Dom 19.02.2006
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TEATRO > NUEVO CIRCO EN BUENOS AIRES

Escalera al cielo

En la antigua aceitera del Abasto, Gerardo Hochman y Compañía La Arena muestran un espectáculo de teatro, acrobacia, danza, bellas artes y música en vivo. Se llama Sanos y salvos y su hilo narrativo, verdadera rareza dentro de lo circense, da cuenta de un ejercicio ligado con la enfermedad y la salud, la cura y la sanación.

› Por Laura Isola

La enorme escalera anaranjada de la Ciudad Cultural Konex conduce al cielo. O, mejor dicho, a una metáfora de él que es la forma en la que podemos empezar a entender Sanos y salvos, el espectáculo de Gerardo Hochman y Compañía La Arena. Hasta parece que Clorindo Testa, el arquitecto que diseñó el impecable acceso que refuerza el carácter dual del espacio (la antigua aceitera del Abasto y sus paredes derruidas y el acondicionamiento a nuevo de algunas partes) se hubiera puesto de acuerdo con la compañía y su director para juntos pensar semejante escalera y ganas de volar en el inicio de la temporada 2006 del reabierto espacio cultural.

EL DIAGNOSTICO

Al momento de definir qué es Sanos y salvos, la cosa se complica para aclararse de repente a la sola mención de Gerardo Hochman y Compañía La Arena. El uno y los otros ya tienen muchas horas frente al público y se sabe que en los espectáculos que uno piensa y dirige y los otros ponen el cuerpo y las destrezas va a haber teatro, acrobacia, danza, bellas artes y, en este caso, música en vivo. Pero por acumulación no se logran buenas definiciones y una síntesis puede ayudar. Lo que Hochman viene desarrollando desde los ochenta es el llamado Nuevo Circo. Una experiencia que guarda la debida relación con su padre histórico y tradicional: ese que algunos aman y otros no tanto pero que implica, sobre todo, una vida de riesgo y a la intemperie. En el Nuevo Circo, como se sabe, los únicos animales son los humanos, aunque se conserva la ilusión, la magia y todas las habilidades de destreza y acrobacia, aunque sin red. Y si el Cirque du Soleil viene de inmediato a la mente, no fue así cuando el creador de Ronda pensó lo suyo. Para él éste no es un antecedente porque no lo conocía y se cumple lo que muchas veces ha pasado en la cultura: que en lugares distintos se piensan cosas parecidas. Estructura del sentimiento la llama Raymond Williams, pero no importa, y es algo así como el tono, la pulsión o el latido de una época.

EL TRATAMIENTO

Después de la escalera viene la sala que poco tiene de convencional, como todo el espacio: techos altísimos conmemoran el pasado fabril al tiempo que celebran el vértigo de la obra. El centro de la sala es una pasarela azul y de ahí el cielo del comienzo, si se permiten esta clase de explicaciones, a cuyos lados se levantan las gradas para el público. Los actores-acróbatas “desfilan” como modelos alienados que buscan una salvación en eso de dar vueltas, treparse, saltar y caer para volver a empezar.

La obra está compuesta por varias escenas que tratan de darle un hilo narrativo. Esta es la novedad también, ya que el circo tradicional nunca necesitó contar una historia. En cambio, aquí hay fragmentos que buscan dar cuenta de un ejercicio espiritual y emocional, ligados con la enfermedad y la salud, con el bien y el mal, con la cura y la sanación. Los capítulos se suceden y en la yuxtaposición se devela el sentido plural y abierto con el que se trata el asunto: del caos al orden podría ser una de las explicaciones de esas masas de hombres y mujeres que se entreveran en el suelo para formar casi esculturas instantáneas en tensión a las que les sobreviene la calma. Las proezas de los acróbatas no son menores, tampoco sus actuaciones y logran transmitir sentimientos básicos y por ello difíciles, como la alegría, la desesperación y la templanza. La obra refuerza con una suerte de poema-manifiesto, escrito por Hochman, que abunda en aliteraciones para dar un sentido ideológico y musical del espectáculo: “Sanos locos a salvo de la locura/ Salvos solitarios sanos de soledad/ Enamorados sanos a salvo de odio/ A salvo de la idiotez terminal/ Audaces, absurdos, sanos de vergüenza y de temor/ Verdaderos, sanos de mentira/ Arriesgados sanos de desidia/ Hambrientos de suculentas raciones de emociones/ Sanos y a salvo de la bruta humanidad/ Sanos de ignorante soberbia/ Ilesos/ Frágiles/ Incrédulos/ Ateos/ Ecuménicos/ Sedientos/Azarosos sin disimular/ Enfermos y presos de euforia y felicidad/Sanos y salvos”.

LA CURA

Aunque parezca extraño, todo esto se realiza con una mínima cantidad de recursos: dos aros, un palo para trepar, una orquesta en vivo, súper eficiente y bien ensamblada con música original y dirección de Omar Giammarco, una jaula, un huevo gigante y el vestuario notable de Laura Molina en colores oscuros, mezclando mallas y corsetería. En ese minimalismo conceptual está la clave de la experiencia de Sanos y salvos: para contar lo profundo, lo que nos conecta con la esencia de lo humano hay que hacer la menor cantidad de gestos, hay que dejar que el cuerpo lo diga casi como por espasmos. En este sentido, hay una escena que sirve de enlace, al menos como un motivo que se repite. Uno de los acróbatas, más en función de actor, está vestido con una especie de pañal blanco que contrasta notablemente con la oscuridad de resto del vestuario. Su cuerpo esmirriado, su cresta neo-punk y sus movimientos espásticos y reconcentrados irrumpen la escena. O bien persigue y hace rodar a huevo gigante o trata de escapar de una jaula para hombres en la que está metido. Actúa como un niño-freak, como un ser que se presenta tan extraño que se nos parece en esa mitad infantil que se conserva hasta bien grande. Ese suplemento ridículo, arriesgado, feliz y un tanto perverso que es ser niño, cuando ya se es adulto.

El público que en esta democrática distribución del espacio ve bien de todos lados contiene el aliento y suspira, exclama un ¡ahhh! de largo alivio, se ríe y, sobre todo, siente que de a poco algo de lo de mens sana in corpore sano se está cumpliendo.

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