PLáSTICA > LA DOLIENTE ADOLESCENCIA SEGúN JUAN TESSI
Si hay un círculo del infierno en vida que el mundo tiende a olvidar apenas se accede a la adultez es la adolescencia. De ahí el impacto y la empatía que despiertan los artistas que, a su manera y desde su lugar, capturan el desgarro y el dolor tal como lo vive cada generación. Y en esa línea se cuelgan los cuadros de Juan Tessi, retratando a medio camino entre la fotografía de moda y el cuadro cortesano esa edad tormentosa en el siglo XXI, atravesada por el sexo berreta, las marcas, las drogas y ese chicle sin gusto que se mastica y se estira cada vez más: la adolescencia prolongada.
› Por María Gainza
Las pinturas de Juan Tessi son fáciles de desechar: tienen potencialmente todo lo necesario para enervar al espectador. Un rejunte de tópicos visitados hasta el cansancio: la estética relamida de las revistas de moda, la homosexualidad solapada, los colores pastel de publicidades que empalagan y, por sobre todo, un naturalismo prosaico. Todo indicaría que es más de lo mismo. Y aun así (aunque luego se verá que no tan inocentemente como parece a simple vista), las pinturas de Tessi capturan con intensidad ese limbo angustiante que es la adolescencia prolongada, el último lugar en la tierra al que uno querría regresar en otra vida.
Mezcla de una gráfica de Comme des garçons y película de Larry Clark, los jóvenes en las pinturas de Tessi son desconcertadamente heroicos. Hermosos perdedores llenos de gloria y tristeza. Presas de una angustia que ni siquiera saben que está ahí, todo les resulta incómodo, desfasado. Sus cuerpos de adultos encierran mentes en estado pre-púber, entablan conexiones destinadas al fracaso, viven en infiernos interrumpidos sólo de vez en cuando por eyaculaciones volcánicas. Víctimas del weltschmerz, esa sensación que Hamlet nos enseñó a ver, parte desgarro y parte dolor del mundo que cada generación siente a su manera. Para los norteamericanos viviendo en los ‘50, Holden Caulfield era el rey de la melancolía. En los años ‘90, Larry Clark capturó otra de sus versiones en la quemazón de adolescentes cuyas mentes parecen girar en falso como la rueda de un auto atascada en el barro. De la misma forma, los grandulones de Tessi han sido privados de algo. En algún lugar, en algún momento, alguien los bajó de la calesita. La nostalgia por volver ahí se ve en cada rostro. Uno los mira y la atmósfera le resuena lejanamente familiar: debe ser el tipo de cosas que la mente, en defensa propia, decide olvidar.
Mirar las pinturas de Tessi, formato pequeño, en óleos de tonos cálidos, saturadas de barniz como la página de una revista importada, montadas una detrás de la otra como los avances de una película, es pensar en lo que narran: series de chicos apáticos exhibiendo sus cuerpos, masturbándose, tomando cerveza como quien toma un analgésico, niñas “bien” vestidas a la moda en situaciones de peligro, chicos lindos jugando a los soldados. Rostros arrogantes en cuerpos de lasciva languidez, plenos de belle indifférence, esa belleza histérica, helada y seductora; otros, en uniformes de colegio privado, exhibiendo golpes en la cara, atrapados en una sexualidad perversa y adhesiva; torsos desnudos, herméticos (la desnudez en Tessi es más impenetrable que un cinturón de castidad), bañados por una luz de tardes de invierno que carga de densidad las escenas. Mezcla de white trash norteamericano y modelos fugaces, “con prendas que dejan de ser objeto para pasar a ser actitud”, como señala Mariano Mayer en el texto de la muestra, los jóvenes de Tessi sienten el aburrimiento, nada puede pasar, hasta que todo pasa. Entonces sus vidas se vuelven coreografías para una cámara que registra lo que parece una generación perdida, educada en el consumo y los videojuegos, o bien, una película barata de sexo y terror de los ‘80.
La dominación de las cámaras fotográficas se ha vuelto un desafío para la pintura, no porque la supere en impacto sino porque ella siente la urgencia de registrar el fenómeno (como cuando Warhol comenzó a utilizar técnicas industriales para sus obras). Y una de las razones por las que las pinturas de Tessi funcionan tan bien es su imprecisión. Pinturas de fotografías, no terminan de ser ni una cosa ni la otra. Lucen bien en una galería y lucen igual de bien impresas en una revista. Si la fotografía se jacta de ser posibilidad de capturar el instante y la pintura de su meditación, acá Tessi no utiliza la fotografía para hacer un calco hiperrealista, ni la utiliza como disparador para detonar su imagen, sino que se regodea en su ambigüedad: algunas escenas han sido armadas, otras manipuladas a partir de imágenes de Internet. Tessi transcribe sus fotos en amplias pinceladas, mezclando áreas de transparencia y empaste, que revelan el proceso de pintar. Obtiene como resultado una imagen que se juega en la superficie, como una Polaroid lavada por el sol.
No es moralista, no condena, pero tampoco rescata a los jóvenes. Lejos del registro documental, lo que fascina –un poco a regañadientes, como en Bully de Larry Clark– es el voyeurismo: podemos llevarnos una mirada rápida y vulgar, y a la vez, miramos todo a una distancia que no nos involucra. Y eso que podría parecer indiferencia es lo que hace que las pinturas, más que un juego de asociaciones, tengan la capacidad de reconciliar experiencia privada con pública, sin que la primera sea torpe y sentimental ni la segunda una completa hipocresía. Las imágenes de Juan Tessi están tan deliberadamente armadas, jugando entre la atracción y el rechazo, que con el tiempo todo lo que parecía una afrenta se levanta al servicio de lo que en nosotros está roto, asustado y sin cumplir.
Al comienzo, las imágenes de Tessi recordaban a las pinturas del colectivo inglés Muntean y Rosenblum, en el retrato de la vacuidad del glamour adolescente, en los ojos vacíos de chicos que encarnan estereotipos promovidos por la televisión y las revistas. Más tarde, se hizo evidente que lo que para otros suele ser “material”, para Tessi es tema, forma y contenido.
¿Qué hace que sus pinturas sean más que “arte de ferias de arte”? En un momento, cuando la personalidad del artista está presente en las obras de manera agobiante (personalidad impostada o bien atestada de los efluvios que supuestamente conforman una personalidad, pero que da como producto final algo que sólo promueve una intimidad mentirosa), Tessi parece desaparecer de sus pinturas. Sin un ancla hacia el pasado, ni una brújula hacia el futuro, sin la sensación del presente como un momento único en la historia, la personalidad del artista está perdida. Y Tessi lo registra con absoluto rigor.
Como un Boldoni de siglo XXI, la belle époque que Tessi retrata es esa de los afiches publicitarios que les preguntan a madres insomnes: “Son las cuatro de la mañana, ¿usted sabe dónde está su hijo?”, de una adolescencia prolongada hasta el hastío y de jóvenes disfuncionales atrapados entre dos mundos, exhaustos y podridos. Sus ídolos pop no son las celebridades que captura Elizabeth Peyton (el retrato en acuarelas de Sofia Coppola como un elfo neoyorquino en la gráfica de Marc Jacobs) sino la vacuidad en sí misma. Son cuadros que describen una sensibilidad. Porque finalmente lo que Tessi hace es una pintura de género. Es un agudo pintor de corte para el imperio MTV.
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