Dom 16.10.2005
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CINE > JOHN WATERS RESUCITA A LOS SIN SEXO

Cunnilingus para todos

Nada de zombies ni vampiros ni usurpadores de cuerpos:
en su última película, John Waters intenta resucitar a los reprimidos sexuales, sin obviar el sida.

› Por Mariano Kairuz

El plan de las monjas fracasó. Tan rotundamente que hasta parece que lo hubieran hecho a propósito: “esta película fue inspirada por las religiosas que nos decían que nos iríamos al infierno si veíamos las películas incluidas en la lista de la Legión de la Decencia”, dijo el año pasado John Waters, refiriéndose a A Dirty Shame, que se estrena por acá esta semana como Adictos al sexo. Era, dice Waters, leer las listas de films “pecaminosos” y no querer otra cosa que salir corriendo a verlos: “Todavía puedo enumerarlos en orden alfabético: empezaba con And God Created Woman (Y Dios creó a la mujer), y seguía con Baby Doll”.

Los censores de la Junta Calificadora de la Motion Picture Association of America son como aquellas monjas y tratan al público norteamericano como un rebaño de prepúberes: le asignaron a Adictos al sexo la calificación de edades más alta debajo del cine condicionado (NC-17: una especie de “sólo apta para mayores de 18 años”) en razón de su “gran rango de perversiones en detalle explícito”. Y Waters sabe que esa calificación llena las expectativas de sus seguidores de siempre, pero sabe también que no es más que otro síntoma de lo conservadores que se están poniendo los tiempos en su país, ya que la película está entre lo menos gráfico que filmó en su carrera. Sus guarangadas son mayormente verbales y todo el asunto está impregnado de una ligereza tal que Adictos al sexo es, además de simpática y descerebrada, absolutamente inofensiva.

Usurpadores de cuerpos

Como en las películas de zombies y de extraterrestres usurpadores de cuerpos, que en general funcionan como metáforas de la abulia colectiva, acá los muertos a revivir son los sexualmente reprimidos, los orgullosamente autodefinidos “neutros”. Quienes se preparan para combatir la oleada de “indecencia” que invade los suburbios y oponerse, básicamente, a “la fornicación” y sus variantes. Las cosas se complican cuando pierden a uno de los suyos; es decir, cuando Sylvia, una vecina “de las decentes”, se golpea la cabeza y se vuelve adicta al cunnilingus. En medio de semejante trance, se le presenta la diabólica figura de Ray Ray (Johnny Knoxville, de Jackass), quien lidera una conspiración para “sexualizarlo” todo: hoy al pueblo de Baltimore, mañana el mundo.

Doble de cuerpo

Aunque lo mejor de Adictos es Selma Blair, que interpreta a Ursula “Ubres”, dueña, siempre excitadísima, de unas tetas supergigantes, condenada a prisión domiciliaria por exhibición obscena. La polifacética Selma (aspirante a escritora abusada por su profesor en Storytelling, del insufrible Todd Solondz; víctima de las Relaciones peligrosas en clave teenager del film Juegos sexuales; novia de comic en Hellboy) carga acá orgullosa esas dos mamas siderales que Waters ordenó fabricar “más grandes que su cabeza”.

Ir de cuerpo

Waters dice –casi sin ironía– que Adictos es un film de explotación pero también “de educación sexual”, para un mundo que suministra algo tan básico escasamente, con mojigatería e hipocresía. Con el mismo efecto de un montón de monjas predicando la abstinencia para combatir enfermedades sexuales. “Es una película de ‘sexo seguro’”, asegura: “incluso la adicción al cunnilingus es bastante segura. No podría haberla filmado diez años atrás. Muchos amigos míos han muerto de sida, pero conozco chicos enfermos de vih hoy, lo cual me enfurece, porque ¿qué: todavía no te enteraste? Entonces, si uno hace una película sobre adictos al sexo, tiene que ser cuidadoso. Todos estos actos sexuales, incluso los más ridículos, hace veinte años hubieran sido vistos como una patología. Hoy son ‘responsables’, porque el sexo real hoy es peligroso, así que tal vez la gente tenga que pensar actos nuevos para estimularse”.

Y que los censores digan lo que quieran: lo más visualmente explícito que tiene Adictos al sexo en sus menos de noventa minutos es un sorete de David Hasselhoff –ex El auto fantástico, ex Baywatch; actual actor-fetiche de Hollywood– cayendo vertiginosamente desde un avión sobre la gran orgía de un hasta entonces tranquilo pueblito de los suburbios norteamericanos.

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