Sáb 20.07.2002
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Resiste Kluge

Cine De todos los cineastas del llamado Nuevo Cine Alemán (Wim Wenders, Werner Herzog, Rainer Fassbinder), Alexander Kluge es a la vez el más influyente y el menos reconocido. Tal vez esa injusticia empiece a subsanarse con “El último moderno”, la retrospectiva que el Instituto Goethe dedica a este activista ilustrado cuyos films abrevan tanto en Marx y Adorno como en Méliès, los noticieros de época y las fábulas contestatarias de Bertolt Brecht.

› Por Alan Pauls

La primera vez que pisó un set de filmación, Alexander Kluge tenía ya 26 años y un flamante doctorado en Derecho. No era lo que se dice precoz, y encima era sapo de otro pozo. Pero ni Wenders ni Herzog ni Schlöndorff ni Fassbinder, sus compañeros del llamado Nuevo Cine Alemán, mucho más precoces que él y con el tiempo, también, mucho más conspicuos, gozaron jamás de los mentores que instigaron a Kluge a engañar a la Ley con el Cine, forma más o menos estable de adulterio a la que terminaría dedicando su vida. En 1958, poco estimulado por las promesas que le ofrecía el mundo jurídico, Kluge consultó con Theodor W. Adorno, su amigo y maître-à-penser, que no tuvo mejor idea que presentárselo a Fritz Lang, recién repatriado tras un largo exilio norteamericano. Poco después, Kluge entraba a trabajar como meritorio en La tumba hindú (1958-59), el penúltimo film de Lang. Lo que descubrió en el rodaje no fue exactamente lo que esperaba encontrar: Lang, célebre pero ya viejo, trataba en vano de mantener el control del film, mientras Artur Brauner, su productor, aplastaba los estertores de su talento con una sarta de inquietudes “comerciales”. La experiencia –que Godard retrató un lustro después en El desprecio, con el mismísimo Lang interpretándose a sí mismo– habría disuadido a cualquiera que pretendiera acercarse al cine con vagas intenciones “artísticas”. No a Kluge. Para Kluge, que seguía siendo abogado, fue una suerte de leading case patético, pero altamente instructivo: allí descifró las reglas de juego que imperaban en el cine industrial en la Alemania de fines de los cincuenta, y allí acuñó las consignas que regirían todo su trabajo posterior: autonomía, control, reapropiación de la experiencia.
En esa escena de iniciación está cifrado el ADN de una de las figuras más secretas e influyentes del cine europeo contemporáneo. Adorno y su doble legado: la teoría crítica y el arte de vanguardia; Lang y su alta modernidad cinematográfica; el cine como práctica “de autor”, pero también –fatalmente– como institución; es decir, como conjunto de leyes, normas y procedimientos históricamente determinados, como sistema de división del trabajo, como campo de fuerzas e intereses en conflicto. Para decirlo con una palabra-contraseña de los años setenta, el cine como aparato. Kluge supo muy pronto que para hacer cine no alcanzaba con ser cineasta; o, para decirlo de otro modo, que el cine “se hace” de maneras múltiples, en múltiples frentes y con armas siempre múltiples. De ahí su activismo intransigente y su versatilidad, ese gusto por la impureza y las acciones simultáneas que Miriam Hansen bautizó como promiscuidad disciplinaria. Kluge fue ideólogo y redactor del manifiesto de Oberhausen (1962), piedra de toque del Nuevo Cine Alemán, que decretó la muerte del viejo régimen cinematográfico industrial (el “Cine Abuelo”) y estableció las bases productivas y estéticas que permitieron el surgimiento de obras como las de Wenders, Herzog y compañía. Concibió, organizó y dirigió (en 1962) el primer Departamento de Cine en la Escuela de Diseño de Ulm, cuyo programa retomaba el credo crítico y estético de la escuela de Frankfurt, mientras negociaba con el Estado alemán un sistema de subsidios públicos para directores primerizos totalmente inédito para la época. Pero también lideró la Filmverlag der Autoren (la distribuidora de los films de los nuevos directores), fundó la Asociación de Productores del Nuevo Cine Alemán y el Sindicato de Cineastas, dos contrainstituciones –el término es del mismo Kluge– cruciales para enfrentar las presiones de la industria y consolidar el polo del cine de autor, y a mediados de los años setenta tuvo una participación decisiva, a la vez política y jurídica, en el acuerdo que sellaría la alianza productiva entre el cine y la televisión pública.
Lo notable en Kluge es que esos casi cuarenta años de lobbismo hiperkinético –hoy prácticamente circunscripto a la esfera de la TV, donde Kluge lleva 15 años “hibernando”, desafiando a las redes más comerciales y ganándose apodos como “parásito” o “asesino de ratings” gracias a sus experimentos vanguardistas– no le impidieron construir la obra cinematográfica singular, provocativa, que ahora se exhibe parcialmente en la retrospectiva organizada por el Instituto Goethe en la sala Leopoldo Lugones. A diferencia de Wenders o Fassbinder, cuyas estéticas fueron abandonando cierta opacidad original en favor de una legibilidad más o menos consensual, Kluge aprovechó el paso del tiempo para profundizar la radicalidad de sus elecciones artísticas. De Brutalidad en piedra (su primer cortometraje, de 1963) a El poder de las emociones (1983), de Yesterday Girl (1966, León de Plata en el Festival de Venecia) a El ataque del presente al resto del tiempo (1985), lo que se deconstruye no es sólo la narración, las estructuras dramáticas, el principio de identificación o la homogeneidad de la ficción; es el formato mismo de “película”, su naturaleza, su función y el tipo de recepción al que apela. Objetos audiovisuales excéntricos, los films de Kluge son “ficciones conceptuales”, mixtos de ensayo y de fábula capaces de abrevar en Engels o en Adorno tanto como en Méliès, el cine experimental, los noticieros o la ciencia-ficción de los años cincuenta. Salvo en el caso de Ferdinando el duro (1975-76, Premio de la Crítica en Cannes), donde ensaya (y fracasa con una gracia extraordinaria) la respiración de un cine narrativo convencional, sus relatos son entrecortados, intermitentes, ejecuciones extremas de la vieja noción brechtiana de discontinuidad; su lógica es la del collage o el patchwork: no proceden orgánicamente sino por saltos bruscos, diferencias de tensión, contrapuntos, vecindades brutales, y se dedican a imitar, citar o reencuadrar con irreverencia los archivos más banales, sórdidos o pomposos de la historia audiovisual del siglo XX. Kluge cuenta historias siempre paradójicas: un ex comisario que se afana estudiando al “enemigo marxista” y atenta contra un ministro para poner en evidencia las fallas del sistema de seguridad; una enfermera hace abortos para mantener a su marido químico, que no quiere vender sus ideas a las corporaciones; una espía atormenta a sus jefes con informes extensos, demasiado detallados, intolerablemente líricos. Son historias incongruentes, sí, pero son las únicas dignas de narrarse en un mundo alienado, ensimismado en el presente, donde los sujetos buscan con obstinación, a veces hasta la locura, reapropiarse de aquello de lo que se los despoja: la posibilidad de ser autores de su propia experiencia.

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