Se conocieron en 1959, en el
casino de Mar del Plata, y se hicieron amantes en el acto. Él acumulaba
deudas de juego, ella trabajaba de azafata, los dos se escondían de una
esposa despechada. Dos años después, juntos, planearon y ejecutaron
el robo que conmocionó a la época. El botín: 400 lingotes
de oro alojados en las bóvedas de Ezeiza. No dejaron pistas, y hasta al
mítico comisario Evaristo Meneses le tocó rumiar el desconcierto.
Hasta que la pareja empezó a gastar el botín y cayó. Luego
de unos años de condena, libres bajo fianza, Saúl Lipsitz
y Nelly Herrera Thompson volvieron a las andadas, ahora a sangre y fuego,
y enhebraron una triste ristra de robos rurales de la que saldrían
-previsiblemente– como Dios y la policía mandan: acribillados a balazos.
Lipsitz comprometió
en la operación a su primo, Gabriel Kreda, simplemente contándole
cómo iban a dar el golpe, y delegó en él los planos del
asalto y de la fuga en una de las reuniones que comenzaban en los bares de Constitución
y terminaban, con charlas a la intemperie, en la Vuelta de Rocha. Se fueron
sumando los muñecos: Ramón Toscano, Francisco Muraciole, Antonio
González, Luciano Spataro y Javier Lorenzo. El 10 de enero de 1961 le
robaron una camioneta Chevrolet con caja de madera barnizada a un tal Bagnatto,
que bajó del utilitario como quien baja de un caballo en el Club Hípico,
dándose corte frente a las empleadas de comercio de Cabildo. Lo encañonaron
por los flancos y lo dejaron abandonado en la provincia, después de darle
los viáticos que las huestes de Nelly y Lipsitz consideraron justo pagarle
a cambio de las molestias.
La banda inauguró dos flamantes bases: una en un local de Ciudadela,
donde simularon montar una lavandería que llevaría progreso al
barrio de extramuros; otra en un hotel de Libertador y Schiaffino, donde Nelly
y Lipsitz se encontraban a solas a dirimir cuestiones gremiales y privadas.
Una vez fijada la noche del 15 de enero como la del sueño realizable,
se dividieron compulsivamente las tareas. Kreda –fan de la gráfica–
pintó el logo de Panagra en las puertas de la camioneta. Lipsitz compró
tres overoles en el Coppa & Chego de Leandro Alem. Nelly cosió la
marca a escala reducida en los bolsillos, en su departamento de soltera de calle
Paraguay, con la angustia y la firmeza de una dama de Ayohuma. Lipsitz advirtió
enseguida que era difícil que un movimiento nuevo en Ciudadela no resultara
extraño o sospechoso. Entonces se le ocurrió una idea bomba: sobornar
a la chusma con asado, y con chorizos. Ladrones y vecinos –todos amigos
de lo ajeno– brindaron por el buen futuro del comercio nuevo. Mientras
los vecinos corrompidos regresaban a sus casas con el colesterol malo en ascenso
sostenido, Lipsitz se lanzó a la vanguardia del asalto y se acodó
en un bar de Ezeiza a beber Coca Cola y avistar el último aterrizaje
de la noche. Regresó al local, les dio los uniformes a sus muchachos,
los cargó en la camioneta y estacionó en la zona interna del espigón
que da a la pista.
Entraron con pistolas .45 a las cuatro y media de la mañana. Un primer
sereno salió al cruce y, al ver armados a los falsos operarios, creyó
en los uniformes, no en las armas. “Déjense de joder, che”,
les dijo, con el tono del bombero que le recuerda al camarada que no pise mangueras.
A gran velocidad se dio la serie: culata, nuca, siesta. Los demás serenos
se entregaron sin problemas a los nudos marineros con que los amarraron a unas
sillas, tras superar un pequeño incidente en el que uno de ellos ingresó
a un trance de risa que Lipsitz llamó “de histerismo”. En quince
minutos saquearon la caja de caudales y las bodegas –en una de ellas ataron
dormido a un último sereno–, separaron quince bultos y cargaron
las carretillas con esfuerzos de peón para merecer, al menos, una parte
de lo que se llevaran.
Obligada por el amor de Lipsitz a guarecerse de cualquier represalia o falla
que surgiera tras el golpe, Nelly Herrera Thompson pasó la noche del
asalto de incógnito en Atlántida. Los diarios de Montevideo le
trajeron luego la noticia. “¿Qué pensó usted cuando
leyó eso?”, le preguntaron cuando la detuvieron. “Que ése
–dijo– era el comienzo de mi ruina moral.”
La quimera del oro
El descanso se llamó: trabajo; y la función pública se
llamó: narcisismo. Apenas fueron cayendo, uno a uno, los bandidos de
Ezeiza, el comisario Evaristo Meneses y el jefe de Policía, Recadero
Alvarez –”tan inclinado siempre a satisfacer lo que la generalidad
desea”–, montaron una conferencia de prensa extraordinaria, con más
voceros de uniforme que cronistas, que obligó al diario La Prensa a señalar
el quién es quién de las autoridades con letras posadas sobre
sus coronillas por temor a confundir nombres u omitirlos.
El botín de Ezeiza había comenzado a conspirar contra la perfección
del atraco. La banda se enfrentó con el problema técnico del oro,
que es el de tener dinero imaginario y no poder tenerlo en el bolsillo, no poder
traducirlo de inmediato a circulante. Tenerlo enajenado, como lo tienen el rico
o los Estados. Barras de oro o de queso, ladrillos, jabones Federal: da lo mismo
tener cualquiera de esas cosas si quien las tiene está siendo vigilado.
La punta del ovillo fue Isaac Vigelfager, un rengo voraz de calle Libertad que
empezó a vender el oro del asalto a cinco pesos por debajo de su cotización
de plaza. Pero también fue Lipsitz, que se animó a comprar una
laminadora para reducir el metal en los fondos de un comercio de Corrientes
al 3000 y se puso a derrochar la fortuna cuanto antes. Si el ladrón no
puede esperar su momento de riqueza como fin de un proceso laborioso –una
promesa que podrían cumplir el azar o el trabajo a largo plazo, si Dios
quiere–, cómo puede esperarse que no quiera gastar de inmediato
el botín que obtuviera en una noche.
“No fue de obstinado, señores. Fue necesidad.” Los policías
que interrogaban a Lipsitz no alcanzaban a entenderlo. ¿Necesidad de
qué cosas? Aunque el 19 de marzo de 1961 la banda de Ezeiza estaba ya
en prisión, Lipsitz y Nelly habían podido verse nuevamente en
medio de esa pausa que une el crimen y el castigo. Lipsitz, aduciendo razones
deseguridad, obligó a Nelly a separarse de Quevedo, con quien iba a casarse
el 25 de marzo, y en cambio le permitió realizar un nuevo viaje a Brasil,
de donde volvió con un tendal de vestidos y zapatos, muebles y elementos
suntuarios, como para dejar claro ante sí misma que las cosas habían
cambiado para bien.
Las bodas, consumadas o anunciadas, nunca auguraron nada bueno para Nelly. El
calvario de Montanha fue el consuelo equivocado tras su matrimonio con el americano
Jules Hensen, muerto al cuarto día de haberse desposado al caer su avión
al Mato Grosso. Pero en la declaración que prestó ante la Justicia
no profundizó en detalles maritales, como sí lo hizo acerca de
su relación con Saúl Lipsitz: “Nos queríamos mucho.
Su esposa nos hizo la vida imposible. Por eso nos separamos como buenos amigos”.
Al flashback biográfico le seguía, sin embargo, una tibia idea
de futuro: “¿Cuánto tiempo voy a estar presa? Cuando salga
van a ver que voy a rehabilitarme por completo”.
En sus memorias, Meneses la describe como “una mujer baja y de cuerpo bien
formado. Una cara agradable; ojos grandes, claros, sombreados y bordeados por
largas pestañas. Una nariz ligeramente respingada y boca grande, pero
bien dibujada. Se expresaba con acento centroamericano. Su palabra era armónica;
usaba términos precisos; ante cada pregunta hacía una breve pausa,
como pensando el tiempo en que iba a pronunciar un Oh”.
Al declarar como el principal responsable del asalto al aeropuerto –el
más importante, hasta ese momento, en América latina–, Saúl
Lipsitz intentó protegerla, distanciarla en lo posible de los hechos,
pero al final no pudo evitar que los jueces comprobaran su alto grado de responsabilidad
en el atraco. Ambos salieron de la cárcel bajo fianza en julio de 1963,
y las únicas noticias de los expedientes que quiebran la monotonía
del encierro son una riña en la que intervino Lipsitz –recibiendo
lesiones o produciéndolas: nada está claro– y una fractura
de Nelly en una mano mientras estuvo detenida en Olmos, sin causas referidas.
Bonnie and Clyde
Tener aquel tesoro y perderlo en unos días –tras haberlo mirado,
solamente– no habrá sido un chiste para Nelly y Lipsitz. Al poco
tiempo de abandonar la cárcel pasaron a la clandestinidad, cambiaron
varias veces de provincia y trataron de hacerse anónimos para borrar
su mala fama. Se armaron. En octubre de 1969 matan, juntos y por primera vez,
a un policía de Las Colonias, un pueblo de Santa Fe que hoy se pierde
en los albores de sus brutales desplantes, cuando acallaban a sangre y fuego
a quienes intentaban interrumpir el circuito que va del deseo de un botín
al instante de obtenerlo para siempre. Asaltan bancos rurales, lo que venga,
a lo Bonnie & Clyde, y se alojan en Rosario para evitar que los distingan.
La policía rosarina los distingue, sin embargo, y ellos fingen rendirse
ante un cabo que –cortés o temeroso– labra un acta.
Quien mata a uno, mata a dos. Y muere el cabo, mientras Nelly y Lipsitz huyen
hacia al sur, a cambiar de vida nuevamente, si es posible. Durante cinco meses
no producen hechos públicos que puedan delatarlos. Alquilan una casa
en Martínez como si vinieran de otro mundo: no hablan con vecinos, no
hacen compras en el barrio, no muestran este humor o aquel semblante. Hibernan,
más bien, alejados del delito, cuyos frutos les permiten andar en un
último modelo que entra y sale de la casa a toda hora, acaso para matar
el tiempo libre.
La única persona que entra en la casa de Martínez es un hombre
con prontuario –José Carrizo– que es amigo de la casa. La policía
lo descubre y, entretanto rodean la manzana, llega la información de
que sus habitantes permanentes son Nelly y Lipsitz. Desde la tarde del 15 de
septiembre hasta la mañana del día siguiente, la policía
de la provincia de Buenos Aires mantiene sitiada la vivienda, con patrulleros
en todas las esquinas, francotiradores en las terrazas y sed colectiva de venganza.
Unoficial con megáfono los induce a entregarse durante toda la noche.
A las seis de la mañana, lanzan gases lacrimógenos dentro de la
casa. Nelly y Lipsitz salen por puertas diferentes a enfrentar a los intrusos
equipados, cada uno, con un .38 especial.
La crónica del día se complació en informar que llovieron
sobre ellos doscientas balas de armas reglamentarias. Cayó Lipsitz junto
a una puerta, y Nelly quedó bajo un limonero, cubierta con una sábana
roja que acercó un vecino conmovido (¿comunista?). Para no desdeñar
en la tragedia el número tres, que tanto los acompañara, cayó
también el tercer hombre. La policía encontró los documentos
falsos de Lipsitz y de Nelly con sus fotos verdaderas, donde para la ficción
de los registros eran Mónica Lamas de Dhers y Raúl Dhers Almada,
un feliz matrimonio de uruguayos.
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