FOTOGRAFíA > EL TITáNICO PROYECTO DE EDWARD CURTIS
A fines del siglo XIX, cuando el ferrocarril finalmente unió las dos costas norteamericanas y el gobierno federal terminó de sojuzgar a las tribus aborígenes reduciéndolas a la vida en las reservas, un fotógrafo demencial llamado Edward Curtis emprendió una tarea en la que invertiría treinta años: valerse de esos sobrevivientes para recrear a través de su memoria la vida de los indios antes del contacto con el hombre blanco. Ahora, parte de esa monumental colección de fotos que arrastran tanto disputas académicas, paradojas históricas y el germen de la antropología visual como el innegable espíritu de una armonía perdida, pueden verse en Buenos Aires.
› Por María Gainza
En la tarde de marzo de 1905, el Waldorf Astoria de Nueva York estaba atestado de gente. Se habían reunido para ver una película de Edward S. Curtis, un fotógrafo a quien apenas habían oído nombrar. La prensa había prometido que sería una velada exótica: La América que desaparece eran imágenes en movimiento, sonidos y fotografías de tribus indias del sudoeste norteamericano. Al terminar la proyección, las mujeres más poderosas de los Estados Unidos, incluyendo a la señorita de Herbert Satterlee y a la flamante señora de Frederick Vanderbilt, aplaudieron conmovidas haciendo sonar sus pulseras de diamantes como viboritas cascabel, mientras, sobre el escenario, el tal Curtis les explicaba su proyecto: soñaba crear un registro monumental de las tribus norteamericanas para preservar los últimos vestigios de las culturas al borde de la desaparición. Pocos de los presentes sabían que eso era un sueño imposible: para 1905 la frontera ya había desaparecido.
Nadie lo sabía mejor que Curtis: venía de pasar ocho años buscando infructuosamente restos de vida indígena previa al contacto con el hombre blanco. Y estaba a punto de darse por vencido cuando se le cruzó una idea: el proyecto tenía que –literalmente– ser creado. Había que reconstruir lo que alguna vez habían sido esas culturas o, por lo menos, lo que a él le gustaba pensar que habían sido.
El público que aplaudió esa noche frente a los retratos de jefes indios no era un público cualquiera. Los millonarios neoyorquinos dueños de los ferrocarriles (inmortalizados en el Mister Chu Chu de Erase una vez en el Oeste) habían causado el fin de esas mismas tradiciones que ahora lloraban con sus pañuelos de muselina blanca: para 1890, Cornelius Vanderbilt, Pierpont Morgan y Jay Gould habían limpiado las fronteras de indios. Pero ahora, con el camino allanado y el indio bajo control, ellos mismos, con Pierpont Morgan a la cabeza, se dedicarían a financiar el sueño imposible de Curtis.
The North American Indian es el relevamiento más grande y exhaustivo que exista sobre el Oeste norteamericano. Publicado en veinte tomos de una edición limitada, la obra incluye textos, entrevistas, fotografías y cilindros de cera que registran la vida de unas cien tribus indígenas: desde los esquimales de Alaska a los Hopi del Sur de Norteamérica. Nunca antes se había intentado algo así. Y cuando se terminó, en 1930, quedó sepultado bajo su propio peso.
Hasta que en 1971, The North American Indian fue rescatado por la Pierpont Morgan Library. Entonces, los antropólogos, ávidos por definir los parámetros de su siempre inestable metodología, comenzaron a preguntarse si este fotógrafo delirante había realmente preservado el legado de las comunidades indígenas o había, más bien, reforzado los estereotipos eurocéntricos, volviendo al indígena una caricatura sin espesor. Curtis apareció entonces como un falsificador del pasado indio y un explotador ambicioso.
Cuando Curtis abandonó su estudio fotográfico en Seattle para emprender su proyecto, ya circulaban cientos de fotografías de indios norteamericanos. En su mayoría eran imágenes tomadas por turistas accidentales: personas que hacia 1900 fotografiaban a los indios con la misma mirada atónita con la que fotografiaban los géiseres de Yellowstone.
Las tribus que a Curtis le tocó estudiar eran los restos dispersos de una raza; sus chamanes ya no practicaban las ceremonias religiosas, sus niños iban a escuelas donde sólo aprendían inglés y se les instaba a olvidar sus tradiciones, sus guerreros tenían prohibido luchar, llevaban el pelo corto y ropas “de ciudadano”. Pero en lugar de mostrar ese presente agónico, Curtis decidió capturar lo que habían dejado atrás: una dignidad que en su mente surgía como mezcla de jardín del Edén y Arcadia griega.
El hombre que nunca tenía tiempo para jugar, como llamaban los indios a Curtis, pensó que el proyecto le llevaría seis años. Le llevó treinta. Su obsesión era capturar no sólo las superficies sino también lo que él llamaba la sustancia, y para hacerlo se tomó ciertas libertades: disfrazó a los indios con vestimentas y tocados que ya no usaban, los hizo posar en puestas en escena meticulosamente planeadas que copiaban antiguas ceremonias, los hizo revivir su pasado glorioso. Lo que logró parece una performance de despedida: fotografías de una pureza clásica sólo comparable al pictorialismo de los primeros años de Alfred Stieglitz. Y aun así, con todo lo empalagoso que por momentos resultan los fuera de foco y lo impostado de las recreaciones, las fotografías de Curtis capturan algo que sigue maravillando: la sensación de estar viendo el fluir de los eventos naturales.
Pero Curtis no sólo buscaba capturar las tradiciones perdidas sino también la íntima relación del indio con la tierra, el lugar de donde éste sacaba sus fuerzas como Scarlett O’Hara las sacaba de Tara. El caballo del cacique, mitad hombre mitad pájaro, bebiendo en el arroyo bajo un cielo tormentoso, el recolector de juncos dentro de su canoa como una ballena prehistórica, los indios Navaho siguiendo las huellas de sus antepasados mientras la gran sombra de la roca los aplasta, las mujeres Hopi con sus peinados tipo Princesa Leia en La guerra de las galaxias, son imágenes de un silencio religioso: los momentos de comunión más íntima del hombre con la naturaleza, un tiempo en la historia en donde cada cosa parecía estar en su lugar exacto en el mundo.
“Curtis tenía razón en creer que sus fotografías serían invaluables (no infalibles) documentos de un proceso histórico de representación”, escribió la historiadora de arte Lucy Lippard, preguntándose por los alcances y los límites de la antropología visual. Pero lo cierto es que Curtis era en parte un artista (con todas las libertades que eso supone) y en parte un etnólogo, abocado al escrutinio detallado de una cultura (reconociendo los límites de las fotografías, escribió y realizó detallados informes y entrevistas). Sus fotografías no son ni documentos perfectos (si tal cosa existe) ni ficciones pictorialistas. Pero Curtis trabajó en una época en que la antropología recién comenzaba a asomar como disciplina: no sería hasta 1942 que El carácter balinés, el paradigma de la antropología visual, una colaboración entre Gregory Bateson y Margaret Mead, sería publicado.
Es verdad que convenció a los indios de vestirse con ropas tradicionales de sus antepasados, que retocó algunos negativos para eliminar objetos modernos de la escena (poco más que doce). Y aun así, un fotógrafo es siempre parte de lo que fotografía. La creencia de que afuera existe una realidad absoluta y constante que puede ser medida y registrada objetivamente es una falacia y una de las pocas cosas en la que estamos todos de acuerdo. The North American Indian es la historia de Edward S. Curtis: un romántico incurable que nunca pretendió ser otra cosa. No podemos convivir con los indios como quien convive con una máscara comprada en un viaje a la Polinesia, pero podemos al menos preguntarnos, frente a esas imágenes, ¿qué clase de hombres eran éstos?, ¿qué infinita paciencia les fue otorgada? La mirada de Edward S. Curtis probablemente contenga más respuestas que la mirada disciplinada y fría de un antropólogo.
Legado Sagrado
Museo Fernández Blanco (Suipacha 1422)
Martes a domingo de 14 a 19 hs
Hasta el 30 de diciembre.
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