Dom 23.10.2005
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HISTORIETA > EL LIBRO PERDIDO DE SOLANO LóPEZ

Ana no duerme

En 1976, Francisco Solano López partió junto a su hijo al exilio: Gabriel, de veinte años, acababa de ser rescatado de la cárcel. En Europa, padre e hijo trabajaron juntos y concibieron Ana, una de sus dos únicas colaboraciones. Historieta casi maldita, oscura, devastadora, que no sólo refiere a la dictadura y la represión, sino a un vacío existencial vertiginoso, tuvo una trayectoria accidentada: se publicó en Francia gracias al compromiso de un editor belga, tuvo su edición en habla inglesa y ahora se edita por primera vez en forma íntegra en la Argentina. Radar reproduce aquí el prólogo de Juan Sasturain a un rescate histórico.

› Por Juan Sasturain

Uno: Ana, la fantasma

Ana es una historieta fantasma: algunos creen que existe pero pocos la vieron o no la vieron entera y quién sabe dónde. Se la menciona en las historias del género pero incluso en las recientes más prolijas y completas –La historieta argentina, de Gociol y Rosenberg, De la Flor, 2000– sólo aparece mencionada incidentalmente. Y es lógico, porque su camino hacia el papel impreso ha sido muy accidentado. Tanto que ésta es su primera versión completa publicada en la Argentina después del parcial intento de la efímera “Trix”, a mediados de los ochenta. Y han pasado casi treinta años del momento en que Gabriel escribió y Francisco dibujó, allá en España y con los milicos en el poder (y con plenos poderes) acá.

La historieta tampoco tuvo, en principio, un recorrido fluido en otras latitudes. La aparición en Francia y Bélgica con el soporte de “(A suivre)” y de la más modesta “Felix” fue por lo menos accidentada. Lo mismo en “Comix Internacional” de España. En Portugal se prohibió por pornográfica y en Italia el mismo editor interrumpió la serie por considerarla excesivamente “intelectual”. Fueron los cargos habituales.

Ya avanzados los ochenta –y sin agotar con esta enumeración parcial las publicaciones de Ana— Fantagraphics Books la dio a conocer en Estados Unidos en el mensuario Prime Cuts, con referencias acaloradamente elogiosas.

En la Argentina, recuerdo que los responsables primero de Super Hum(R) y después de Fierro pospusimos su publicación –privilegiamos los otros trabajos de Solano de entonces– porque más allá de sus extraordinarios logros narrativos y gráficos, la sentíamos, como también nos pasaba con las Historias tristes, demasiado dura y nihilista... Es decir: objeciones ideológicas o, incluso, existenciales.

Pero, ¿qué contaba Ana para resultar tan incómoda a la hora de publicarse?

Dos: El cuento de Ana

Ana es la historia (o una mirada a la historia) de Ana, un pedazo de vida de mujer joven, apurada a grandes tragos: en menos de diez años violentísimos. Arranca en un París conmovido y militarizado por la paranoia de guerra inminente –que es y no es el del reflujo del ’68– y termina en el escenario apocalíptico de ese mismo París arrasado por la guerra nuclear, retrotraído en la Historia a las formas más primitivas de supervivencia y explotación, la paranoia cumplida. La historia de Ana se acompasa con ese devenir. Es un itinerario trágico y devastador: no hay salida para ella. Arranca mal cuando aún hay esperanza y termina peor cuando ya nada queda y ganaron los buitres.

Contada habitualmente desde la protagonista –sus movimientos, sus pensamientos, sus sensaciones/sueños–, la historia se despliega en nueve secuencias de diez páginas. El hilo conductor es, en principio, la serie de tentativas de Ana en la busca no sólo del amor y de la auténtica libertad –valores que ya no interesan, dice decepcionada– sino de un sentido de la vida más amplio que justifique la acción, el simple hecho de actuar.

Un planteo existencial que soslaya toda trascendencia, no tiene ni certezas previas ni preconceptos y que se explicita en la escena inicial, con la consulta al oráculo filosófico que es además portador de un saber de género: Simone de Beauvoir. Ese oráculo –que sobrevivirá, más allá del todo– calla al principio y se borra al final. Ana queda así, de salida, devuelta a la calle, a la intemperie de un saber que nada puede decirle.

El paso siguiente es espantosamente lógico: si no hay un sentido que justifique la acción, hagamos algo, cualquier cosa, actuemos y veamos después qué pasa, qué sentido aparece. Así, Ana actúa, realiza el gesto casi gratuito, absurdo y más que nada simbólico de arrojar una piedra a los represores uniformados, la cara más inmediata y superficial de un Orden inhumano. Mete (pretende meter) su historia en la Historia.

Esa piedra –la primera piedra que ella se atreve a tirar– adquiere el sentido desmesurado que no ella pero sí los otros –el Poder, los hombres– le dan, y desencadena una serie de gestos brutales, partiendo de la violencia ejercida sobre su cuerpo.

Por eso, la violación será el punto de no retorno. Ana asume (primero inconscientemente) la imposibilidad del amor y la consecuente y radical soledad: el cuerpo expuesto del final de la primera secuencia prefigura el último despojo, el que cierra la historia.

Tres: Ana capicua

Ana es un recorrido personal, una biografía existencial, pero es también –y acaso sobre todo– la crónica de una vivencia de mujer, femenina, en un mundo en que los hombres ya han fracasado: han perdido su poder o su prestigio. En Ana, sólo las mujeres son fuente de comprensión y consejo. La relación con los hombres –producida la violación y diluido ese primer amor aniñado e inmaduro de Jacques– se definirá en términos de protección o sujeción, forcejeo dialéctico, luchas de poder.

Precisamente la apropiación y el uso del Poder –el gran tema de la época, además– como lo descubrirá Ana, no otorga sentido. Ana descubre que puede ejercer un poder impensado cuando se saca y saca de sí algo que no sabía, y realiza su segundo acto (¿gratuito?) agresivo: le dispara a su policía-asesino-protector y, creyendo haberlo matado, parte a México. Es, desde ese momento, otra: o por lo menos quiere ser otra: la violencia la ha transformado. Allí, en la secuencia acaso más sombría, experimentará por la vía del exceso: Ana, convertida en sádico y arbitrario Angel del Mal y de la Muerte tensa la cuerda, busca plenitud en la transgresión de reglas y límites morales. Pero tampoco disponer de la vida de los otros da alivio o sentido. Y ni siquiera le es concedido el deseo de morir, acabar con todo.

De transgresora a aprendiz de sobreviviente, tras la experiencia igualitaria de la cárcel Ana buscará recuperar –regresando a París– el tiempo y el mundo perdidos. Pero el mundo y ella (lo que queda de ambos) son otros ya, y la estrategia funcional de convertirse en mantenida burguesa devendrá de medio en fin, horizonte mediocre: ni siquiera podrá matarse en el mar. Y vuelve a un París pasado por el Apocalipsis.

En el relato tradicional, el héroe / protagonista parte, sale voluntaria o compulsivamente desde la situación de equilibrio inicial en busca de algo o con el objeto de resolver algo, atraviesa obstáculos, tiene aliados y enemigos, regresa transformado al punto de partida siendo otro: ha tenido una Aventura.

En las historias con happy end, el sentido de la Aventura está al final del viaje, tiene la forma de una a menudo aparatosa recompensa: en otras historias, menos convencionales, el significado de la Aventura “es” el viaje mismo, la “Itaca” de Cavafis.

Aunque va y viene, Ana no tiene una Aventura. “Ana” es palabra no casualmente capicúa, redonda, de ida y vuelta, círculo cerrado: Adelante-Nada-Atrás. El deambular, los desplazamientos geográficos, los hombres sucesivos marcan un movimiento sólo aparente. Aunque al principio busca algo o después escapa de algo. Ana –siempre sola consigo– sólo está quieta, fija, clavada desnuda boca arriba como una mariposa esperando el final.

El innominado, anónimo rastreador profesional que la encontrará tras la última huida y tras la última colina de despojos no encuentra nada que recuperar ni que decir. Los huesos no son ni siquiera una moraleja.

Cuatro: La cuenta de Ana

Esta obra en muchos sentidos literalmente excepcional es sin duda uno de los trabajos mayores de Francisco Solano López en su extensísima trayectoria, y no se parece a nada de lo que la rodeaba, de lo que la antecedía, de lo que vendría. Es una historia fuerte y –sobre todo– un relato gráfico de rara calidad. Probablemente irrepetible.

Y es así porque Ana fue concebida y realizada en circunstancias muy especiales que le dejaron marcas flagrantes, de forma y contenido, de clima, aliento y, si cabe, ideología.Cabe recordarlas porque son pertinentes, propias de una coyuntura dolorosa. En 1976, durante los primeros meses de la dictadura, Francisco Solano López pudo rescatar a su hijo de las cárceles de los militares. La condición impuesta fue que Gabriel, de poco más de veinte años, se fuera del país. Solano levantó su casa y su estudio y se fue con él a Madrid.

Gabriel escribía ficciones y el padre se interesó en ese material. El pibe quiso. Era una manera, podemos suponer, estamos seguros de que así fue, de acercarse, amucharse en soledad, padre e hijo, tras la pesadilla. Hicieron catarsis –de la Historia grande y de la historia personal–, pudieron contarse ficción mediante, intimidades, entretelas, entripados. Por esa vez, por esa única vez, trabajaron juntos –y en dedicación exclusiva– un par de años: hicieron una versión que nunca pasó de la primera brillante secuencia, lamentablemente de La Guerra del Paraguay, y Solano le ilustró a su hijo los relatos, no concebidos originalmente para historieta, que se reunirían después en Historias tristes. El tercer trabajo fue esta inquietante, magnífica Ana.

Hay que ubicarse en el momento: en las historias de padres e hijos. En los destinos cruzados. Solano venía de dibujar en Buenos Aires –entre fraternales, duras discusiones con un Oesterheld ya clandestino– la sombría epopeya de El Eternauta II, terrible canto al sacrificio y el triunfalismo revolucionarios. El pincel cargado de Solano describió con trazos gruesos, imborrables, las secuencias finales, lo dejó secar y se fue con Gabriel tratando de no mirar atrás. Héctor no: los mismos lazos de amor, de sangre y compromiso lo ataron en el destino trágico de sus cuatro hijas.

De eso venían el maduro Solano y el pibe Gabriel cuando se pusieron a trabajar. Lo extraordinario es cómo el dibujante encontró la técnica y el tono para contar esa casi incontable –las Historias tristes–, cómo pudo sostener la casi insostenible en Ana. Solano recuerda, y se ve que es así, que por entonces comenzó a trabajar con rotring. Las rayitas regulares no le quitaron expresividad. Por el contrario: con un instrumento expresivo nuevo, le sacó el jugo a pleno, lo exploró en sus posibilidades sobre todo en el modelado del cuerpo, carne y huesos, primeros planos de rostro, pelos, violencia, tristeza y sensualidad. Nunca –ni antes ni después– Solano puso tanta carne en el asador.

Algo de eso hay. Algo de obra única. Desequilibrada, sin duda –se puede admitir– pero absolutamente convincente, verdadera en cuerpo y alma: en dibujo e historia. Es rarísima. No hay muchos casos en que se traten, dentro de la historieta universal, estos temas con semejante libertad conceptual y expresiva.

Ana es una cuenta que da cero. Como esos acertijos en que se suma siete más seis, menos diez, por cinco, menos tres, dividido cuatro, menos tres, igual: Ana.

No sobra nada y no deja nada; tampoco regala nada ni promete ni vende.

Además, como el cero, no se puede multiplicar. Es así, única. Incómoda, incorrecta e inolvidable.

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