experto en perversiones, artificios y juegos de espejos.

› Por Horacio Bernades

Desde el Festival de Venecia de 1950, cuando Rashomon abrió por primera vez ante Occidente la ancha puerta del cine japonés, cada vez que esa puerta vuelve a abrirse asoma detrás una nueva sorpresa. Después de los ciclos dedicados a Shohei Imamura, Kiyoshi Kurosawa y Kenji Mizoguchi, la sala Lugones del teatro San Martín proyectará desde el próximo miércoles una retrospectiva que permitirá conocer, ahora, buena parte de la obra de Kon Ichikawa, considerado como el puente entre el cine clásico nipón de los años 30 a 50 y la “nueva ola” de los 60, representada entre otros por el propio Imamura y Nagisa Oshima.
En Argentina, el nombre de Ichikawa se asocia con una única película, El arpa birmana, que allá por los ‘60 y ‘70 supo ser un clásico de la programación de los cines Arte, Lorraine y sucedáneos. Premiado con un León de Oro en la Mostra veneciana en 1957, el film fue el primero que se conoció en Occidente de este cineasta nacido en 1915. Tras su estreno local, en Buenos Aires apenas hubo ocasión de conocer algún que otro título del cineasta: fue el caso de Extraña obsesión (fines de los 50), la versión Ichikawa de la escandalosa novela La llave, de Junichiro Tanizaki. Y eso es todo.
Pocos saben que la obra de Ichikawa, extendida a lo largo de medio siglo, iguala o supera en volumen a la de colegas como Kurosawa, Ozu o Mizoguchi. Y son menos los que están al tanto de que el realizador está vivo y activo, y produce, a la insólita edad de 86 años, un promedio de una película por temporada. Lo que lo convierte en uno de los cineastas más longevos en actividad, inmediatamente después del nonagenario Manoel de Oliveira, casi empatado con su connacional Kaneto Shindo (realizador de las recordadas La isla y Onibaba, el mito del sexo) y por encima de Eric Rohmer y Alain Resnais, que tienen sólo 80.
La obra de Ichikawa es particularmente engorrosa incluso para los especialistas, no sólo por su extensión sino por su variedad y heterogeneidad, que parecen prescindir de cualquier hilo conductor. Ichikawa se inició en el cine a mediados de los años 30, como ilustrador y realizador de cine de animación, y a lo largo del tiempo prácticamente no dejó género, estilo, tono ni modo sin visitar. Su filmografía, que orilla los cuarenta títulos, incluye una buena cantidad de comedias (sobre todo en sus inicios, hasta mediados de los 50), adaptaciones literarias (una de las constantes más marcadas) y audaces experimentaciones genéricas, transgenéricas y formales, verdadera especialidad de la casa. Pero Ichikawa incursionó también en el alegato bélico, el cine erótico, la saga humanista y el drama existencial, para no hablar de las películas de encargo, los policiales, las de terror y algún que otro documental.
Baste decir que el realizador de El arpa birmana —considerada un clásico del humanismo antibelicista— llegó a dirigir una película con muñecos llamada El Topo Gigio y la guerra misilística para darse una rápida idea del eclecticismo que desconcertó y aún desconcierta a propios y extraños.

Socio de la Natto
Las diez películas que integran el ciclo Kon Ichickawa: Una retrospectiva (del miércoles 3 al domingo 14 de julio: ver detalle al pie) permitirán descorrer parte del velo que aún nubla una obra semejante. Con colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada de Japón, los programadores de la sala Lugones y de Cinemateca Argentina prefirieron evitar el pantallazo demasiado abarcativo y se concentraron en lo que se considera el corazón de la obra del autor. El ciclo se inicia allá por 1956, con El arpa birmana (que el propio Ichikawa reconoce como la primera película que realmente tuvo ganas de hacer) y se extiende hasta comienzos de la década siguiente, cuando entrega La revancha de un actor, supelícula más audaz tanto en términos formales como de género (y la palabra “género” debe leerse no sólo en su acepción narrativa o cinematográfica sino también sexual).
Todas estas películas tienen un denominador común: sus guiones fueron escritos por Natto Wada, esposa y brazo derecho del cineasta desde principios de los años 50 hasta mediados de los 60, cuando se retiró, dicen, disgustada con el cine contemporáneo. La fuerte impronta que Natto dejó en los films, sumada al ascendiente que tenía sobre su marido, vuelve problemática, en esos casos, la identificación cierta de la autoría. Una cosa es segura: poniéndola en perspectiva, la obra general de Ichikawa nunca alcanza el interés que cobra durante el “ciclo Natto”.
Con los bruscos virajes de género y tono que le son propios, el “ciclo Natto” se caracteriza por una mirada oblicua que prefiere lo indirecto antes que lo literal, la distancia antes que la emoción. Y tiende a encontrar mediaciones, ironías o paradojas aun en los relatos a primera vista más lineales, como el díptico antibélico integrado por El arpa birmana (1956) y Fuego en la llanura (1959). Ese gusto por la ironía y el distanciamiento da por resultado un puñado de sátiras feroces (El tren está lleno, 1957; El hijo, 1960, y Diez mujeres oscuras, 1961), convierte en comedia negra lo que originalmente era denso drama erótico (La llave, 1959), produce miradas fuertemente críticas sobre el Japón contemporáneo (el film de jóvenes nihilistas El cuarto de los castigos, 1956, y Conflagración, versión Ichikawa de la devastadora El pabellón de oro de Yukio Mishima, 1958) y, sobre todo, tiende a contaminar lo trágico y lo cómico, originando verdaderos espejismos cinematográficos de complicada apreciación (el perverso melodrama de geishas Nihonbashi, 1956, y esa verdadera apoteosis de la mascarada y el juego de espejos que es la insólita La venganza de un actor, 1963). Estas diez son las películas que integran la retrospectiva de la Lugones. Acaso una mirada panorámica sobre ellas sirva para detectar algunas constantes de este cineasta aparentemente inconstante.

Cínicos, voyeurs y tartamudos
Casi todas las películas del ciclo echan una mirada sobre el Japón contemporáneo, y no una particularmente piadosa. El protagonista de El arpa birmana es un soldado que, finalizada la segunda guerra, decide quedarse a enterrar a los muertos en vez de regresar a su país. En sincronía con las “películas de jóvenes” que el cine estadounidense producía a montones a mediados de los 50, El cuarto de los castigos presenta a un héroe que descarga su nihilismo no sólo sobre el mundo de los adultos sino sobre su propia novia, a la que violará después de narcotizarla. En El tren está lleno, las autoridades de una gran corporación le piden a un empleado –un graduado universitario lleno de entusiasmo por su futuro y el de su país, en pleno despegue económico– que no haga nada, pero que haga de cuenta que está muy ocupado. Unico miembro varón de una familia de tradición matriarcal, el protagonista de El hijo no puede tener hijas mujeres, como se lo exigen su abuela, su madre, sus sucesivas esposas y hasta sus amantes. En Diez mujeres oscuras, la esposa y las nueve amantes de un productor de TV –ese producto de la modernidad nipona– deciden conspirar para asesinarlo; y además se lo hacen saber.
Hay un aire de perversidad, o una perversidad explícita, en la mayoría de estas películas. En Nihonbashi, un médico joven y apuesto se enamora de una geisha que le hace recordar a su hermana, con quien se siente en deuda. La geisha, a su vez, está impedida de amarlo por sus ataduras con la casa de té donde trabaja y el hombre mayor que la sostiene. A su vez otra geisha, rival jurada de la anterior, seduce al médico, pero no porque lo quiera sino para joderle la vida a la otra. Cuando el médico hayamordido la carnada, se aparecerá ante él el antiguo amante de su nueva novia, a quien ésta convirtió en un despojo humano, y el encuentro entre ambos refuerza la sensación de que uno no es otra cosa que el reflejo del futuro del otro. Para escapar de ese destino, el médico deja a la geisha, que se vuelve loca, literalmente.
Tampoco es perversidad lo que falta en las dos más notorias adaptaciones literarias que componen este ciclo, La llave y Conflagración. Basada en la novela de Tanizaki que años más tarde el inefable Tinto Brass traduciría a su clásico soft-porno-kitsch (con una Stefania Sandrelli ya bastante entrada en kilos y en años), La llave es la historia de una retorcida maquinación erótica. Un hombre mayor —irreprochable profesor universitario— decide que la cura para su impotencia sexual consistirá en conseguirle un joven amante a su mujer para así poder excitarse como voyeur. El elegido, para más datos, es el novio de la hija.
Fiel a la novela de Mishima en la que se basa —El pabellón de oro—, Conflagración narra la obsesión de un joven tartamudo por un templo zen en el que, siguiendo a su padre, ve la representación última de la belleza en su estado más puro. Fracturado entre ese ideal, la deuda filial y la seducción que en él despierta un joven cínico y nihilista, el principiante terminará prendiendo fuego al templo. Por las dudas, la pareja Ichikawa-Wada agrega un elemento que no estaba en la novela: el protagonista pasa a odiar a su madre apenas descubre que ésta tiene un amante.

Kimono Kabuki
Es frecuente que en estas películas la identidad se disuelva en una vertiginosa sucesión de máscaras, mutaciones y juegos de espejos. El protagonista masculino y una de las geishas de Nihonbashi dicen ser marido y mujer aunque no lo son; el ex amante pasa de ciudadano respetable, con esposa e hijos, a mendigo arruinado y suplicante, y al mismo tiempo funciona como espejo de lo que el actual amante —médico de origen aristocrático— puede llegar a ser si se enamora demasiado de la geisha. El trabajo del joven graduado de El tren está lleno consiste en fingir que trabaja, y hasta el soldado de El arpa birmana —en apariencia mucho más transparente— se hace pasar por monje, primero para no ser reconocido y luego para poder enterrar a los muertos sin que nadie sospeche. En La llave, el novio de la hija se convierte en amante de la madre, y en Conflagración el amigo disoluto del protagonista, que cojea de una pierna, exagera su defecto para ganarse a una chica a la que luego despreciará cruelmente.
Todo este sistema de simulaciones, intercambios y dobleces alcanza el summum en La revancha de un actor, sin ninguna duda la película más asombrosa, lúdica y demencial del dúo Ichikawa-Wada, que significativamente clausura la colaboración profesional entre ambos y remata con un broche de oro el ciclo de la Lugones. En Cinemascope y restallantes colores, la película que hizo delirar a Susan Sontag y Nicholas Ray narra una historia de venganza familiar. El vengador es un actor de teatro kabuki que se infiltra en el seno del grupo de despiadados comerciantes que tiempo atrás llevaron a sus padres a la quiebra, la locura y el suicidio. Pero tiene una particularidad: es un onnagata, nombre que en la tradición del kabuki reciben los actores especializados en papeles de mujer. A diferencia de los onnagata tradicionales, que fuera de escena se sacan sus ropajes de mujer, éste se los deja puestos, y sus preferencias sexuales nunca quedan del todo claras. Lo curioso es que, así vestido, seduce no sólo a la hija del comerciante sino a una segunda mujer, que caen rendidas a sus pies apenas lo ven luciendo su arrobador kimono azabache. Pero, además, el juego de mediaciones y duplicaciones se completa con un ladrón que va siguiendo los movimientos del actor, y unsegundo ladrón que compite con el primero para ver quién es mejor. El actor que hace del ladrón y el actor que hace del actor son uno y el mismo. En realidad... ¡es el mismo actor que había hecho ambos papeles en una primera versión de la película, treinta años atrás! La revancha de un actor es, por otra parte, la película donde Ichikawa lleva al extremo dos de sus constantes más marcadas: el carácter laberíntico del relato, que avanza y retrocede, se dispersa y se disgrega, con la intención de inocular en el espectador las ideas de artificio y representación, y una estética acorde, cuyos decorados son siempre artificiales, cuyos encuadres persiguen la más acusada geometría y cuyos colores no le deben nada a la naturaleza. Para sumar arbitrio y distanciamiento, Ichikawa prende y apaga luces en el interior de las escenas (Coppola tiene que haber visto La revancha de un actor antes de filmar One from the heart) y combina música tradicional con pasajes jazzísticos, saturando las escenas de aparente romance con violines que chorrean sentimentalismo.
Y después dicen que los japoneses son gente muy tradicionalista.

Kon Ichikawa: Una retrospectiva
Miércoles 3: El arpa birmana; jueves 4: La llave; viernes 5: El cuarto de los castigos; sábado 6: Nihonbashi; domingo 7: El tren está lleno; miércoles 10: Conflagración; jueves 11: Fuego en la llanura; viernes 12: El hijo; sábado 13: Diez mujeres oscuras; domingo 14: La venganza de un actor. Todas las funciones a las 14.30, 18 y 21.

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