PLáSTICA > LAS CABEZAS DE MARINA DE CARO
Con cabezas decapitadas, trabajadas en lana o cerámica, en la muestra Tragedia griega, Marina De Caro pone en escena uno de los secretos más antiguos de la tragedia: no mostrar la masacre sino sus efectos.
› Por María Gainza
En 1883, el doctor Dassy d’Estaing afirmó que, según sus cálculos, la cabeza de una persona al ser decapitada podía permanecer con vida pensante alrededor de un minuto y treinta segundos. Pasado ese tiempo el cerebro se quedaba sin sangre y moría. Todo esto para decir que lo primero que uno presiente al entrar a la nueva muestra de Marina De Caro, es que ha llegado a una hora prudente, la masacre ha terminado, lo que queda en la sala son los restos de una decapitación grupal llevada a cabo hace un tiempo, ni muy breve, porque si no –como en Severance, la novela de Robert Olen Butler– hubiéramos encontrado a las cabezas pronunciando sus últimas palabras; ni muy largo, porque el olor sería insoportable. Un puñado de cabezas yace en la sala; algunas, como mucho, presentan signos de descomposición. El título de la muestra anuncia: Tragedia griega. Y así, como en las de la Antigüedad, las acciones de horror se han llevado a cabo fuera de escena. Solamente se exhiben –se ofrecen– sus resultados.
I
Algunas en lana, otras en cerámica, otras en dibujos, las cabezas reciben a los visitantes como botines de una cacería. Y sin embargo, la escena no es cruenta ni desagradable a la vista sino todo lo contrario. No sólo hay una sobrecogedora humanidad en esos rostros anónimos y desmembrados sino también una inusual exuberancia y sensualidad, tanto en los materiales como en la forma en que ellos han sido trabajados, que hace que caminar entre las cabezas de Marina De Caro sea como atravesar un mercado antiguo repleto de frutos, carnes, pescados y verduras.
Las cabezas de cerámica son especialmente elocuentes. Han sido moldeadas de manera grosera, los dedos de la artista han trabajado el material como un arado, dejando anchos surcos a su paso. Se sabe que han sido violentamente decapitadas porque los cuellos tienen la apariencia de un pedazo de carne aún fresco que ha sido arrancado, separado del torso a hachazos. Una tiene la boca abierta; otra, el grito silenciado por una flor pulposa; otra vierte lágrimas de lana hasta quedar drenada como una esponja vieja. A medida que se recorren las mesas (son seis), los rostros se van desfigurando, van perdiendo sus rasgos, hasta que sólo logramos reconocer dos huecos en unas cabezas que colapsan como arena húmeda sobre la mesa. Después hay una cabeza de lana fucsia y naranja colgando con un levísimo vaivén desde el techo, y otras dos en azul y amarillo sobre la pared. Un muñeco gigante se derrite sobre el piso: le faltan las piernas, en su lugar hay chorros de lana. Podría ser sangre, pero también son un eco de los dibujos de enredaderas, ramas, ríos, que trepan por la pared detrás. Finalmente hay unas cabezotas de lana roja sobre un charco lanudo y unos dibujos, al límite del garabato, la mano suelta, por momentos abandonada a un movimiento motriz.
II
Marina De Caro es una artista irreverente, dueña de una obra que no sólo se destaca por su fantasía sino también por su complejidad. Sus alambres forrados en lana de colores florecen con desparpajo en el living de un coleccionista, con esa falta de conciencia sobre lo delicioso de su apariencia que Heinrich von Kleist veía en las marionetas, y al mismo tiempo dialogan con el resto de las obras de la colección de una manera fascinante. Entre la artesanía y las espinas de la intelectualidad, el jardincito de lana tiene la ansiedad de los objetos que no saben lo que son. Con ese descaro que sólo el Rococó tuvo en la historia para exponer la artificialidad (pensar en El rizo robado de Alexander Pope, un poema genial con la ligereza de una tarjeta de felicitaciones). Así como se las ve, tan alejadas de la inocencia que promueven a primera vista, tan soberanamente indiferentes a los valores de prestigio y mercado, los bollos de lana alambricados de Marina De Caro son obras de entramados filosóficos.
Hace casi diez años, De Caro realizó sus vestibles: tejidos en lana diseñados para ser llevados por una o dos personas. Eran una segunda piel que cubría de pies a cabeza y convertía a su portador en una escultura kinética o en una pincelada de una pintura abstracta. El interés por las formas blandas, por la idea de juego, por incorporar el tacto, por la energía del espectador como parte fundamental del proceso de recepción, no desaparecería jamás. Después, surgieron unas esculturas orgánicas, conos, gotas, en hilado tejido a máquina, arañitas, bollitos, rulos y nudos; siguieron otras: la habitación forrada por completo de amarillo, un piso vuelto mar de lana que recogía las lágrimas de las lloronas, unos cuadernos maravillosos intervenidos con lanas que atravesaban las páginas o las forraban por completo. El año pasado, De Caro mostró en Cromofagia, una muestra curada por Victoria Noorthoorn, un collar de almohadones que serpenteaba tímidamente por el piso hasta rodear una columna de la sala. Cuando esa misma muestra viajó a Brasil, De Caro, envalentonada, transformó su obra en catarata: las tiras acolchonadas en verdes, azules, amarillos y naranjas cayeron entonces desde el balcón de la galería paolista como jardines colgantes de Babilonia. En todo este tiempo, la obra nunca dejó de ser un vestible en proceso de transformación, siempre imponiendo una doble distancia: por un lado nos acerca, nos abriga, nos invita, como hacía la Menesunda de Minujín y Santantonín, a revolcarnos y vivir, y al mismo tiempo nos distancia, nos enfría, en el sentido de que debemos alejarnos de ella para volver a pensar sobre el material y sobre nuestra relación con él.
III
No es que De Caro haya perdido la cabeza. Hubo siempre cierta promiscuidad en la forma en que la artista trabajó los materiales, y por eso no nos sorprende que ahora se le haya dado por hacer cerámica. Sólo después la artista nos confesará que es la primera vez que trabaja con este material, que no tenía la menor idea de cómo hacerlo, que varias de las cabezas las construyó y luego, literalmente, las tiró de un metro de altura hasta lograr esta apariencia de forma blanda que, al comienzo, confundimos por arena húmeda. Y que a otras, incluso, les pasó el palo de amasar por encima. Quizá sea ese respeto irreverente que De Caro profesa por los materiales lo que hace que las cosas en su muestra se contagien, al punto que la cerámica parezca lana y la lana, cerámica. Pero en De Caro la acción de transformar cualquier material en una obra de arte aparece siempre como una conversión, como transformar energía en electricidad.
Alguna vez, Louise Bourgeoise hizo unas parejas de lana, trapos y toallas sin cabeza. “De la furia les cortaba las cabezas”, dijo la francesa. Se quedaba con los cuerpos anónimos y entrelazados hasta la asfixia, intentando exorcizar sus traumas de la infancia. De Caro, que tiene una obra mucho menos morbosa y autorreferencial, eligió, en cambio, trabajar con lo que Bourgeoise descartó: la cabeza. “Muchas veces he deseado cambiarme la cabeza para tener otros pensamientos o directamente sacarla para que descanse”, comentó la artista hace poco. No son máscaras, porque ellas supondrían el esconder algo. Son cabezas completas, con frente, perfil y costados, que ponen al hombre entero, su presencia compacta, no solamente una de sus fachadas, en el centro de la escena.
IV
Si originariamente la tragedia griega suponía un público, más tarde, con Aristóteles, ésta se volvió de consumo privado: la tragedia se volvió lectura. Es curioso ver cómo la muestra de De Caro trabaja con estos doselementos al mismo tiempo: es una tragedia principalmente visual y pública, y a la vez, supone una lectura en privado.
Porque Marina De Caro parece concebir el hilo de sus tejidos un poco como el hilo de una conversación, el trazo del dibujo como una escritura. “Etimológicamente, texto es tejido –explica De Caro–, y como tal puede ser editado.” Esa conexión íntima entre texto y tejido que De Caro tomó para armar su obra creó un trabajo que nunca define sus límites sino que, por el contrario, promueve el intercambio de ideas, la pregunta sobre la especificidad de los medios y sobre qué es todo esto exactamente.
Las cabezas de Marina De Caro son a su manera un texto que deja a los materiales –al frío de la cerámica, del calor de la lana– hablar. Hay calma, paciencia y,
finalmente, comprensión en esos rostros cansados que han sobrevivido para contar su historia.
No inspiran el terror de Salomé y la cabeza servida en bandeja de San Juan Bautista en la pintura de Caravaggio, ni la soberbia de la Judith y Holofernes de Cristófano Allori, quizá porque las cabezas de De Caro parecen haber transformado el dolor en celebración. Si la tragedia supone, como advierte la artista, “el restablecimiento doloroso del hombre con el cosmos o con el poder”, entonces aquí hay ecos de dolor y, sin embargo, el presentimiento de que las cosas se han comenzado a encaminar nuevamente. Los miembros amputados parecen estar generando nueva vida. Hay un lazo cósmico, de orden circular, en esas cabezas que se descomponen para regenerarse. De la muerte parece brotar vida en forma de ríos, flores y árboles. Como si finalmente, como dice la canción de Moby, estuviéramos todos hechos de estrellas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux